“Crocante
de silencio amanecido”: sigo el impulso, anoto una línea no periodística en
este inicio de nota que juega/sueña a redescubrir, cada día, el silencio. Juego
y sueño que se hace realidad dentro de la chacra gualeya.
No
es que el silencio no pueda hallarse en el centro de la ciudad/río de
Gualeguay, recuerdo ahora mismo a Julio Faggiana hablándome de su laborar por
las madrugadas: su casa sobre una calle asfaltada, sin embargo, ahí el hombre se
hermana/encuentra con el silencio amigo. Tan necesaria su presencia cuando pide
la palabra nuestro puñado de almas. Pero la chacra gualeya tiene ese “no sé
qué” -siempre hay un tango por escribir- habitado por destacados ciudadanos de
la noche. Y es en la noche, cuando la noche se viste de invierno, cuando el
viento acalla su voz: cuando el rocío viene con segunda intención, con aire de
intentar una nueva eternidad, y entonces sueña su sueño despertando de punta en
blanco.
Un
“crocante” es invitación a la palabra todavía no dicha, no escrita; puede ser un
quiebre de pequeños pliegues que nos avisa que es conveniente mantener la
atención en alto; es la oportunidad para que el susurro de lo quebradizo se
haga aroma en nuestras conciencias.
Miro
por la ventana de la cocina. Sobre la foto de la chacra gualeya se deshojan, a
cada momento, cada uno de los cuatro álamos del fondo, y entonces pienso en que
la vida nos quiere en cada intento. Sobre la misma foto, llueve con “finito” de
garúa, desde el jacarandá joven, su delicada fronda. El viento del sur convoca,
dice, cuenta, la va de poeta; detrás de la arboleda cercana, se levanta el sol,
que apenas entibia las almas. Luego, en la mañana, con plenitud de manos frías,
llama la escritura y ahí voy: acá estoy, timón de bote pobre en mano, tratando
de ser cauce en esta idea que se “viaja” a través del teclado con destino de
pantalla y papel. Escritorio en frío, y aun así, almas atentas porque
escucharon, sintieron, supieron, de la bondad del “crocante” y de su hacedor:
uno de los dioses otros que resisten en esta chacra gualeya.
Un
silencio de chacra gualeya como dios que funda una comunidad de detalles en el
más simple de los cotidianos. “Sucedidos” entre el paisaje todavía verde, y con
algunos fuegos ocres del otoño y el invierno sobre las calles de tierra, los
árboles; luces conteniendo la respiración desde el atardecer, el humo tímido de
los hogares que saben qué es arder con poca leña; cielos con nubes que
colaboran en arranques amarretes de tanta estrella no solidaria. Es en este
silencio donde el rocío llega con aire de eternidad y la va de punta en blanco.
Es en este momento de chacra gualeya donde el rocío se transmuta, noches con
esencia de alquimista, en escarcha que se desespera por abrazarse a tanta vida.
Presencia
de helada y escarcha en el aquietarse del viento, en la primera parte de la
noche y en las madrugadas de cada uno de los seres vivos que saben de su
arribo. Una helada es silencio, y silencio será hasta el momento del quiebre. En
eso pensé, en este nuevo invierno, cuando por primera vez pisé en el jardín la
curva de los primeros pastos escarchados. Y silencio fue en la parición de la
escarcha, y silencio es necesario para poder escuchar el quiebre, el “crocante”,
la voz crocante de una naturaleza que hermana.
A
mi hija Julia le conté, hace ya un tiempo, que el pasto en invierno puede
enseñar su cualidad crocante; también le conté del crocante que dice el pan
tostado; sobre el quiebre del pan, le di a Julia una manera de nombrarlo: le
dije que era pan con ruido, así como el pasto también puede venir con ruido: un
ruidito, una queja, un alerta amigo que invita y nos sostiene en la atención necesaria
a la música que nos sucede, que nos rodea, a cada momento. Mundos mágicos
alumbrados a partir de lo quebradizo, a partir de las posibilidades que ofrece
el silencio.
Fue
el silencio en la chacra gualeya quien me ayudó a volver hasta la escarcha
sobre el caminito que corría junto a las vías del ferrocarril Urquiza –que
llevó y trajo de regreso a tanto entrerriano desterrado en Buenos Aires, tanto
Mansa Tuca, diría el poeta Ricardo Maldonado-, cuando mi pibe, mi yo gurí,
caminaba hacia la estación de Martín Coronado en la provincia de Buenos Aires;
el caminito estaba hecho con durmientes con cobertura de alquitrán, y sobre el
manto negro el rastro blanco, y blanco sobre tanto yuyo del costado de la vía;
silencio mediante fue además volver sobre los charquitos de superficie
escarchada: vidrios finitos que se rajaban al primer toque; y digo que en el
silencio de este invierno, acá, ya de regreso en la chacra, pude ver, y es más,
pude oír el susurro que produce el deslizamiento de “fierritos” (apenas unos centímetros)
de hielo nacidos en la canaleta de las chapas del techo que, después de la primera
mirada de febo, iniciaron su corrimiento de final como glaciares de morondanga,
y cayeron, caen, patinan, y entonces uno los ve llegar desde la altura de la
chapa a la vereda sobre la tierra también silenciosa: grisines de hielo: un
juego de palitos chinos de hielo, de escarcha rejuntada en otra sintonía
creadora.
El
silencio es la magia que todo esto hace posible: escuchar un crocante, sea de
pasto, de pan, o el crocante de una idea que nos llama. Me digo, además, que el
mejor silencio se funda en las noches, y en las primeras horas de la mañana,
cuando se puede observar a conciencia la bondad de los comienzos esperanzados
de cada día de la vida.
En
el silencio de la chacra gualeya escuché por primera vez el canto de las ranas;
venía desde el mismo misterio desde donde llega aquello que nos avisa del aroma
“crocante” en ciertos elementos del paisaje y la criatura. Pienso en una
comunidad de ranas cantando desde un grupo de álamos que está a cierta
distancia de la casa. Imagino agua al pie de los árboles, y entonces el canto
feliz luego de que la primera rana saltara sobre la primera curva verde
escarchada. En Martín Coronado supe de ranas en la zanja, pero nada sabía de su
canto persistente de festejo: es una sombra abismada de misterio en esas noches
con exceso de luna llena.
"Lechuza en la encrucijada" acrílico de Rolando Lois |
En
un silencio pleno en noche de chacra gualeya me encontré con el llamado de una
lechuza. Ese grito/chistido/saludo, creo, se produjo luego de que la lechuza se
tomara su tiempo de observación y pensamiento. Sí, ella eligió mi compañía. Cuando
la escuché escribía en el escritorio, ubicado al frente de la casa; por las
paralelas de la persiana, luego del grito, pude ver a la lechuza parada sobre
una de las columnas del frente. Me miraba. Miraba y pensaba. ¿Se dará cuenta de
que lo estoy invitando a que me piense? Después del grito volvió el silencio a
la chacra gualeya, y ella, ya mi amiga, la lechuza, cruzó pensamiento, manos
frías, la luz sobre la mesa, sobrevoló papelitos, lapiceras y libros, entró por
el teclado y se guardó en mi escritura. Esta no es la primera vez que aparece,
que llama, y reclama su espacio, su tinta; en este caso, en la previa de una
noche que promete helada con poema de escarcha.
Cuando
el silencio de chacra gualeya acomoda sus gustos y circunstancias, y en su
espíritu está el otro buen poema de acomodar el destino de una lluvia ligera
sobre la tierra reseca y las chapas del techo de las casas, y aún más, sobre los
recreos perdidos por tanto humano que distraído descuida su norte de amor,
digo, cuando desde el silencio brota una lluvia lenta, fina, delicada, toda una
damisela llegada del cielo a golpear a la puerta de tantas buenas memorias, se
acentúan, para el después, las ganas de que ese rocío con cara de garúa llegue
a transmutarse en escarcha que se quiebre mañana, y nos lleve a soñar con mayor
decisión, sed y felices desesperaciones pensando en la bondad del nacimiento
del nuevo día. Porque el “crocante” despierta, porque hace ruido, y porque
además es ruido nacido en el más puro de los silencios, como lo es el silencio
que se amanece en la chacra gualeya.
En
este silencio de chacra, me lo digo siempre, lo comento, lo escribo: se puede escuchar
al otro que fuimos, al de ayer, y a la comunidad de almas que hoy nos forma; se
puede escuchar al otro que está a nuestro lado, en la misma casa, en el mismo
tiempo/espacio en el que nos fundamos; se puede escuchar al otro que puede ser
nuestro vecino, sea este amigo o simplemente un conocido más entre los tantos
habitantes de la ciudad/río de Gualeguay; se puede escuchar al otro hermano de
la provincia, del país; se puede escuchar a través del puñado de pensamientos
que nos llevan a desear un “verdadero” bien común: escuchar desde un silencio
para todos.
En
el silencio, me repito, se pueden aquietar velocidades y bullas varias,
aquietar las crestas de las olas más salvajes, esas que impulsan a la criatura
a hacer omisión de sentimientos e ideales justos, lo dicho: para así poder escuchar
al otro, para comprender al otro.
La
vida misma se presenta en su calidad de “crocante” posible, y sano es tener
conciencia de su fragilidad. La naturaleza da cátedra sobre la condición
crocante de todo aquello que haya sido pintado en verde, para toda aquella
criatura que se mueva sobre la tierra, el agua y el aire.
En
un silencio de chacra gualeya entonces se escucha la voz del pasto crocante, el
pan con ruido, el canto de las ranas, el llamado de la lechuza, la caricia de
la lluvia, y la voz del otro que hoy es grito.
La
condición “crocante” en la naturaleza avisa, a través del quiebre momentáneo
del más hermoso de los silencios, que es mejor andar atento: para escuchar
mejor, para vivir mejor.
Que belleza el pasto crocante, que bella descripción del invierno, tan especial que embellece una estación que a los mayores no nos es grata. Un elogio al silencio necesario para escuchar, contrasentido? No , una verdad, escuchar, apreciar, sentir, reflexionar. Tan distinto al permanente ruido urbano. Muy bello gracias Edgardo.
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