Contar, tejer, imaginar historias de
amor, un intento inevitable para todo aquel que sabe que, a su manera, a propio
impulso y ritmo, deberá construir, relatar, escribir la novela propia de sus
historias de amor. Un puñado de momentos, de posibilidades que se soñaron, cada
vez, como llegada indubitable de “la historia de amor”. Aquella historia que
dejará en el mundo anecdótico -donde van a parar los retazos, los recortes que
levantan ciertos velámenes del pasado- que resguarda, en lejanía, aquello que
no fue, pero que a su vez no desaparece, porque en ellos la prueba de que
estamos, de que estuvimos vivos. Porque de intento, búsqueda de amor, de humano
amor, desesperado trago de vida, se trata; necesitados todos de la “verdad” de
las historias que hicieron posible la historia.
Parela (1989) de Roberto "Cachete" González |
Puede suceder en la historia de vida del
ser humano que la identidad, los sueños, las construcciones sensitivas e
imaginadas, tengan como resultante un gesto definitivo. Dicho gesto puede ser
puesto en escena a través del intento sobre un oficio que puede llevar hasta el
territorio del arte; puede ser puesto en escena, en una versión más
especulativa, cuando el gesto humano está dirigido a la sencilla acumulación de
riqueza y fama; una decisión poco poética, pero que puede ser muy efectiva para
el ego del humano lanzado tras la notoriedad de la moneda. Y entonces, habrá
sido “el gesto” de vida de aquel que sueña con ser poeta, y más allá de los
resultados obtenidos, habrá estado bien fundar su gesto de valentía, acción en
la que se ofrenda la vida toda: esos gestos en que uno coloca sobre el
churrasquero todo aquello que fue, que es y que será. De la misma forma, el
pichón de empresario calculador, fundará su gesto triste de ave rapaz que se
interesa por el grano que correspondía a su semejante, de manera decidida. Como
me decía el amigo Salvador Linares -hoy buen fantasma, ayer crítico de arte- al
momento de pintar este mundo, estos tiempos: afirmaba que hoy, más que nunca,
la cuestión pasa por hacerse una pregunta ética, es decir, preguntarse para
saber: “de qué lado de la línea te encontrás”, podría haber redondeado el Indio
Solari cuando era Redondito y de Ricota.
Vuelvo a los difíciles territorios por
donde, por lo general, transitan las historias de amor, de sincero amor; pienso
en la historia que entra a este, mi espacio de escritura, y me digo: se trata
de sincero y desesperado amor.
No se conoce con veracidad de dónde, de
qué historia, llegaba la Delfina, cuando se dio el encuentro con Francisco
“Pancho” Ramírez (1786-1821). Ella, una mujer hermosa, enamorada. El Supremo
Entrerriano fue hombre enamorado, y fue parte de este amor clandestino. Porque
el hombre estaba oficialmente comprometido con otra dama: Norberta Calvento.
María Delfina lo acompañaba en la batalla, por amor, desesperado amor. Norberta
Calvento esperaba su regreso, por amor, por desesperado amor.
Recorriendo las páginas de ““La
Histórica” Patrimonio, monumentos y escultura pública de Concepción del Uruguay
1783-2011” (2013), un gran trabajo y memoria sobre su ciudad de parte del
escultor Mario Morasan, un asiduo visitante (ha participado en los encuentros
de escultores) de la ciudad/río de Gualeguay, me encontré con algunas
referencias relacionadas con esta historia de amor: “(…) Cuenta la tradición
que el 10 de julio de 1821, ella cabalgaba junto al caudillo y algunos
soldados, cuando una partida de soldados enemigos los sorprendió en
inmediaciones de Río Seco en Córdoba. Delfina intentó ponerse a salvo huyendo
hacia el norte, pero cayó en manos de los enemigos. Ramírez regresó y consiguió
rescatarla, pero es derribado por un disparo que le dio muerte. Dos soldados
del caudillo la sacaron del lugar y pusieron a salvo su vida. (…) Después de la
muerte del ‘Supremo’, Delfina se instaló en nuestra ciudad donde falleció el 28
de junio de 1839.
Fue sepultada en el antiguo cementerio,
en el actual barrio de La Concepción. Hoy, a la izquierda de la capilla, se
levanta una cruz en memoria de los que fueron enterrados allí. Debajo una
leyenda: ‘Junto a la cruz bajo este cielo abierto / su casa alzaron los
conquistadores / la soledad venciendo y el desierto / Caminante: rogad por cada
muerto / alma de los primeros pobladores’.
Debajo de la anterior encontramos otra placa
que dice: ‘En este lugar que fuera camposanto reposan / los restos de DOÑA
MARÍA DELFINA / la legendaria Coronela del Ejército Federal / Del Supremo
Entrerriano / Falleció el 28 de junio de 1839 / PAZ Y RECUERDO / La Comisión
Municipal de Cultura’.
En el libro de defunciones de la
parroquia Inmaculada Concepción se lee:
‘Sepulto con entierro rezado, el cadáver
de María Delfina, portuguesa, soltera, no recibió sacramento alguno, de que doy
fe, Agustín de Los Santos’.
Otro homenaje que recuerda a esta valiente
mujer es el paseo peatonal de la Defensa Sur Néstor Kirchner, que por la
Ordenanza N° 8.155/2007, se lo llamó ‘Paseo La Delfina’. (…)”.
En torno al final de Pancho Ramírez en
relación al rescate de su amada, hay versiones enfrentadas. Más allá de estos
detalles que hacen a la escritura de la gran novela por los narradores de la
historia en los pliegues del relato argentino, escritura además que cabalga
sobre la mismísima escritura de la novela propia, es decir la de aquellos que
contaron a partir de las sensaciones primeras desencadenadas por los hechos, los
“sucedidos” no hacen más que fomentar imaginaciones varias. Si a la Delfina la
rescataron otros soldados y no el Supremo, será detalle para que discutan
quienes gusten y mejor sospechen. Digo -tratándose de una historia de amor-,
que me gusta pensar que fue Ramírez, el héroe, y si no lo fue, habrá tenido
tantas ganas de serlo que el hecho se fundó fantástico para que luego memoria
romántica sea entre los que creen en el amor y en los maravillosos cuentos que
viajan en la tradición oral.
La Delfina fundó su gesto de amor
acompañando a su hombre hasta en el campo de batalla. Luego de la muerte del
Supremo, fue a vivir en Concepción del Uruguay. Se cuenta que tuvo algún
pretendiente de nombre; se cuenta también de la existencia de algún amante.
Mientras el Supremo moría, Norberta
Calvento lo esperaba. ¿Quién fue Norberta? Era nacida en 1790. Una joven de
sociedad. Otra hermosa mujer. Distinta a la Delfina. La escritora Lorenza
Mallea (María Esther Orihuela Cook, viuda de Salles 1909-2000) en su libro “Evocaciones”
(Municipalidad de C.del Uruguay, 1975) escribió: (…) Antes de partir a la que
sería su última campaña, el Supremo se comprometió en matrimonio con Norberta;
en los atardeceres, desde la esquina de su casa, contemplaba, mirando hacia el
poniente, la cuchilla por donde en varias ocasiones vio aparecer a Francisco, y
esa costumbre la conservó hasta el final. (…)”. Memoria de amor en un “mientras
tanto” de larga espera, y memoria de amor para el después de la muerte de su
hombre. Norberta Calvento fue sepultada el 22 de noviembre de 1880 en el
cementerio de la parroquia de Concepción del Uruguay. Tenía 92 años: había
sobrevivido en el lamento de su historia, un generoso puñado de años: 59. Murió,
según se acredita en el acta de defunción, de congestión cerebral.
Mientras pasaban esos años, más
precisamente en el año 18 de esos 59, Norberta Calvento supo de la muerte de
doña Delfina, la otra. La Delfina, mirada con recelo por la “sociedad”, había
muerto en la misma aldea que habitaba la Calvento, también vista y juzgada por
la “sociedad” de los que suponen ser salvaguarda de “la moral y de las buenas
costumbres”, y entonces -condena de ciudad chica-, de paso, se ensaya la burla,
el chisme, la discriminación fundada en cualquier especie informativa. Las
mismas calles, la misma gente, el látigo de la lengua para ambas. Y en esa
misma ciudad, Norberta sabe del tránsito de la Delfina. La imagino pensando en
su propia muerte, y pensando en Ramírez. Imagino el paso lento del coche que
llevaba a la Delfina hacia la tumba; imagino el paso lento del tiempo que
llevaba a la Calvento hacia la suya.
Aquellos que cuentan la historia dan
pista de que Norberta Calvento sintió que sus fuerzas la dejaban; supo que su
momento había llegado. Entonces decidió el cierre de su “gesto de vida” con
otro “gesto”, el del final. La imagino dando la orden un tiempo antes de su
muerte, cuando todavía era dueña de su pensamiento y memoria; no creo que todo
lo haya dispuesto en una orden escrita o planteada de manera oral a su
cuidadora para ser cumplida una vez que ella hubiera muerto. Imagino que quiso
vestirse mientras era ella. El hecho es que Norberta Calvento elegía como
mortaja el vestido confeccionado para ese casamiento que no fue. Ese vestido -ella
era ese vestido- que nunca supo de la caricia del hombre, que nunca supo de
urgencias desesperadamente humanas. Sí supo ella de otra sintonía de la
desesperación y de lo humano; y supo de la memoria, y del amor. Su gesto en el
relato había sido guardarse en su historia con el Supremo: una elección nacida
entre el recuerdo, la esperanza y el dolor, todo dirigido para cerrar el gesto
con este último gesto: escribir el final de la novela propia transmutando un
vestido pensado para anunciar vida, en otro que solo visten los muertos.
La Delfina, la otra, había quedado en la
historia a su manera, ese su gesto, su esencia en acción y batallas; y la
Calvento hizo lo propio desde su vereda: su silencio.
Pienso en esta historia desde nuestros
tiempos en que la mayoría de la sociedad de la cáscara aspira a que toda
acción, y sin importar su contenido, tenga el rodaje público que lleva a la
fama, y repito: sin importar su contenido, porque importa que se conozca el
título de la acción: debe, ante todo, quedar a la vista para que así lo vea el
otro, que devenido público respira en la única instancia en la que importa su
existencia. Digo, pensaba, en estas dos mujeres, en la historia de amor que las
unió, que las llevó a realizar estos gestos de vida, por estar inmersas en un
apasionamiento aplicado a un relato inevitable, por haber sido transitado a
conciencia.
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