Toda vida tendrá su final, pero antes de
pegarle el tirón a la última sortija, son los paisajes, aquellos seres vivos
que primero irán marchando al buche y la bodega del tiempo. Los guardamos en la
memoria. Por lo tanto, toda vida tendrá, en la última vuelta de la calesita, un
paisaje de final; y sobre él también se podrá hacer memoria, pero queda claro,
no una memoria total, porque primero será historia el hombre que quiso contar, y
no el susodicho paisaje. Habrá una completa memoria de la infancia en los
paisajes que hacen ese paisaje, y una de la adolescencia, paisajes estos en los
que deambulan a mano suelta la felicidad y la desgracia. Habrá una memoria de primera
juventud, una de adulto, y con suerte una de la vejez. Esta tiene gran
posibilidad de quedar trunca, pero convengamos que hay otros caminos que
también llevan aire de final y mudanza. Y con cada una de estas memorias habrá
posibilidad y tentación de escribir la mejor novela propia. Cada uno siendo el
personaje central del show, cada uno marcando el compás en cada mirada.
Inevitable la sintonía veraz de relato tan comprometido, porque va en
primerísima persona, e inevitable el maravilloso aire de mentira, de bolazo
(palabra muy escuchada en la ciudad/río de Gualeguay), con que nos construimos,
a diario, sea en el presente o reescribiendo el pasado. Atrevida es esta
criatura que hasta cree poder transmutar en realidad una ficción tan
descabellada como el amor.
Entonces el cronista se ve tentado a jugar
a suertes y destinos, y piensa adelantarse en los días, y jugar, sí, cómo no,
otra vez, jugar, jugarse en un simulacro dentro de una, ojalá, remota y posible
palabrería de la naturaleza con cara de Parca, para señalar esta escritura como
si se tratara de una despedida, como si este escriba soltara amarras para
hacerse en otra historia y lugar. Porque así ocurre cuando mueren los paisajes
y con ellos las personas que les dan vida. Pasó siempre, y entonces salgo de
imaginación en mano y tinta. No quisiera que mi memoria de la ciudad/río se
quedara en silencio, así que confiando en una larga vida empiezo a despedirme
como si me fuera.
Catón por Kayayán. |
Como si me fuera, como si me estuviera
yendo de la ciudad de Catón, y en él pienso para escribirlo. Convoco a estas
páginas al bueno de Catón. Porque Catón sabía, precisamente, de partidas
tristes, de partidas dolorosas como ahora imagino, y sin embargo, ahí estaba
siempre, de acompañante, de compañero: “ser compañero”, y ahí la primera
palabra desafío entre los seres humanos: compañero, el otro. Si parece verbo
difícil de conjugar, pero el bueno de Catón, que de tanto vivir al margen
entendió por dónde pasaba la contención, fue compañero de muchos muertos de la
ciudad/río. Acompañó mientras vivió, y estoy seguro de que lo sigue haciendo. Y
entonces, si lo sigue haciendo, me digo, que me lleve él, mi amigo Catón, el
personaje de mi libro inacabado, la figura que tentó mi imaginación desde que
llegué a Gualeguay. Claro que para que me lleve Catón, para tenerlo de sana
compañía, porque a nadie molestaba, porque le gustaba tomarse la copa de vino,
y reírse rodeado de sus amigos del otro mundo, decía, para que me “busque”,
debería morir en Gualeguay. Y morir de muerte definitiva, no cómo esa muerte
que tan bien señalara el Gordo Pichuco, esa muerte que nos va matando de a poco
cuando se van yendo los amigos. Morirse de a poco, pensaba Troilo, para que
cuando llegue la vuelta última de la calesita del final, en el paisaje del
final, muriera aquello que quedó de nosotros. El dolor y la tristeza llenando la
copa de “tristismo” existencial, un estado que puede llevar al hombre a un
estado de muerte diaria, algo así podría tratar de explicarle a Catón, pero me
diría: “No, hermanito, muerto es el que está en el cajón, mirá qué suerte tuvo”.
Claro, porque cuando uno muere, deja de pensar. Recuerdo al escritor peruano
José María Arguedas, comenzó avisando en su novela “El zorro de arriba y el
zorro de abajo” que cuando terminara con la escritura, se pegaría un tiro; y lo
hizo. Eso es estar muerto, diría Catón; eso es tenerla clara.
Si me fuera de la ciudad/río de
Gualeguay correría a abrazarme con el jacarandá joven que crece en el fondo del
terreno, cerquita del espinillo. Nunca antes había estado tan atento al
crecimiento de un árbol, nunca había plantado uno, sí había escrito un libro, y
sabía de la maravilla de ser padre, desde que Julia empezó a enseñarme tantos
secretos de la vida, tantas sintonías de la vida de las que no tenía noticias.
Decía del jacarandá que lo abrazaría si me fuera a otro mundo, si saliera de la
chacra gualeya, porque en este amigo, en sus raíces, tenía pensado enredar mis
cenizas, cuando ya Catón hubiera hecho lo suyo. Entonces, si me fuera, se
quebraría la poética disposición para el pos parto.
Hace un tiempo escribí Catón, un
bosquejo de mi amigo:
“La verdad es que nadie, en la
ciudad/río de Gualeguay, supo jamás por qué Catón tenía la costumbre de
acompañar a los muertos. El lector del Chacho Manauta bien puede asociarlo con
la figura de Jacobino, en este caso, un hombre común que supo ser llevador de
almas en un cuento.
Catón, un personaje con cara de perro
egipcio, una especie de barquero griego, un pobre y algo más en una ciudad del
interior, una aldea entrerriana que el cronista cree, cuando se trata de
memoria, tiene mucho más de río que de ciudad.
La memoria no es perfecta, por eso nadie
sabe por qué razón a Catón se le daba por acompañar a los muertos al
cementerio.
La voz de los gualeyos lo señala como
nacido en los primeros años del 1900. Esa misma voz lo da por muerto allá por
el 70. La familia de Catón estaba formada por doña Felisa y don José. Hubo
varios hermanos. Salvo papá José, que murió en la casa de Pancho Ramírez y
Salta, los demás, y Catón, el primero, murieron en la casa de 25 de Mayo, cerca
del río, donde la familia se refugiara a principios de los ’40.
Catón tenía casa y una madre que se
preocupaba por él, pero la mayor parte de su tiempo lo pasaba en las
escalinatas de la iglesia San Antonio. Sea por los bautismos, porque los
padrinos tiraban monedas entre los pibes, sea por los acompañamientos que
pasaban camino al cementerio: Catón era presencia infaltable, y engranaje
esencial. De mañana, temprano, salía de su casa, y rumbeaba para las
funerarias, Otegui y Amerio, en busca de información; desayunaba gratis en el
bar Irún; y en los momentos libres, antes de la llegada de cada muerto, hacía
mandados para los vecinos. Llevar y traer para ganar la moneda que le permitía
fumarse algún cigarrito, que compraba en los kioscos de Buotto o Carbone en la
plaza Constitución, o tomar la copa de vino en el bar Údine. Recuerda una dama
que niña fuera en los años 50: Catón tomaba tragos muy cortos de vino, en la
mesa de la ochava, muy contento; sonría, como si estuviera acompañado. Golpeaba
el vaso contra la madera.
El cortejo avanzaba por calle San
Antonio. Coches tirados por caballos sobre el granitullo: tordillos adornados
con plumero blanco para los solteros, tordillos con plumero negro para los
casados. Es sabido por el cronista que Catón acompañó muertos durante su vida,
solo hasta que la modernización de las funerarias comenzara con el descarte de
los caballos. Catón hablaba a los caballos al oído, en secreto. Cuando supo que
en poco tiempo más ya no habría caballos en los acompañamientos, el llevador se
dejó morir. Después, así se escuchó en la noche de cierto boliche, continuó
acompañando, pero desde otro lugar. Por lógica, ya no salía de la casa de 25,
sino que bajaba de la copas de los altos eucaliptos del Parque Quintana, lugar
donde moran las almas de los que eligieron quedarse en la ciudad/río. Sabe el
gualeyo atento a los misterios que luego de la muerte hay que optar: se queda
el buen fantasma en su aldea para trabajar la memoria entre su gente, o parte
hacia los confines de la naturaleza. De ocurrir esto último, se cortan las
amarras de un bote que encara por el centro del Gualeguay. Aunque se comentaba
antes de su muerte, al parecer Catón se ocupó del viaje hacia los confines
cuando él mismo fue un muerto. Entregaba, entrega, ofrece al pie del bote,
medio jarro con agua y una galleta para el viaje.
Acompañó a todos los muertos; no
importaba si era pobre o rico, si era alguien conocido o un gualeyo cualquiera.
El vecino Luciano Gamboa recuerda cuando llegó la barca que traía los ataúdes
del doctor Bartolomé Vasallo y su mujer; el famoso cirujano tenía panteón en el
cementerio de Gualeguay. La barca amarró en el mismo lugar donde paraba El
Chingolo, el barco de la fruta. Catón esperaba a los muertos de ese día, fue a
principios de los ’40. Siempre se acercaba al que ordenaba los movimientos.
Preguntaba -hablaba mordido, trabado: ¿Quién es el finadito?, y se guardaba el
nombre en la memoria. Luego caminaba adelante del cortejo. Avisaba en los
comercios que se acercaba un muerto.
Era alto, llevaba gorra, vestía saco
eterno, cortas las mangas, y pantalones largos, que también le quedaban cortos.
Así lo habrán enterrado.
Cuenta el vecino Gamboa que una vez él
iba de compras a Casa Bisso, y vio un fúnebre con caballo que iba al trote; no
hacía falta que fuera despacio. Gamboa preguntó a Cuarto Litro, un personaje
gualeyo de corta estatura que iba en bicicleta como Gamboa: ¿Quién es el
finado? Catón, fue la respuesta. Siguieron el fúnebre hasta el cementerio y
ayudaron a bajar el ataúd.
El músico gualeyo Omar Morel escribió ‘Lo
que el tiempo se llevó’ hace unos treinta años: ‘Quiero evocarlo a Catón / con
ternura y emoción / él que acompañaba a todos / y a él nadie lo acompañó’.
Catón se quedó solo en el silencio del
cementerio. Al menos hasta el día siguiente, cuando llegó su perro hasta la
tumba y restableció la huella en la otra vida”.
Un poeta diría que hasta el paisaje
podría llevarse Catón. Habrá que ver. Y hablando de llevar: no me llevaría muchos
amigos y lugares, pero seguro, ella, mi hija Julia, estará a mi lado, siempre,
por ejemplo haciéndonos “naricitas”, el roce de amor entre la nariz de ella y
la de papá, como cuando era bebé, como ahora, que ya tiene más de seis, y se
acuerda de ese, uno de nuestros encuentros mientras vivimos en el tiempo.
Se debe agradecer siempre: gracias a la
ciudad/río de Gualeguay y su buena gente.