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Cachete en los días del rancho. |
La memoria
adopta infinidad de apariencias para permanecer al alcance de aquellos a
quiénes interesa la mirada al pasado. El cultivo a conciencia de la memoria es
la única manera de construir un presente, y un futuro. Hay que tener en cuenta
el ayer sin que esto signifique la permanencia en el lamento: todo pasado fue
mejor, y tampoco andar a moco tendido mirando fotos en sintonía melanco. La
memoria es el resguardo de la vida. Ojalá todos pudiéramos entrar en su sintonía.
Es posible descubrirnos
construyendo memoria en inesperados encuentros con objetos de las más variadas
procedencias, con los más simples utensilios cotidianos; hay memoria en las
historias escritas por los cronistas, y en las historias contadas por los
vecinos del barrio o de la ciudad. La tradición oral es memoria y por tanto,
mientras no se consignen estas historias en el papel, esa memoria tiene la
apariencia del aire. Decimos “aire”, y sobreviene el pensamiento ineludible: la
inmaterialidad. Vengo de un barrio de Buenos Aires: Boedo, y sobre estas
cuestiones del recuerdo, hay un poeta amigo: Rubén Derlis, que anotó en uno de
sus libros: “Guía para vagabarrios”, lo siguiente: “Por las calles de Boedo lo
invisible permanente rebasa de emociones el alma, hay que sostener muy fuerte
el corazón, amarrarlo a la hombría, para que las palabras vueltas poemas en
cada esquina no le desacomoden peligrosamente los latidos, porque este es
esencialmente un barrio para sentir. (...) En este barrio, casi no quedan cosas
materiales que palpar, talismanes porteños de invocación para acercar la magia:
la puerta y el cancel de la casa donde habitó un pintor, el café convocante de
los últimos y veros bohemios, la mesa predilecta del poeta junto a una
hiniestra inexistente. (...) Quedan escasos lugares visibles de aquellos que
cobijaron a los tantos nombrados (...)”. Se abre entonces un costado de la
memoria: “lo invisible permanente”, y dentro de este paisaje se guardan los
relatos orales de los hombres, la historia chiquita que le da sostén a la
grande. Siempre recuerdo la novela “El infierno” (1908) del escritor francés
Henri Barbusse (1873-1935). En ella hay un hombre moribundo. Lo cuida una
enfermera en una habitación de hotel. El hombre decide contarle a quien lo cuida,
su historia de amor: para que esta siga un tiempo más sobre la tierra. Le
transfiere su recuerdo en un impulso por ganar un tiempo más de “eternidad”.
Es la eternidad,
su posibilidad soñada, la que muchas veces atenta contra el recuerdo, porque pertenece
a los hombres la tentación de confiarse: si hoy estamos, mañana también. Error.
Es riesgoso dejar para mañana el ejercicio de la memoria. Y aún más cuando esa
memoria tiene que ver con un vecino que gustaba de habitar el territorio del
arte.
Hasta aquí está identificado
“lo invisible permanente”, pero antes de llegar a esta categoría, existió lo
visible, lo material que acompañaba, que hacía de soporte al relato: un
escritorio, un pincel, una lapicera, una casa, un rancho. Y entonces la
pregunta: ¿por qué cuesta tanto mantener la condición material de sitios relacionados
con la esencia humana e histórica de un barrio, de una ciudad?
En mi nota anterior:
“Pinceladas sobre la ribera de Antonio Castro”, anoté lo escrito por Nidya
Rampoldi en su libro “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009), sobre el
rancho (de fines del siglo XIX) donde Castro se encontraba con otros artistas: Cachete
González, Carlos Cúneo, los poetas Veiravé y Morabes, entre otros.
Este dato quedó
picando entre mis pensamientos. Consulté a Deolindo Romero, una de las memorias
andantes de Gualeguay. Recordé que él me había hablado del rancho de Cachete
González. Caminé hacia él, está a dos cuadras y media de mi casa.
¿Qué historias
guarda dicho lugar?, el escultor Carlos Cúneo da detalles en un texto enviado a
Nidya Rampoldi, Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra, los autores de “Formas
y colores de Gualeguay” (2004): “El rancho: Un cuñado le cede a Cachete una
precaria vivienda para vivir, Roberto viene a invitarme para hacer ‘nuestro taller’.
Trasladó su cama, unos modestos enseres y comenzamos así la historia del
rancho. Una sola noche durmió Cachete allí, pero por varios años fue nuestro
lugar de trabajo, reunión y refugio de amigos. Debajo del rancho que prolongué
y debajo de él, armé mi taller de escultura.
Por aquel tiempo
Cachete viajó a Buenos Aires, visitó a Quirós, le mostró algunos trabajos y
regresó sin lograr ser su discípulo, tampoco se lo pidió. Salíamos a dibujar
por las tierras blancas, la gente, los ranchitos, los caballos eran nuestro
objetivo y el río, punto final de la travesía. Cachete viajó a Paraná, donde sí
aprendió alguna técnica de pintura, y logró una beca del gobierno de Entre
Ríos, para visitar Europa.
Al rancho
llegaban visitantes y se establecían improvisadas reuniones, de ellas recuerdo
una discusión entre Badaracco y Morabes sobre aquel párrafo del ‘Demian’ de
Hesse ‘Quería tan sólo intentar vivir todo aquello que brotara espontáneamente
de mí, ¿por qué habría de serme tan difícil?’. Badaracco sostenía que si todos
aplicáramos semejante pensamiento, la sociedad humana sería un caos. Morabes le
decía que Cachete y Carlos eran existencialistas y sin embargo no había ningún
caos a la vista.
En el rancho
modelé el bajorrelieve que está en la base del monumento a San Martín, el busto
de Urquiza que está en el patio de la Municipalidad, un busto de Irigoyen que se
encuentra en el cementerio, otro de Segundo Gianello, uno de Veiravé, otros que
escapan a mi memoria.
En uno de los
constantes viajes de Roberto a Buenos Aires decide quedarse, por aquel entonces
yo sentía agotadas mis posibilidades de hacer algo nuevo. Abandoné el rancho,
sin retorno”.
El rancho parece
estar vallado por árboles y plantas. Está al fondo del terreno. La calle:
Intendente Quadri al 200. Es el rancho de la foto que aparece en el libro de
Rampoldi, pero en él hay algo nuevo. No creo que esté habitado, solo guarda la
apariencia de refugio posible. Una vecina me cuenta que la propiedad pertenece
a gente de Buenos Aires que viene de vez en cuando. Lo nuevo, lo distinto, es
que creo que ha empezado el proceso de transmutación debido a la trampa
mencionada de dejar la memoria para mañana. El rancho de Cachete González y sus
pares se está despidiendo de su condición de memoria material, tangible, retratable,
todavía se le puede sacar fotos, todavía se lo puede bocetar. El rancho va
camino a ser tomado por la tierra, por los árboles y las plantas: la
naturaleza, que también es memoria, pero de otra frecuencia, terminará con esta
presencia que hasta hoy tenemos a mano. El rancho está en tránsito hacia “lo
invisible permanente”, a menos que nuevas manos humanas acondicionen los
rincones, el lugar donde estuvo la cama donde Cachete durmió solo una noche,
donde Cúneo moldeó tanto busto de personajes políticos y poetas. ¿Es que se
puede salvar esta memoria?, ¿es que a alguien le interesa extender el tiempo de
esta memoria material sobre la faz de esta tierra gualeya? Mañana se podrá
decir que acá, sobre esta calle lateral estuvo el rancho donde un grupo de jóvenes
soñaba con el arte, y estará bien. En Boedo lo practicamos. Pero por qué no
darle al ladrillo y la madera la oportunidad de una nueva vuelta por el
universo. Miraba la puerta y pensaba: Por ahí entró Cachete: mi querido buen
fantasma, que es mi amigo desde Buenos Aires, desde que planeaba mi vida en
Gualeguay. Estoy parado frente al rancho. Escribo sobre el rancho que se hace
tierra. Me pregunto por los gualeyos: ¿están dispuestos a que avance la última sombra?
Parado frente al
rancho reviví un recuerdo infantil. La casa de mis padres está en el oeste de
la provincia de Buenos Aires. La localidad lleva el nombre de Martín Coronado
(1850-1919) porque este escritor, dramaturgo y poeta, uno de los padres del
teatro argentino, vivió en ese territorio.
Yo tendría unos
ocho años. Había unas quince cuadras hasta la casa de mi abuela Eufemia. En un
lugar de ese trayecto pasábamos frente a una casita de porte modesto. Recuerdo
que suelto la mano de mi mamá y corro hasta un alambrado que está prácticamente
cubierto por una enredadera. Entre las hojas y las flores de un color violeta
descubro con mis dedos el alambre. Veo la casa. Está pintada de un rosa sucio y
su techo es de tejas. Al frente tiene una especie de galería de techo de chapa;
la sostienen tres o cuatro parantes de madera. La puerta y las ventanas son
viejas. Todo es viejo, otra época. Después, supongo, habré mirado a mi papá.
Una manera de decirle que me gustaba mirar la casa del escritor. Desde muy
chico me acompaña ese conocimiento. Un escritor, como un pintor, es una persona
especial. Abrí los ojos en una casa donde había dos bibliotecas. Mi papá es
artista plástico, y tenía amigos y conocidos que también eran artistas. Mi
abuelo paterno, Julio Martín, escribía poesía. Desde muy chico sé que la casa de
un escritor no es una casa más, aunque en verdad lo sea. Por esta razón sentía
respeto por la casita rosa. Llegó el momento en que dejé de verla, primero
porque ya no hizo falta visitar a la abuela Eufemia, y porque después fue un
imposible. La casa guarda un lugar en mi memoria. Siempre la veo, siempre
vuelvo al alambrado y la enredadera. Ella es hoy parte de “lo invisible
permanente” de Martín Coronado, y en su caso ni siquiera hubo tiempo para la
transmutación, ese tránsito en medio de la decadencia y la distracción. No,
sólo hizo falta la orden de demolición en los primeros años de la década del 80.
Cuenta Carlos
Cúneo: “Una vez que caminábamos por las tierras blancas con Cachete, como era
nuestra costumbre… Compré cinco bagres; volviendo compramos papel madera,
orégano, ají molido, vino. Los hice a la parrilla, envueltos en el papel muy
bien ataditos por las puntas. Se sabe cuando están cocidos porque se ve que
burbujean en el interior del papel. Cuando estuvieron, le sirvo a Cachete y
comemos. Pasa un rato y Cachete me dice: ¿Me das otro paquetito?”.
Me gusta
imaginar que comieron esos bagres en la galería que el rancho todavía tiene al
frente. ¿Me das otro paquetito?: de años a la vista, de años materiales, de
años para que mis buenos fantasmas sigan discutiendo sobre los caos diversos
que debe y deberán afrontar los hombres. Cualquiera sea el calibre del caos
amanecido, se sobrelleva mejor si se sabe de los aromas de la memoria: una
damisela con infinidad de apariencias.
Cuando le
contaba a Marisa González, hija de Cachete, lo referente al rancho, me comentó:
“Está enfrente de la que era su casa, que es la casa donde hay
un almacén. El portón de al lado es donde vive su hermana Aurora, al 221 de
Intendente Quadri. En la esquina vivía Vicente Cúneo. Ese ranchito lo conozco
de verlo siempre, porque ahí vivió una señora muy viejita que se llamaba Ana. Ese
predio era de los Tafarel, vendedores de leche que traían directo del campo. Cada
uno llevaba su jarro. ¡Qué tiempos aquellos! ¡No sabía que ahí pintaba mi
viejo!
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