Es un desafío, y
a la vez una necesidad para algunos escritores que gustan de encontrarse con
las vivencias de otras épocas, tratar de contribuir a la memoria. Hay en
aquellos osados y necesitados, una pulsión existencial que abreva en la
apariencia de la ausencia. Ellos están avisados de esa apariencia, y por eso la
dejan de lado. Saben que siempre es posible rescatar un nombre, una fecha, un
título, una idea. Es una tarea para los que están consustanciados con las
historias que todavía, aun en estos tiempos, respiran en la tradición oral. Es una
tarea para los que saben de buscar en los libros cuyas páginas se van enterando
del inexorable paso del tiempo: papeles con veinte, treinta, cincuenta, o una
eternidad de años: hombres con cuarenta, sesenta, ochenta, eternos en sus
historias, eternos en los momentos, cuando decididos, hacen memoria; y hombres,
finalmente, que eternos siguen de ronda memoriosa desde el mundo de los
muertos. Lo mismo ocurre con la música, con los lugares. Ocurre con el tiempo
mismo, con la luz, con la sombra, con nosotros.
Mientras
tratamos de hacer la vida, la presencia de ellos: los trabajadores de la
memoria, del resguardo. Ellos: los que cada día viven el presente anclados de
manera saludable en el pasado, única manera de mirar y construir un futuro.
Ellos: los entrevistadores, los cronistas de sueños, los que trabajan los
mojones imprescindibles para alzar el relato de un barrio, una ciudad, una
provincia, un país.
Desde mi oficio
de periodista creo haber contribuido a la memoria de mi ciudad de origen,
Buenos Aires, desde el periódico “Desde Boedo”; y lo mismo intento con mi
ciudad adoptiva, Gualeguay, desde las páginas de “El Debate Pregón”. En todas
las historia gualeyas que hasta ahora pude contar, el lugar, la pertenencia a
su tierra del hacedor de cultura es fundamental. No hay poeta que no se haya
enterado de la existencia del río, no hay plástico que no se haya acordado de
su gente, no hay trabajador de la cultura que no sepa de los nombres notables que
lo anteceden en su tarea. Diría que hay un impulso natural hacia la memoria.
Hace pocos días terminé de leer “Crónica de medio siglo” de Emma Barrandéguy,
una memoria muy sustanciosa de una Gualeguay pasada. Ahora leo “Habitaciones”,
también de Emma, y ahí también se construye memoria, es decir, las distintas
memorias que hacen “la memoria”.
El recorrido
hecho en las líneas anteriores nace de pensamientos amanecidos a partir de una
última lectura: “Hermanos de patria y cielo. Misceláneas montieleras” (2014) de
Roberto Alonso Romani.
Anoto que el
libro es una sustanciosa memoria de la provincia de Entre Ríos. Que las
historias contenidas son madres de otras historias; que los libros y los
escritores citados invitan a otros libros, a otros hombres. Hablo de un libro
que entrega señales sobre el origen, y una y otra vez invita al recuerdo.
Historias de distinto palo, podrían pensar los alumnos de una escuela, y de
esta manera ya habrían aprendido el significado de la palabra “misceláneas”, y
después podrían saber de la
Selva de Montiel, y agregar al vocabulario: “montieleras”,
como término hecho extensivo para que sea sinónimo, en clave poética, de toda una
tierra. Digo “sustanciosa memoria” porque enseguida pensé en jóvenes lectores.
Romani cuenta su tierra y ofrenda la memoria de su gente a un destinatario
principal, precisamente: su gente.
En “Hermanos…”
aparecen algunos nombres de personajes históricos, habitantes de la historia
grande: Tomás de Rocamora, José Artigas, Manuel Belgrano, José de San Martín, Bruno
Alarcón, Francisco Ramírez, Justo José de Urquiza, el gaucho Rivero, Ricardo
López Jordán. Luego de este primer movimiento emparentado con el origen del
lugar, la patria, el autor se suelta para andar anotando nombres más o menos
conocidos que tienen que ver directamente con el quehacer de la cultura en la
provincia: músicos, escritores, maestros, actores, nacidos en los distintos
lugares de esta tierra (Fray Mocho, Camila Quiroga, Blackie, Osvaldo Dragún), o
de personalidades que en un momento de su vida se relacionaron con ella (Eva
Perón, Rosario Vera Peñaloza, Emilio Berisso, Jorge Luis Borges, Antoine de
Saint Exupéry). De esta manera Romani va armando un mapa de gente que gustosa
le entraba a los sueños. Utiliza como herramienta el capítulo corto: es dueño
de una acertada manera de conceptuar personajes en pocas palabras. Como mejor
resumen del libro y de la intención de su autor, cito una línea escrita por el
maestro Ernesto A. Bavio, uno de los personajes de quien se ocupa Romani: “El
hombre ama, por un sentimiento natural, el pueblo donde ha nacido. La obra del
maestro consiste en cultivar, escuchar y robustecer este sentimiento…”.
Es un libro
habitado por la poesía, muchas veces el autor se identifica con el sentir de
otros poetas y utiliza sus palabras (Tuky Carboni, Antonio Esteban Agüero, Paco
Urondo, Carlos Mastronardi, Juan L. Ortiz, Marcelino Román). Un libro habitado
también por pensamientos de muchos escritores (Juan José Manauta, Arnaldo
Calveyra, Sylvia Iparraguirre), y habitado finalmente por una cantidad de
personas que Romani rescata de debajo de la sombra del gran árbol de los
notables de la provincia (Agüicho Franco, Gaspar Lucilo Benavente). Conocí de
esta manera a muchos poetas, escritores, músicos, maestros, trabajadores de la
cultura cuyo laborar no ha quedado tan a la vista, y conocí gente que
simplemente vivió su vida de manera generosa (Anacleto Bernardi).
De cada uno de
los hacedores convocados, el autor consigna nombre de la madre y el padre, y si
la hubo: cuál fue la escuela. Romani tiene claro que ahí empieza la memoria de
la sociedad: en las raíces.
No conocía al
escritor Martiniano Leguizamón (1858-1935), nacido en Rosario de Tala, autor
de: “Recuerdos de la tierra” (1896), “Montaraz” (1900), “Alma nativa” (1906), “De
cepa criolla” (1908), “La cinta colorada” (1916), y su último libro “La cuna
del gaucho”. Escribió en 1910 sobre “Los gauchos judíos” libro del escritor
Alberto Gerchunoff (1883-1950), otro memorioso de Entre Ríos: “Su lectura ha
renovado el recuerdo de los paisajes y aromas de una región que vive entre mis
mejores recuerdos de la infancia. Son flores de mi tierra que viene a brindarme
un artista; sabores y coloridos bocetos que describen la vida íntima de las
colonias judías, que fueron a trazar los primeros surcos en el linde de
Montiel”.
Supe de la
existencia de la violinista Celia Tomasa Torrá Urbach (1884-1962), nacida en
Concepción del Uruguay. Fue la primera mujer que dirigió en el Teatro Colón de
Buenos Aires. Es autora de: “Rapsodia Entrerriana”, “Suite Incaica”, y “Sonata
para piano en La menor”.
Nada sabía de
José María Díaz (1916-1998), docente y escritor de Paraná, que dijo en una
intervención en el Fogón Entrerriano de Cerrito: “Es de buenos hijos recordar
el hogar donde recibimos la existencia, donde el alma halló los primeros
impulsos, las primeras lecciones con todo lo cual se inicia la maravillosa
aventura de la vida. En el tiempo se vuelven los ojos y aquella casa, aquellos
seres que nos dieron la totalidad de su espíritu, cobran un relieve transparente
y viven más allá de la conciencia”.
Romani me cuenta
del cura gaucho Luis Jeannot Sueyro (1917-2008), nacido en las chacras del
Gualeyán. A los 90 años recordó su infancia: “Tuve el honor de haber nacido
chacarero, hijo de un agricultor francés. Tuve el dolor de ver llorar a una
mujer porque sus hijos tenían que irse, porque no había lugar en la chacra. Esa
mujer era mi madre. Y junto a ella, juré consagrar mi vida, para que no hubiera
más madres que tuvieran que llorar como Esperanza Sueyro”.
Atahualpa
Yupanqui es otro de los convocados. Atahualpa escribió: “Cerca del río
Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instalé. Era un rancho típico, torteado de
barro y cueros contra la humedad, en plena selva entrerriana. Tenía un
doradillo orejano, animal nuevo y muy voluntario. Tenía la necesaria soledad. Y
el río tajando el monte. Y todos los pájaros cantores tendiendo en la niebla de
las mañanas sus trinos abiertos”. Un recuerdo agradecido con el paisaje de los
días. A continuación Romani consigna un dato nuevo. Yo sabía del levantamiento
de los hermanos Kennedy a través de la novela y la charla con el escritor
Daniel González Rebolledo. La información es la siguiente: “Antes de participar
del levantamiento de los hermanos Mario, Roberto y Eduardo Kennedy en La Paz, el 3 de enero de 1932,
‘don Ata’ estuvo en Lucas González (…)”.
En “El canto
profundo en la raíz del agua”, texto donde aparecen poetas dando pista de su
música dedicada al Gualeguay, encontré los nombres que uno sabe que no pueden faltar:
Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, y entre los nombres nuevos para mi memoria
encontré poesía de Miguel Ángel Federik, de quien conocía su esencia poeta a
través de un poeta amigo, el Teuco Castilla, que me avisó: En Villaguay vive mi
amigo. Federik escribió: “Cuando baje el Gualeguay; / cuando recobren su
sintaxis las urdimbres del sauce / las palabras serán piedritas de colores en
la orilla. / Cuando música y eco de palas de remos / de canoas invisibles
reverberen entre vapores y colinas, / cuando baje el Gualeguay”.
El libro guarda
un apartado en el final: “Noticias del poeta”. Unas palabras de Héctor Tizón
abren el juego: “Narraré aquí lo que mi memoria evoque de mí mismo, de mi
propia vida o de las ajenas, muy prójimas y queridas. Nada ni nadie puede
reprimir los recuerdos que iluminan de pronto aquello que creíamos perdido y
desaparecido. El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está
muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”. Romani propone un puñado de
memorias, y entre ellas elijo “Tristeza en el cielo de Pehuajó”: “El día que
murió mi padre yo cumplía 56 años. Nunca imaginé escribir esta página, con las
manos frías de soledades, los ojos nublados y el corazón en falta”. Más
adelante: “Hoy, cuando el dolor de su adiós sigue siendo una grieta de invierno
en mi alma de soledades y vigilias, comprendo con González Tuñón las palabras
de mi padre: ‘Toma este mundo, es tuyo. Te lo entrego. El oficio de hombre es
bello y duro. Digno de ser vivido y defendido. Y superado y transformado. Y andado
por caminos de amor hacia la aurora, en los días risueños y en las tristes
jornadas’”.
En el último
texto del libro el autor nombra el abismo del presente, algo entendible, luego
de tanta memoria: “El hombre que cuenta la historia es hoy un resignado
propietario de la nada que, de a poco, se acostumbró a reparar los gastados
inviernos del pasado con una mueca de felicidad y engaña todos los días a los
espectadores de la guerra.
Si alguno de
ustedes desea saludar al autor, deberán dirigirse al pie de la calesita, antes
que arranquen de nuevo los solitarios duendes de la infancia”.
Un final de poeta para esta memoria.
uat
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