La poeta Tuky
Carboni me contó que Emma Barrandéguy decía “que ella no tenía imaginación, que
escribía sobre la vida que había tenido”. Después de leer parte de su poesía y
de su prosa, entiendo que la afirmación es veraz. Alguien puede afirmar que
desde el momento mismo en que el escritor revisa su vida y trata de contarla,
el relato nacido contiene una especie de estigma ficcional, y que esto atenta
contra una supuesta pureza biográfica. Este pensamiento es atendible, el mundo
de lo literario es amplio, pero no creo que esta posible pátina de ficción
tenga el suficiente peso como para sospechar de un relato que se funda en la
idea simple de ser veraz. Cuando un escritor trabaja por compromiso ético: con
su oficio, con la pulsión existencial de su escritura, sabe que su mundo se
manifiesta a través de una motivación poética: su guía. Dicha motivación se
afirma en una libertad, también poética, que se funda en el intento sincero de contarse
y de contar sus alrededores. Los escritores que habitan esta sintonía creativa no
piensan en la mentira, en el descalabro de las historias, en las conspiraciones.
El escritor que se cuenta elige también la sintonía de exposición: a veces
disimulando un poco las pistas, otras hablando en directo, y en otras tantas
siendo parte de numerosas criaturas: todo escritor posee en esencia el impulso
de contribuir a una nueva criatura del doctor Frankenstein: él es su propia
carne. De esta manera se construye una obra sincera.
Emma no escapa a
ello. Se muestra un tanto en las sombras en las páginas de “Crónica de medio
siglo”, en primer plano en “Habitaciones”, y con seguridad ha sido una y tantas
personas: todas nacidas en la encrucijada de los días y la tinta.
Irma Iruleguy es
el alter ego desde donde Emma cuenta en “Crónica de medio siglo”. Cuenta su
familia, sus historias ciertas, y las transforma en literatura, apenas
disimuladas por otro nombre, otro apellido. En el capítulo “Aquí está el río,
como le ve Irma” ha muerto Jorge, hermano menor de su padre: Heriberto (nombres
reales). Luego de referir los hechos: Jorge muere ahogado en el río, hace una
descripción de la misteriosa presencia del Gualeguay: “Es de estos desatinos,
de estas audacias, de estas imprudencias, me digo, de donde el Gualeguay se
cobra sus víctimas. Nadadores expertos enredados en las raíces del fondo,
bisoños que se arriesgan demasiado, otros que quieren cruzarlo a pie cuando el
agua dá al pecho. El Gualeguay es como todos los ríos de aquí; frente a un arenal
hay siempre barrancas; donde hay barrancas el río se profundiza; por el medio
corre siempre fuerte, inesperado por debajo de su aparente calma. No se hace
pie, aparece el cansancio de nadar contra la corriente, sobreviene un calambre
imprevisto. Y todos los años lo mismo. El río se cobra sus ahogados, casi
siempre jóvenes, aquellos audaces o confiados que desconocieron los
traicioneros ‘remanses’ o clavaron su cabeza en el barro engañados por su
supuesta profundidad, o los que no temieron sus lentas digestiones o comieron
sandía y se largaron. ¿Qué más dá? El Gualeguay necesita su veraniega cosecha
de vidas, para que no crean que solamente se ocupa de hacer curvas o criar
carpinchos en las orillas. De vez en cuando un pescador borracho deja también
su esqueleto en el río. ¿Cómo pudo ser? Tal vez la magia de la noche, ninguno
lo sabe. Como tampoco se sabe cómo murieron las chicas que se bañaban desnudas
en el plenilunio. El Gualeguay no cuenta sus hazañas. Transcurre nomás entre
sauzales anchos mientras el silbo de los pájaros en los atardeceres alerta
sobre la belleza de la tarde, la crueldad del cazador o el silencio de la
yarará que trepa sus barrancas cuando llega la creciente. Y bagres, tarariras y
moncholos saltan a la superficie del Minguerí rompiendo el silencio de la
siesta, mientras cardúmenes de sábalos remontan las bocas de los arroyos como
un desfile ordenado de nueve de julio. El Gualeguay invita a sus aguas. No le
temamos si se pisa su arena firme, pero si no se hace pie, hay que conservar la
fuerza de los brazos y la mirada atenta a los remolinos que acechan”.
Quería conocer
más de la vida de Emma, saber de qué manera había vivido, cómo era en persona; quería
saber alguna pista más para quizá poder descubrirla en los libros que me falta
leer. Este trabajo extra no es necesario, en mi caso la curiosidad es
deformación profesional: periodista y escritor que intenta ser. Fui entonces a
visitar a Tuky Carboni, hija literaria de Emma.
Sabía que Emma
vivió muchos años en Buenos Aires, quise saber del regreso: “Ninguna de las dos
hermanas Barrandéguy tuvo hijos. Lucía ni siquiera se casó, era muy diferente a
Emma. Cuando la mamá se enfermó, la cuidaron entre las dos. Después de su fallecimiento,
Lucía se quedó sola, y Emma se sintió en la obligación de venir por lo menos
cada quince días. Yo conocí a Emma durante esas visitas, estaba tres o cuatro
días y se iba. Se radicó en Gualeguay por el 90/91. Vivió con la hermana”.
En un momento
Tuky dice: “Se enamoraba de cualquiera, eran amores platónicos”. Fue inevitable
hablar de su libro “Habitaciones”: “Recuerdo que cuando ella me dio a leer los
originales le pregunté si yo conocía a alguno de los personajes. A dos, me dijo.
Yo había ubicado a Angélica y Florencia. El final de ‘Habitaciones’ es pura
ficción. Ese final sangriento en que muere Florencia es porque Emma la quería
eliminar de su vida, la hizo sufrir mucho. En cambio Angélica murió en
Gualeguay. Se vino a vivir después de que Emma se volviera. Vivió cerca de Emma,
y ella la atendió hasta el final. Era mucho mayor: una mujer muy interesante,
había sido pianista, sabía mucho de filosofía”.
La vida y la
literatura hacían cauce único en los días de Emma: “La madre de Emma era
apellido Solimano, eran once mujeres. La séptima, Úrsula, cargó con la leyenda del
lobizón. Le hicieron la vida imposible, fue tremendo lo que pasó. Emma la
quería mucho porque era una persona muy dulce y permisiva. A Emma no la dejaban
leer ciertos libros de la biblioteca de su abuelo, y ella no los alcanzaba
porque estaban altos, entonces la tía se los bajaba y se los daba para que ella
leyera sin restricciones. Fue su aliada hasta que falleció cuando Emma tenía
dieciséis años. Le gustó mucho ‘La yegua blanca’ de Daniel González Rebolledo
porque estaba bien escrita y porque era algo que había vivido en carne propia”.
Escribir literatura
con lo sucedido en la familia, en la calle, aquí una muestra más de su arte en
“Crónica de medio siglo”. Irma Iruleguy mira desde un balcón de un hotel
cercano a Callao y Corrientes, Buenos Aires. Tiene 19 años. La acompañan las
hermanas, sus padres. En un momento deciden bajar y mezclarse con la multitud.
Del capítulo “El entierro de Irigoyen”: “(…) La calle es un hormiguero. El
cajón se bambolea, mil manos se alzan. ¡A mí, a mí! ¡No sean animales, tengan
cuidado, esto no es un paquete! ¡Están todos locos! Silban los pitos de la
policía, que de pronto se siente irigoyenista y no sabe cómo proceder. Hace
horas que vienen tocando pito sin intervenir. A ver si así se amansan, a fuerza
de pito, y meten de una vez el cajón en el fúnebre. Pero el fúnebre viene
muchas cuadras atrás. Aquí la multitud se pasa de mano en mano el cajón; cae al
suelo, se le cae la tapa, cada uno dice lo suyo y todos nos amontonamos para
ver, sin conseguirlo. Desde arriba veíamos el cajón en alto, sostenido por cien
manos, oscilando de un lado para otro, entre un pueblo fanático que dio el
triunfo al irigoyenismo a pocos meses de abatido su caudillo. Un pueblo
fanático. ¿Todos los pueblos son fanáticos? ¿O es que realmente Irigoyen levantaba
banderas de esperanza? Descansan en este momento y el cajón, que ahora apenas
vemos, pasa a otras manos. ¿Cómo harán, me pregunto, para pasarlo de unas manos
a otras? ¿Lo dejarán en el suelo? Siento comentarios: esto no va a terminar
nunca; falta rato todavía para la
Recoleta… Sí, lo dejan en el suelo, al parecer, o lo inclinan
hasta que brazos nuevos lo rescatan. Todos quieren llevar una de las manijas.
Irigoyen no se soñó esto, dice mi padre, después de las amarguras de Martín
García y de haber perdido lo poco que tenía a manos de las bestias de la Liga Patriótica.
El viejo se expresa con pasión, se deja arrastrar por lo que ve, este hombre
recoleto y misterioso al que siempre tememos y que pocas veces levanta la voz,
hombre al que tal vez advertimos a través de la imagen materna y que en el
fondo es sentimental y tierno, si se lo dejara expresar en libertad. Pero la
época es de cartón y el papá es un hombre acartonado, de cuellos palomita y
bigote largo. (…) Veo asomar lágrimas a los ojos de mi padre, miro para otro
lado dándole tiempo a que se suene la nariz, tomo coraje y lo agarro del brazo.
El cartón desaparece. Ahora somos dos tristes provincianos perdidos en Buenos
Aires, a la deriva en un país que se quiebra, donde en el puerto se amontonan los
desocupados”.
Tuky cuenta una
anécdota: “Emma era desconcertante, ella decía que era amoral, que no tenía
remordimientos. Una vez vino Gustavo García Saraví a presentar un libro. Fuimos varios. Era fin
de mes y yo contaba las moneditas. Me moría de ganas de tener el libro, era de
sonetos, y a mí los sonetos me chiflan. Pregunté el precio y yo tenía la mitad.
Bajo la escalera de la biblioteca, la presentación era en los altos. Y cuando
estoy en el último escalón escucho que Emma me grita: Tuky, Tuky. Me dice:
Tomá, el libro de Saraví. ¿Me lo compraste?, y ella que me dice: No, me lo robé
para vos. Abrí los ojos grandotes, soy bastante mojigata: No me vas a decir que
no está mejor en manos tuyas que en las de él que se sabe los sonetos de
memoria”.
Consulté a Tuky
por los últimos tiempos de Emma: “Emma murió a los ocho meses de morir Lucía.
Cuando volvíamos del cementerio, me dijo: Bueno, misión cumplida, ahora me
puedo morir en paz”. Mi pregunta fue a partir de una intriga. Leí
“Habitaciones” porque Tuky me prestó su ejemplar (hoy no se consiguen sus
libros, están agotados: Emma es emblema de esta ciudad, de esta provincia), y
no pude evitar espiar la dedicatoria en la que leí: “última obra de una vida
inútil”. Por eso pregunté, y Tuky me aclaró que no tenía que ver con su ánimo: “Ella
nunca admitió que era una buena escritora, cuando veía que alguien se acercaba
a ella con la admiración propia del que ha leído y le gustó, ella se
preguntaba: ¿qué andará buscando? Nunca aceptó que era una buena escritora, lo
de inútil es por eso”. Hace unos días Tuky Carboni leyó un trabajo: “Ser detrás
de las palabras” en homenaje a Emma en la sede de la Alianza Francesa Gualeguay: por
el 8 de marzo, Día de la Mujer,
día en que además Emma hubiese cumplido cien años: “El Ser que está detrás de
las palabras de su obra también es notable. Emma era naturalmente graciosa,
ocurrente, generosa con su tiempo, su esfuerzo y su saber. Amaba la libertad:
la propia y la de los demás. Tenía una modestia admirable, una lucidez asombrosa
y una rapidez mental que los muchos años vividos no pudieron opacar”.
Emma, feliz cumpleaños.
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