Una de las caras
de la felicidad es poder contar historias. A pesar del dolor amanecido también
hay felicidad al entrar en la escritura de la novela argentina que cuenta cuál
fue el destino de muchos jóvenes durante nuestra última gran tragedia: la
dictadura cívico-militar. Hay dolor y felicidad en las páginas de “Mirar la
tierra hasta encontrarte” de Hugo Alberto Kofman. Su lectura dispara distintos
estados de ánimo, es un salto al vacío de la degradación humana: uno no se
explica cómo pudo haber seres humanos capaces de tantas atrocidades. Esa
desesperación enseguida se conjuga con el asombro. Kofman anota en la
introducción de su libro: “Se trata del primer hallazgo de enterramientos
clandestinos en un predio militar en la Argentina, a tal punto que en la primera
conversación que tuvimos con un integrante del Equipo Argentino de Antropología
Forense en 2007, luego de presentar la denuncia, habíamos notado cierto
escepticismo. La falta de antecedentes en ese sentido parecía indicar que esa
no era una modalidad que utilizaran los genocidas para hacer desaparecer los
cuerpos de los militantes asesinados”. Y en el capítulo primero: “En marzo de
1985, el Dr. Juan Carlos Adrover, quien había sido presidente de la CONADEP para la zona Norte
de la provincia de Santa Fe, me pidió que fuese a la localidad de Laguna Paiva,
donde me entregarían un pequeño sobre que contenía huesos probablemente
humanos, los que provendrían de enterramientos clandestinos que se habían
realizado en un campo militar de la zona”. Los huesos eran humanos, y los años
registrados parecen una ficción vistos de este espacio/tiempo en que corren
otros aires.
“¿Por qué
tardaron tanto tiempo en volver?”, dijo Juan Marocco en junio de 2006. Sobre la
mesa de la historia aparecieron las leyes de punto final y obediencia debida.
Le pregunto a Kofman por las leyes y los indultos: “Fueron golpes muy duros,
que no alcanzaron para quebrar la lucha, pero sí pensamos que sin un cambio
político iba a ser imposible avanzar”. De juicios ni hablar, hasta que a partir
de 2003, gracias a la decisión política del presidente Néstor Kirchner, el
panorama se dibujó distinto. A ello se sumó la insistencia del periodista
Carlos del Frade, autor de “El Litoral, 30 años después. Sangre, dinero y
dignidad”, publicado a 30 años del golpe del 76.
Sucedió que
Marocco guardaba todos los papeles, anotaciones y planos de los recorridos que
hizo junto a los ex integrantes de la CONADEP y del encargado civil del campo San Pedro:
Carlos Castellano, quien había hecho personalmente la excavación de donde
provenían los huesos.
El asombro gana
la escena. Nadie, desde que Kofman le entregara a Adrover los huesos, había
llegado a hacer denuncia alguna en la justicia. Sólo cuenta la de 2007, cuando
se pudo reunir la información necesaria. Anota Kofman: “Sin embargo, viendo
esto a la distancia, ese hecho, paradójicamente, pudo haber resultado
afortunado, ya que un año después se sancionaron las leyes de la impunidad, lo
cual quizás hubiera dado un espacio para que los militares ‘limpiaran’ el Campo”.
No fue fácil
encontrar a Castellano, terminado el contrato con los militares por el alquiler
de parte del campo, se fue a vivir a La
Paz, Entre Ríos, y luego terminó viviendo en Soledad, una
localidad del norte de Santa Fe. Colaboró otra vez, estaba mal de salud, pero
de todas maneras quiso participar en una incursión furtiva en el lugar: el 2 de
septiembre de 2006. En su testimonio se puede leer: “(…) porque yo en ese ceibo
había encontrado una bala 9mm clavada en el árbol. Sé que yo hice el pozo y
saqué el huesito ese, que dicho sea de paso era un dedo de la mano, porque
salió con uña y todo, la uña estaba larga. ¿Qué más encontró en el lugar? Un
sueco y una cadenita”.
El
equipo forense encontró una fosa común conteniendo los restos de ocho
militantes, pero se desprende de distintos testimonios que no es la única fosa
en el campo. La búsqueda continúa.
El
libro contiene distintos relatos sobre la vida de cuatro militantes cuyos
restos fueron identificados: Carlos Bosso, María Isabel Salinas, María Esther
Ravelo, Gustavo Pon.
A
continuación una pequeña pista sobre los militantes:
“Carlos
Bosso era un militante que tenía “bajo perfil” en la JUP de Ingeniería Química, por
entonces un bastión del peronismo revolucionario, porque su lugar principal de
militancia estaba en el barrio San Lorenzo, siempre al lado de los pobres”.
“Conocí
muy poco a María Isabel, la compañera de Carlos Bosso, con quien militó en la Facultad y sobre todo en
el barrio. Era estudiante de la carrera de Bioquímica, que por entonces se
cursaba en la Facultad
de Ingeniería Química”.
“María
Esther Ravelo era una compañera no vidente, fue secuestrada en Rosario en
agosto de 1977, junto a su esposo Emilio Vega, también no vidente, y a su hijo
Iván, de casi tres años”. El nene se crió con su abuela paterna.
“Al
igual que Carlos Bosso, Gustavo (Pon) venía de una formación cristiana
tercermundista. Militaba en la organización Montoneros y había sido Secretario
de Cultura de la Municipalidad
de Santa Fe y organizador del Partido Auténtico en esa provincia.
Gustavo
era un pensador que dejó conceptos medulares para su hijo Matías, que tenía
tres años al momento del secuestro y desaparición de su padre: ‘Estuve varios
años buscando la forma más efectiva de cumplir con el mandato evangélico, hasta
que me di cuenta que el amor evangélico es un amor político, de que la
beneficencia no sirve porque humilla y degrada, de que liberación y salvación
son una misma cosa…’”.
El
libro se presenta dividido en dos partes: una contiene el hallazgo de la fosa y
su historia en la justicia, y la otra registra una memoria de los militantes
asesinados de parte de amigos o familiares: qué hacían, en qué creían, el
porqué de su militancia. Entre la publicación del libro, enero 2013, y el
presente, se identificaron a dos militantes más. Kofman me informa: “Uno de
ellos es Oscar Winkelmann, Wincho, que estudiaba en la facultad de Ciencias
Jurídicas de Santa Fe (había dejado ya los estudios), y había trabajado en el
Comedor Universitario. Se dedicó centralmente al trabajo barrial. Su compañera
Teresa Manso (docente), también está desaparecida. Dejaron una hija: Victoria
Eva. Oscar fue un compañero muy querido en Santa Fe. También militante de la JP-M. Ya tengo los testimonios
sobre él. Incluso de su hija. El último compañero que reconocen es Miguel
Angel D’Andrea, el Pacha, de Rosario. Hay gente allá que está tratando de
conseguir testimonios sobre su vida”.
Kofman
anota al principio del libro: “Quienes tenían un familiar desaparecido sentían
con más fuerza esa dualidad de querer y no querer encontrar sus restos.
Dualidad que, de una u otra manera, con mayor o menor fuerza, nos viene
angustiando desde que tomamos conciencia del siniestro plan de exterminio de la
dictadura”. Entrevistado Iván Vega, hijo de María Esther Ravelo, afirma: “(…)
es ver para creer: Tengo que ver los restos de mis viejos para creer que están
muertos. (…) después de 33 años, el ver los restos de mi vieja fue calmante y
fue el cierre de una etapa. Es medio absurdo decirlo, pero uno por ahí quiere
pensar que están vivos”.
Matías Pon, hijo
de Gustavo dice: “Recuperar los restos permite terminar con el duelo
eternamente inconcluso, y completarlo de a poco. Es curioso pero una parte de
uno, en algún lugar de la cabeza, no acepta la muerte hasta que no existen
certezas. Cuando me enteré sentí como si lo acabaran de matar”.
Liliana Salinas,
hermana de María Isabel Salinas, cuenta: “Hablando con Miguel, el chico
antropólogo, me decía que los familiares lo toman de una manera y los hijos de
otra. Para mí también fue alegría, no sé si alegría, de saber la verdad, dónde
estaba.
Pero la palabra
es ‘dolor’, un gran dolor. Porque yo amaba mucho a mi hermana, y fue tremendo.
Además, mi mamá,
cuando yo me entero, había fallecido justo en diciembre del 2010. Y cuando nos
dicen que encuentran a Mary fue en febrero del 2011. Así que fueron dos duelos
o tres duelos tremendos. Mi mamá siempre esperó que Mary volviera. Por más que
uno le diga a una madre, como me han dicho: ‘decile que está muerta’, ¿yo quién
soy para decir?, si el cuerpo no está. Vos hasta que no ves un cuerpo, o unos
restos, no podés decir ‘están muertos’, y más para una madre”.
Clarisa
Niklison, compañera de Gustavo Pon, reflexiona: “Es complejo. La sensación
inmediata fue de una gran conmoción y también de incredulidad de que estuviera
sucediendo, de asombro de que entre tantos desaparecidos nos hubiera tocado a
nosotros la ‘suerte’ de encontrarlo, aunque parezca una paradoja, porque
siempre es afortunado el conocimiento de la verdad, aunque cause dolor. Se
trata de mucho más que del hallazgo de un cuerpo, con todo lo que eso implica.
Es poder empezar a armar el rompecabezas, empezar a resolver el misterio. Por
años fue como si Gustavo hubiese caído en un agujero negro. Cuándo y dónde se
lo llevaron, por cuánto tiempo, dónde lo mataron, dónde lo enterraron, recién
lo sabemos 33 años después. Y que haya estado oculto en un campo del ejército
tiene un plus, el de recuperarlo, casi arrebatarlo de manos del enemigo, del
que lo secuestró, lo torturó, lo mató y lo ocultó cobardemente”.
Kofman avisa que
la escritura no es lo suyo, pero lo cierto es que el libro está bien escrito,
es claro y veraz, no sobran adjetivos, su contenido está bien distribuido.
Kofman se presenta como un militante de superficie en la
Santa Fe de los años 70. En la dictadura
adhirió a la militancia en Derechos Humanos después de la desaparición de su
hermano en Tucumán, durante el operativo Independencia. Fue militante del
Partido Intransigente. Llegó a ser Secretario General de la CONADU, y su primer cargo
gremial a nivel nacional fue como Secretario de Derechos Humanos y Acción
Social (año 1989). Mientras realizó estas tareas, nunca dejó de trabajar como
docente.
“Quiero mirar la
tierra hasta encontrarte” escribió Miguel Hernández en “Elegía”, la cantó
Serrat, y Hugo Alberto Kofman tal vez leyó o tal vez escuchó, para luego anotar
el título de su libro.
Pasan
los años, y uno quiere creer que todos los ciudadanos saben qué pasó durante la
última dictadura cívico-militar, que todos saben de qué se trata cuando se
pronuncia o se escribe la palabra “desaparecido”. Hugo Kofman consigna en su
libro: “La desaparición forzada de personas es sin duda uno de los actos más
atroces cometido contra los seres humanos, ya que no sólo castiga a las
víctimas directas, sino a todo su entorno familiar, a sus amigos y compañeros,
y porque busca sobre todo borrar su historia, sus nombres, sus ideas”.
Vi a Kofman
presentar su libro en la ciudad de Gualeguay en 2013. Fue muy preciso con las
palabras. Me hubiese gustado que la sala de la Biblioteca Carlos
Mastronardi hubiese estado más concurrida. En estos días aparece la segunda
edición de “Mirar la tierra hasta encontrarte”: incluye los datos de los dos
últimos militantes reconocidos: Winkelmann y D’Andrea (todavía falta
identificar un cuerpo femenino y uno masculino). Con seguridad Gualeguay tendrá
una nueva presentación, y una nueva oportunidad para hacer memoria.
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