domingo, 2 de marzo de 2014

Una memoria de Carlos Ántola



Mi viejo tiene 83 años, y en pensamientos, o entre los pliegues de mi escritura, siempre estoy mirándolo, queriendo saber: para entenderlo, practicando la memoria: para quedarme más tiempo con él. Creo que todos, en mayor o menor medida, somos atraídos por las figuras de los padres: en conjunto, o por separado: para algunos mamá, para otros papá, simplemente porque uno de ellos, por distintas razones, además del amor, nos atrajo más, o porque uno de los dos no llegó a contar sus historias porque la muerte se lo llevó temprano. El hijo busca escribir su novela del padre: las historias faltantes de la biografía del ausente. En esto pensaba mientras escuchaba a Federico Ántola acercarse al relato de su padre en los alrededores del mundo del arte. Federico perdió a Carlos (1935-1988), “Carlitos”, cuando tenía 14 años. Un pibe, me digo, y pienso en mis casi 52 con mi padre presente.
En la vida de Carlitos no hubo un destino de actor, pintor o escritor, pero siempre estuvo cerca de artistas durante el trancurso de sus días.
Carlos Ántola
 Federico inicia el relato: “Mi viejo es nacido en Gualeguay. Se va a estudiar derecho a La Plata a fines de los años 50. Pero nunca estudia nada porque tiene otro tipo de inclinaciones. Entre esos estudiantes en La Plata estaba Derlis Maddonni, que estudiaba arquitectura, no sé si era amigo de acá o se hace amigo allá. Se armó un grupo de gente que le gustaba el arte. Se hacían exposiciones, se acercaron a un grupo de pintores tandilenses, entre los que estaban Mariano Betelú y Jorge Di Paola, discípulos del escritor polaco Witold Gombrowicz. A mi viejo se le da por la escultura. Era muy buen lector, leía mucha poesía, y me han dicho que era un buen director de teatro. No escribía. Esta información me la dio por mail el santafecino Víctor Flury, crítico de teatro, que vive en Costa Rica. Hasta él llegué por Fredy Diez, un gualeyo que anda por el mundo haciendo teatro. Flury fue de la partida en La Plata. Gente joven que la pasaba bien. Me dijo que mi viejo se vestía de manera formal, y que esto no condecía con las ideas arrojadas que tenía. Como no estudió nada, y mi abuelo murió en esos años, la familia le cortó los víveres. Año sesenta y pico: tuvo que salir a trabajar y se fue a Buenos Aires. Hizo distintas cosas, comía salteado, sobrevivió en la ciudad”.
De esos años Federico guarda una tarjeta: “expone grupo joven”, auspicia Centro Estudiantes Universitarios Tandilenses: aparecen Ántola, Betelú y Maddonni. Flury firma la presentación.
Carlitos encontró un trabajo fijo: “Entró como preceptor en la Escuela Técnica Nº 25, Fray Luis Beltrán de Once, en Jujuy e Independencia. Era el 66/67. Ahí trabajó hasta principios del 77. Después nos vinimos a Gualeguay. En la escuela compartió laburo y se hizo amigo del poeta Roberto Santoro”. El poeta Santoro (1939) figura en la lista de desaparecidos desde el 1º de Junio de 1977. Un grupo de tareas se lo llevó de la escuela.
Cuenta Federico: “Papá, cuando yo era chico vivía nombrando a Santoro, a raíz de lo que había pasado con él, su historia trágica. Con los años empecé a tratar de recuperar esa historia, y ahí aparece Carlos Montella, artista plástico rosarino que vivió veinte años en Gualeguay, y que era concuñado de papá, casado con una hermana de mamá. A través de él yo me voy enterando de quién era Santoro. Él me dijo que ellos fueron muy amigos. Me dijo que Santoro no transaba con nada. Tío Montella tenía cantidad de libros y publicaciones de Santoro. La revista ‘El Barrilete’: me contó que mi viejo colaboró con la revista, pero no sé cómo, busqué en todos los números, nada firmado por él. Por ahí ayudaba a venderla en las presentaciones. Montella entró en contacto con Santoro a través de mi viejo. En el año 76 Montella expuso por primera vez en Buenos Aires, en Meridiana, y Santoro le escribió unas palabras para el catálogo. A mi viejo no le gustaba el fútbol, y a mí sí. En Paraná, en casa de Montella, encontré ‘Literatura de la pelota’ de Santoro, fanático futbolero, que está dedicado a sus compañeros de la escuela 25, lo publicó pidiendo colaboración a los amigos y compañeros de trabajo. Me lo traje. Nunca lo devolví. Desde mi ingenuidad preguntaba por qué se lo habían llevado, y me decían que no era por ese libro, por otra cosa. De grande, me acerqué a su poesía, y entendí”.
En esta búsqueda de las distintas memorias de su padre, Federico recibió una ayuda decisiva, totalmente desinteresada, amiga: “Tuve la suerte de encontrarme, por la web, con un librero: Enrique Zabala, le dicen El Indio. Me dijo que era cercano a las familias de Haroldo Conti, Humberto Costantini y Santoro. Me ofreció material de Santoro. Tiene una librería virtual en Caballito, Buenos Aires. Le compré algunas cosas. Y después terminamos haciendo canje: él me mandaba literatura y yo miel, fue su propuesta. Cuando se publicó la obra completa de Santoro, circuló un video en la web donde aparecía una foto de papá con Santoro, la hija, una persona que no conozco, y el poeta Luis Luchi. Se lo comenté. A la semana me llegó un sobre con la publicación que él había hecho: ‘Escritos en la memoria’, que informa de los escritores asesinados y/o desaparecidos entre 1974 y 1983: ahí está la foto, además me consiguió unas cartas de Montella a Santoro”. Leyendo las cartas que me facilitó Federico, me enteré de que la amistad entre ellos se desarrolló de forma epistolar, ya que hasta la carta del 23 de febrero de 1977, nunca se habían encontrado personalmente. Montella y Santoro al fin estrecharán sus manos en marzo de ese año.
Desde la izquierda: Carlos Ántola, Paula Santoro, una persona desconocida, Roberto Santoro y Luis Luchi.
 De la llegada a la ciudad natal, y sobre su búsqueda, Federico refiere: “Hay otras facetas de mi viejo, cuando vinimos a Gualeguay la familia tenía un pedazo de campo, y él empezó a trabajarlo, pero esas historias las conozco, son más cercanas en el tiempo. Lo que quiero es recuperar el costado perdido de mi viejo, es un desasosiego, quiero completar el vacío. Y todavía más cuando tengo 40 y un hijo de 6 años, es esa necesidad de rearmar la historia”.
Federico cuenta sobre un visitante que vino a guardarse en Gualeguay: “Santoro vino a la casa de mi viejo en marzo del 77. Cuenta Perla, mi mamá, que estuvo una semana. No salió a ningún lado. Ella se acuerda que de noche venían los amigos de papá: Montella y Maddonni. Nosotros nos vinimos en febrero del 77. Si te tenés que ir, buscás volver a tu lugar. Se juntaron problemas económicos, yo chiquito y mis viejos que no querían aquella Buenos Aires para mí. Se habían llevado un pibe del turno de la tarde, un día mi viejo llegó y encontró la escuela rodeada por los milicos. Evidentemente mi viejo tuvo miedo. No militaba orgánicamente, pero tenía sus ideas. La casa en la que estuvo Santoro era la de mis abuelos paternos, en 25 de Mayo y Federación, haciendo cruz a Casa Pardo. Mamá mucho más no sabe. Ella era docente, así que se iba a trabajar y estos personajes quedaban reunidos”.
En esos meses Santoro andaba asediado por los asesinos. Los amigos le decían que se escondiera, pero el poeta no se cuidaba tanto como lo exigía su situación. Así lo recuerda el poeta Rafael Vásquez, integrante del grupo “Barrilete”.
Sobre el miedo y la dictadura, Federico piensa: “Fijate, cómo habrá sido, que papá no tenía nada de Santoro en la biblioteca, después de los relatos de Montella, el único nexo que encontré con Santoro entre sus cosas, fue un libro de Luis Luchi. Montella tenía todo, o tenía lo que había sido de papá. Creo que tuvo miedo, nos quiso cuidar. Cuando desapareció Santoro llamó alguien de la familia para saber si estaba en casa. Le avisaron que había desaparecido. De esa época te quedan grabados los miedos. Me acuerdo cómo puteaba, mi vieja le decía que se calme, cada vez que el control militar lo paraba camino al campo”. Un enigma. Realmente: ¿tuvo miedo?, puede ser, pero ¿cuándo?, ¿después de esconder a Santoro en su casa? Seguro que sabía: buscaban a su amigo para matarlo.
Le pregunto a Federico por fue el regreso de Carlitos a Gualeguay en relación al arte: “Cuando volvió no siguió con la escultura, ni se acercó al teatro; lo que recuerdo de esos años es la lectura. Leía de noche. Leía y recitaba ‘Songoro cosongo’ de Nicolás Guillén, a León Felipe, yo me llamo Federico por García Lorca. La biblioteca era de cultura general: ensayos, arte, psicología, literatura. Sé que durante la dictadura se juntaban en el taller de Maddonni, me contó Montella. Se juntaban papá, Derlis, Montella, Pipo Etulain, Petroff, un bioquímico que una vez encontré cuando me fui a sacar sangre. Papá vivía de su trabajo en el campo. Me acuerdo que lo acompañaba a los remates de hacienda. No teníamos televisor por decisión propia. Él escuchaba en esos años Radio Colonia, a Delgado. Sé que había estado en la movida de la educación libre o laica, y sé que cuando venía acá de visita arengaba a los estudiantes secundarios en la esquina de la Normal. Yo creo que mi viejo tenía ideas comunistas, pero no perteneció al partido. Después esas ideas se fueron moderando. Encontré en la biblioteca algún ejemplar de ‘Hoy en la cultura’, y otros libros. Lo último que recuerdo es que una vez en el churrasquero agarró arcilla y modeló dos figuras, y ahí las cocinó una tarde, con una no sé qué hizo, la otra se la regaló a Montella. Eran chiquitas, mal quemadas. Se ve que le dieron ganas de hacer algo con las manos”.
Desde la izquierda: Luis Silva, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Ántola.
 El tío Montella le contó una anécdota relacionada con el taller de Derlis, cuando éste vivía en San Martín y seguía con el taller en la casa de Sardi 26: “Un comisario golpeó la puerta a las cinco de la mañana en casa de Derlis: Tengo orden de Gualeguaychú para hacer una requisa en su taller, me va a tener que acompañar. Derlis se asustó. En el taller el policía miraba los libros. Se detuvo en ‘Así se forjó el acero’, un libro sobre el proceso de industrialización soviético. Derlis preguntó si todo estaba bien, y el comisario respondió: Todo bien, todo metalurgia”.
Hace unos años entrevisté a Dolores Santoro, la mujer del poeta. Ella fue la que en directo me transmitió la realidad que vive el familiar del desaparecido: me contó que cuando va en colectivo está atenta a la calle: “Por si lo veo”, me dijo. Ella me obsequió la colección completa de carpetas que Roberto editaba por Ediciones Gente de Buenos Aires. Y a la vuelta de las historias, hoy me encuentro con que el poeta desaparecido aparece en la búsqueda iniciada por Federico, hijo de su amigo. Me encuentro con que Santoro se refugió en Gualeguay. Ayer mismo estuve frente a la casa que lo recibiera y resguardara por un puñado de noches junto a Maddonni y Ántola. Mientras escribo pienso en que estoy frente a la memoria de Federico, frente a esa búsqueda que tanto le debe al librero Zabala, que tanto le debe al tío Montella, al exiliado Flury. Estoy frente a la memoria de Federico que gana aire, respira profundo, porque quien la atesora y la recupera, tiene la oportunidad de contarla: la memoria alcanza su mayor felicidad durante el ejercicio activo de sus derechos.

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