Mi viejo tiene
83 años, y en pensamientos, o entre los pliegues de mi escritura, siempre estoy
mirándolo, queriendo saber: para entenderlo, practicando la memoria: para
quedarme más tiempo con él. Creo que todos, en mayor o menor medida, somos
atraídos por las figuras de los padres: en conjunto, o por separado: para
algunos mamá, para otros papá, simplemente porque uno de ellos, por distintas
razones, además del amor, nos atrajo más, o porque uno de los dos no llegó a
contar sus historias porque la muerte se lo llevó temprano. El hijo busca escribir
su novela del padre: las historias faltantes de la biografía del ausente. En
esto pensaba mientras escuchaba a Federico Ántola acercarse al relato de su
padre en los alrededores del mundo del arte. Federico perdió a Carlos
(1935-1988), “Carlitos”, cuando tenía 14 años. Un pibe, me digo, y pienso en
mis casi 52 con mi padre presente.
En la vida de
Carlitos no hubo un destino de actor, pintor o escritor, pero siempre estuvo
cerca de artistas durante el trancurso de sus días.
![]() |
Carlos Ántola |
Federico inicia
el relato: “Mi viejo es nacido en Gualeguay. Se va a estudiar derecho a La Plata a fines de los años
50. Pero nunca estudia nada porque tiene otro tipo de inclinaciones. Entre esos
estudiantes en La Plata
estaba Derlis Maddonni, que estudiaba arquitectura, no sé si era amigo de acá o
se hace amigo allá. Se armó un grupo de gente que le gustaba el arte. Se hacían
exposiciones, se acercaron a un grupo de pintores tandilenses, entre los que
estaban Mariano Betelú y Jorge Di Paola, discípulos del escritor polaco Witold
Gombrowicz. A mi viejo se le da por la escultura. Era muy buen lector, leía
mucha poesía, y me han dicho que era un buen director de teatro. No escribía.
Esta información me la dio por mail el santafecino Víctor Flury, crítico de
teatro, que vive en Costa Rica. Hasta él llegué por Fredy Diez, un gualeyo que
anda por el mundo haciendo teatro. Flury fue de la partida en La Plata. Gente joven
que la pasaba bien. Me dijo que mi viejo se vestía de manera formal, y que esto
no condecía con las ideas arrojadas que tenía. Como no estudió nada, y mi
abuelo murió en esos años, la familia le cortó los víveres. Año sesenta y pico:
tuvo que salir a trabajar y se fue a Buenos Aires. Hizo distintas cosas, comía
salteado, sobrevivió en la ciudad”.
De esos años
Federico guarda una tarjeta: “expone grupo joven”, auspicia Centro Estudiantes
Universitarios Tandilenses: aparecen Ántola, Betelú y Maddonni. Flury firma la
presentación.
Carlitos
encontró un trabajo fijo: “Entró como preceptor en la Escuela Técnica Nº 25, Fray
Luis Beltrán de Once, en Jujuy e Independencia. Era el 66/67. Ahí trabajó hasta
principios del 77. Después nos vinimos a Gualeguay. En la escuela compartió
laburo y se hizo amigo del poeta Roberto Santoro”. El poeta Santoro (1939) figura
en la lista de desaparecidos desde el 1º de Junio de 1977. Un grupo de tareas
se lo llevó de la escuela.
Cuenta Federico:
“Papá, cuando yo era chico vivía nombrando a Santoro, a raíz de lo que había
pasado con él, su historia trágica. Con los años empecé a tratar de recuperar
esa historia, y ahí aparece Carlos Montella, artista plástico rosarino que
vivió veinte años en Gualeguay, y que era concuñado de papá, casado con una
hermana de mamá. A través de él yo me voy enterando de quién era Santoro. Él me
dijo que ellos fueron muy amigos. Me dijo que Santoro no transaba con nada. Tío
Montella tenía cantidad de libros y publicaciones de Santoro. La revista ‘El Barrilete’:
me contó que mi viejo colaboró con la revista, pero no sé cómo, busqué en todos
los números, nada firmado por él. Por ahí ayudaba a venderla en las
presentaciones. Montella entró en contacto con Santoro a través de mi viejo. En
el año 76 Montella expuso por primera vez en Buenos Aires, en Meridiana, y Santoro
le escribió unas palabras para el catálogo. A mi viejo no le gustaba el fútbol,
y a mí sí. En Paraná, en casa de Montella, encontré ‘Literatura de la pelota’
de Santoro, fanático futbolero, que está dedicado a sus compañeros de la
escuela 25, lo publicó pidiendo colaboración a los amigos y compañeros de
trabajo. Me lo traje. Nunca lo devolví. Desde mi ingenuidad preguntaba por qué
se lo habían llevado, y me decían que no era por ese libro, por otra cosa. De
grande, me acerqué a su poesía, y entendí”.
En esta búsqueda
de las distintas memorias de su padre, Federico recibió una ayuda decisiva,
totalmente desinteresada, amiga: “Tuve la suerte de encontrarme, por la web,
con un librero: Enrique Zabala, le dicen El Indio. Me dijo que era cercano a
las familias de Haroldo Conti, Humberto Costantini y Santoro. Me ofreció
material de Santoro. Tiene una librería virtual en Caballito, Buenos Aires. Le
compré algunas cosas. Y después terminamos haciendo canje: él me mandaba
literatura y yo miel, fue su propuesta. Cuando se publicó la obra completa de
Santoro, circuló un video en la web donde aparecía una foto de papá con
Santoro, la hija, una persona que no conozco, y el poeta Luis Luchi. Se lo
comenté. A la semana me llegó un sobre con la publicación que él había hecho:
‘Escritos en la memoria’, que informa de los escritores asesinados y/o
desaparecidos entre 1974 y 1983: ahí está la foto, además me consiguió unas
cartas de Montella a Santoro”. Leyendo las cartas que me facilitó Federico, me
enteré de que la amistad entre ellos se desarrolló de forma epistolar, ya que
hasta la carta del 23 de febrero de 1977, nunca se habían encontrado
personalmente. Montella y Santoro al fin estrecharán sus manos en marzo de ese
año.
![]() |
Desde la izquierda: Carlos Ántola, Paula Santoro, una persona desconocida, Roberto Santoro y Luis Luchi. |
De la llegada a
la ciudad natal, y sobre su búsqueda, Federico refiere: “Hay otras facetas de
mi viejo, cuando vinimos a Gualeguay la familia tenía un pedazo de campo, y él
empezó a trabajarlo, pero esas historias las conozco, son más cercanas en el
tiempo. Lo que quiero es recuperar el costado perdido de mi viejo, es un
desasosiego, quiero completar el vacío. Y todavía más cuando tengo 40 y un hijo
de 6 años, es esa necesidad de rearmar la historia”.
Federico cuenta
sobre un visitante que vino a guardarse en Gualeguay: “Santoro vino a la casa
de mi viejo en marzo del 77. Cuenta Perla, mi mamá, que estuvo una semana. No
salió a ningún lado. Ella se acuerda que de noche venían los amigos de papá:
Montella y Maddonni. Nosotros nos vinimos en febrero del 77. Si te tenés que ir,
buscás volver a tu lugar. Se juntaron problemas económicos, yo chiquito y mis
viejos que no querían aquella Buenos Aires para mí. Se habían llevado un pibe
del turno de la tarde, un día mi viejo llegó y encontró la escuela rodeada por
los milicos. Evidentemente mi viejo tuvo miedo. No militaba orgánicamente, pero
tenía sus ideas. La casa en la que estuvo Santoro era la de mis abuelos
paternos, en 25 de Mayo y Federación, haciendo cruz a Casa Pardo. Mamá mucho
más no sabe. Ella era docente, así que se iba a trabajar y estos personajes quedaban
reunidos”.
En esos meses
Santoro andaba asediado por los asesinos. Los amigos le decían que se
escondiera, pero el poeta no se cuidaba tanto como lo exigía su situación. Así
lo recuerda el poeta Rafael Vásquez, integrante del grupo “Barrilete”.
Sobre el miedo y
la dictadura, Federico piensa: “Fijate, cómo habrá sido, que papá no tenía nada
de Santoro en la biblioteca, después de los relatos de Montella, el único nexo
que encontré con Santoro entre sus cosas, fue un libro de Luis Luchi. Montella
tenía todo, o tenía lo que había sido de papá. Creo que tuvo miedo, nos quiso
cuidar. Cuando desapareció Santoro llamó alguien de la familia para saber si
estaba en casa. Le avisaron que había desaparecido. De esa época te quedan
grabados los miedos. Me acuerdo cómo puteaba, mi vieja le decía que se calme,
cada vez que el control militar lo paraba camino al campo”. Un enigma.
Realmente: ¿tuvo miedo?, puede ser, pero ¿cuándo?, ¿después de esconder a
Santoro en su casa? Seguro que sabía: buscaban a su amigo para matarlo.
Le pregunto a
Federico por fue el regreso de Carlitos a Gualeguay en relación al arte: “Cuando
volvió no siguió con la escultura, ni se acercó al teatro; lo que recuerdo de
esos años es la lectura. Leía de noche. Leía y recitaba ‘Songoro cosongo’ de
Nicolás Guillén, a León Felipe, yo me llamo Federico por García Lorca. La
biblioteca era de cultura general: ensayos, arte, psicología, literatura. Sé
que durante la dictadura se juntaban en el taller de Maddonni, me contó
Montella. Se juntaban papá, Derlis, Montella, Pipo Etulain, Petroff, un
bioquímico que una vez encontré cuando me fui a sacar sangre. Papá vivía de su
trabajo en el campo. Me acuerdo que lo acompañaba a los remates de hacienda. No
teníamos televisor por decisión propia. Él escuchaba en esos años Radio
Colonia, a Delgado. Sé que había estado en la movida de la educación libre o
laica, y sé que cuando venía acá de visita arengaba a los estudiantes
secundarios en la esquina de la Normal. Yo
creo que mi viejo tenía ideas comunistas, pero no perteneció al partido. Después
esas ideas se fueron moderando. Encontré en la biblioteca algún ejemplar de ‘Hoy
en la cultura’, y otros libros. Lo último que recuerdo es que una vez en el
churrasquero agarró arcilla y modeló dos figuras, y ahí las cocinó una tarde,
con una no sé qué hizo, la otra se la regaló a Montella. Eran chiquitas, mal
quemadas. Se ve que le dieron ganas de hacer algo con las manos”.
![]() |
Desde la izquierda: Luis Silva, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Ántola. |
El tío Montella
le contó una anécdota relacionada con el taller de Derlis, cuando éste vivía en
San Martín y seguía con el taller en la casa de Sardi 26: “Un comisario golpeó
la puerta a las cinco de la mañana en casa de Derlis: Tengo orden de
Gualeguaychú para hacer una requisa en su taller, me va a tener que acompañar.
Derlis se asustó. En el taller el policía miraba los libros. Se detuvo en ‘Así
se forjó el acero’, un libro sobre el proceso de industrialización soviético.
Derlis preguntó si todo estaba bien, y el comisario respondió: Todo bien, todo
metalurgia”.
Hace unos años
entrevisté a Dolores Santoro, la mujer del poeta. Ella fue la que en directo me
transmitió la realidad que vive el familiar del desaparecido: me contó que
cuando va en colectivo está atenta a la calle: “Por si lo veo”, me dijo. Ella
me obsequió la colección completa de carpetas que Roberto editaba por Ediciones
Gente de Buenos Aires. Y a la vuelta de las historias, hoy me encuentro con que
el poeta desaparecido aparece en la búsqueda iniciada por Federico, hijo de su
amigo. Me encuentro con que Santoro se refugió en Gualeguay. Ayer mismo estuve
frente a la casa que lo recibiera y resguardara por un puñado de noches junto a
Maddonni y Ántola. Mientras escribo pienso en que estoy frente a la memoria de
Federico, frente a esa búsqueda que tanto le debe al librero Zabala, que tanto
le debe al tío Montella, al exiliado Flury. Estoy frente a la memoria de
Federico que gana aire, respira profundo, porque quien la atesora y la
recupera, tiene la oportunidad de contarla: la memoria alcanza su mayor
felicidad durante el ejercicio activo de sus derechos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario