domingo, 6 de abril de 2014

Tres poemas a la muerte de Reynaldo Ros


La poeta Tuky Carboni es de andar convidando con sus lecturas. Ocurre con cada lector apasionado: invita, sugiere, entreabre el misterio con un nombre, unas líneas o un juicio categórico de dos palabras. Esta lectora que gusta de compartir nombró un poeta: Alfonso Sola González. Enseguida me ofreció los libros de su biblioteca: “Elegías de San Miguel” y “Cantos a la noche”. Acepté. Conocí entonces parte de la obra del notable poeta entrerriano, pero en “Cantos a la noche” mi pensamiento quedó atrapado en un poema: “A Reynaldo Ros, poeta muerto”. De esta manera un poeta que no conocía me llevó hasta otro desconocido. ¿Quién fue Reynaldo?, me dije, e inicié la búsqueda.
Reynaldo Ros

Reynaldo Ros es el seudónimo de Reinaldo Dardo Rosillo. Nació en Paraná el 24 de agosto de 1907 y murió en esa misma ciudad el 22 de octubre de 1954. Ros perteneció a la Generación del 40. Fue parte de los grupos “Vértice”, “El Camello”, “El Grillo”. Compartió el cielo de variadas tertulias con muchos poetas, en especial con Juan Laurentino Ortiz, Alfonso Sola González y Alfredo Martínez Howard. La profesora Silvia Rodríguez Paz afirma: “Es un poeta típicamente isleño; sus versos están llenos de luz, de vibraciones, de sutilezas. Lugareños y poeta conviven con libertad absoluta entre animales y árboles, rodeados de sonidos y brincos, en fidelidad y armonía. Todo es lirismo que no por ello olvida el señalamiento al ‘dolor de los pueblos tristes’, y celebra el lugar que habita desde el cual pretende que se irradien ‘las mieses que el mundo nos reclama’”. Ros fue además autor de poemas para niños. Vivió su vida de poeta entre el trajinar de la palabra sensible y el trabajo forestal realizado en las islas del Delta. Sus libros son: “La huerta azul”, y luego de su muerte “Islas en la lluvia”, editado por la Universidad Nacional de Entre Ríos. “La huerta azul” se construye a partir de una mirada a su infancia a través de textos de prosa poética. El resto de su obra se hallaba dispersa en distintas publicaciones, o en poder de familiares o amigos del poeta. Luis Sadi Grosso fue en encargado de realizar el trabajo de investigación y recolección de dicho material. El encargo fue de la Universidad. Se formó así el “Archivo Reynaldo Ros” que puede ser consultado en la Biblioteca del Rectorado de la institución. A partir de este trabajo se publicó “Islas en la lluvia” (1990), que contiene poesía y prosa. El poeta fue hasta tercer grado de la escuela primaria. Su formación: autodidacta, sobre ella dijo Juan L. Ortiz: “sencilla pero rigurosa”.

A continuación, su poema: “Islas en la lluvia”: “Las hojas, temblando, / Entre el garuar que las empapa, / Ya se despiden de los álamos, / Ya doran el vuelo de las ráfagas. / Mientras reina la lluvia, / Las horas délticas se alargan; / Y hay brazos entumidos / Y hay herramienta arrinconada. / Vuelca y vuelca de lo alto / Del hombro húmedo sus ánforas / La lluvia que, agrisándose, / Llega a borrar del panorama, / Árboles, casas, naves, ríos... / ¡La lluvia, de pie sobre las aguas!... // En los hogares, gente fuerte, / Hombres de varias razas, / Sorben café, mate o ginebra; / Fuman y charlan / De frutas, mimbres y maderas; / De hormigas, mareas y borrascas, / Y junto al fuego, las mujeres / Preparan mermeladas, / O secan blusas de trabajo / Colgándolas ante la hormalla, / O peinan a sus niños / Y, sentaditos en las faldas / Los niños, ángeles de huerto, / Saborean manzanas. / Y cuando entonan las mujeres / Una canción honda y nostálgica / Murmullos hay de bosque y lluvia / De allende el mar, en lo que cantan. / Entonces estos pobladores / Recuerdan las comarcas / Remotas donde fue su cuna, / Ya en Europa, ya en Asia. // Se duelen de los pueblos tristes, / Desde esta tierra americana / Donde en paz luchan por la vida, / Donde el pan no les falta. / Y anhelan que otros inmigrantes / De manos útiles cuanto ásperas, / Dilaten los plantíos / Aquí en estas islas y que vayan / También poblando tierra firme / Con más colonias, con más granjas / Y leguas y más leguas doren / Las mieses que el mundo nos reclama”.

Cuando murió el poeta Hugo Ditaranto, uno de mis maestros, escribí: “Cuando muere un poeta el día se quiebra, pierde presente y se hace memoria de las palabras escritas, y de lo compartido. El día no vuelve a ser lo que era o lo que podía ser, uno sigue haciendo como que el universo sigue su curso, pero no, porque sencillamente ha muerto un poeta”. Reynaldo Ros murió, y entonces apareció, inevitable, el impulso de escribir en su amigo poeta: Sola González.
Alfonso Sola González

Sola González nació en Paraná en 1917 y falleció en Mendoza en 1975. Dijo de su obra el poeta y escritor León Benarós: “Poesía de alta dignidad, de continuo decoro, participa de una cierta exaltación vigilada, de una tesitura clásica que entona y purifica el ímpetu de sus impulsos románticos”. Sus libros: “La casa muerta”, “Cantos para el atardecer de una diosa” y los ya citados. A continuación “A Reynaldo Ros, poeta muerto”. “Y a solas con las aguas / queda mi juventud”. R. Ros: “No te verán las frutas otra vez. Ni el verano / de las islas que ordena el Ibicuy. Ni el aire. // Lejos estaba yo en mi largo destierro; / mis ojos no te vieron en ese ocaso último. / sólo podré mirar algún día tu piedra / en un ocioso cementerio y el arroyo / que pasa entre los muertos como un ángel. // Ni la victoria regia será de ti el regalo, / ni los frutos que ofrecen los fuegos litorales, / ni el peso de la vida que mirábamos juntos, / ni el verso que traías en tus oscuras manos / diciendo que eran bellos el día o la pobreza. // No son los ríos los que mueren. Somos / apenas sueño junto a un río eterno / que arrastra tardes victoriosas, luces / apasionadas entre lentos barcos. // Detrás de la Isla Puente tus manos prodigiosas / no enseñarán ya nunca / el esperado paso del azul camalote / y la vieja madera de un bote andará sola / sobre el agua de siempre, entre las voces / de los que te quisimos, Reynaldo, y te llamamos / cuando la muerte cruza las pacíficas islas”.

Pero en mi búsqueda llegué a otras noticias, sucedió que encontré los versos de otros amigos que también despidieron a Ros. Apareció el poema de Alfredo Martínez Howard, que nació en Paraná en 1910 y falleció en “La Serranita”, Córdoba, en 1968. En 1940 dirigió el diario “La Calle” de Concepción del Uruguay. Vivió en Buenos Aires en distintas épocas, y colaboró en revistas y medios periodísticos de la Capital. A su regreso a Paraná, se integró a la bohemia de la ciudad, compartió noches de palabrero con hermanos poetas. Dice Marta Zamarrita: “La palabra poética de Martínez Howard nos invade con su mágica iluminación de la penumbra, con su ardiente diafanidad y con los bellos seres que pueblan un mundo mítico de ausencias y de adioses al que acuden presencias que ya no son de este mundo, las preciosas nieblas donde caduca el polen de la vida y una voz –acaso la más honda– dice la palabra permanente: trigo, tierra, esperanza, hierro, ciudad natal”. Algunos de sus libros: “Presencia por el aire”, “La heredad”, “Libro de ausencias y adioses”. “Eco y espejo” apareció después de su muerte. Aquí el poema a su amigo: “Preguntas al poeta Reynaldo Ros”: “¿Cómo explicarme ahora tu muerte / sino cual la obediencia al deseo de alguien / tú, que todo lo consentías sin recompensa, / que eras como un ademán del sí, de los perdones, / de las entregas sin cesar más allá de tu orgullo? / ¿Qué te pidió que muriera? / ¿Te llamó la heroína de la huerta azul, / un lejano recuerdo, o simplemente / quisiste obedecer a un capricho de tu alma / enamorada de las locuras, fundadora hoy / de una isla rodeada -no de lágrimas- / no de celestes aguas, de una isla / en medio de lo inmenso de tu sufrida soledad / litoral de unas fuentes oscuras o doradas, / de unos pálidos ríos afluentes de tu sueño / como las inasibles cabelleras / de las adolescentes que amaban tus silencios? // ¿Cómo pudo cansarse tu corazón para nosotros? / ¿Era tan grande su derrota / que se olvidó de un latido para nuestra tristeza, / un culpable latido que venciera a la muerte? // ¿Es que ya no creías tampoco en nuestra lágrima? / ¿Y los pequeños sin tu canción? ¿Y los sauces / sin tu mirada larga, y el poema / que le llevabas a la ciudad, a los jardines, / remando desde el anillo de las islas? ¿Y las aguas / no con tu juventud únicamente / con la hermosura de tu voz a solas? // ¿Y las gargantas que aromabas / con silvestres collares de color / de oro los montes? ¿Y tu amor, / tu inmenso amor amargo por muchachas angélicas / que como solamente las besaron tus sueños / pasan sobre tus versos como hechizadas sombras / bajo el temblor de un halo de deseos y lágrimas?
Juan Laurentino Ortiz
 Hallé un tercer poema dedicado al amigo poeta Ros. Su autor: Juan L. Ortiz, que nació en Puerto Ruiz en 1896 y murió en Paraná en 1978. Vivió la bohemia de Buenos Aires en los años 20, pero enseguida volvió a su lugar en el mundo: Entre Ríos. Algunos de sus libros: “El agua y la noche”, “El alba sube”, “La rama hacia el este”, “El álamo y el viento”, “La mano infinita”, “El aire conmovido”. José Gola afirmó: “La materia en donde Ortiz imprime sus gestos es el lenguaje, el campo donde desliza su palabra, la memoria. La estructura de sus poemas nace de un silencio anterior a la palabra, crece apoyada sobre él y su desarrollo origina lo que en definitiva será su forma. Cada verso es un avance hacia lo desconocido y en esta marcha surgen palabras y recuerdos, situaciones e ideas imprevisibles en el comienzo. Quiero decir que es nadando en el líquido maleable e indefinido del lenguaje donde Ortiz descubre la modalidad de sus estructuras poéticas [...] Sus palabras ascienden y descienden, giran y se queman alcanzadas siempre por los ardores de un viento total”. El poema: “Junto a la tumba de Reynaldo Ros” pertenece a “El junco y la corriente” (1970): “Salía siempre, o casi siempre, salía él, lo mismo que el aire / del sauce… / Salía como las mojarritas / del sauce… / Y ahora estaría él en la otra orilla del aire / o del sauce… / Qué oídos, pues, ahora, qué oídos / para oír, todavía, por encima del frío, a aquellas hojas / del cielo? / Mas su maravilla ha de abrir, fluctuantemente, allá también, las campanillas / que no se miran… / y ha de fluir asimismo / las ondas sin río… / Y acaso, su piragua, por qué no? Ha de darse en detallar / un Delta sin isla / y que él ha de ir alzando, alzando, con unos álamos sin huso, / al hilado de los serafines…”.

Los días tienen una senda mágica que permite, en determinados momentos, el encuentro, la aparición de señales y nexos: puentes subterráneos con ríos como cielos. La maravilla amanece cuando esto ocurre en el mundo de los hombres palabreros: anécdotas de respiración oral o escrita que hacen la memoria del trabajo en un oficio para cuores sensibles y valientes. La escritura no es para cualquiera. Desde las sombras del tiempo brotan los poemas para el amigo muerto. Tuky me presentó otro hombre de palabras, sueños y memoria. Por suerte, la gente que recomienda un poeta, nunca llega sola.

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