Juan José
Manauta, escritor notable, gualeyo ilustre, inició su tránsito en la literatura
argentina escribiendo poemas. Fue entonces poeta, después se propuso entrarle
de lleno a la prosa: y fue el tiempo de las novelas. Cuando éstas cumplieron su
ciclo, el Chacho empezó a alumbrar sus cuentos.
En la entrevista
que Mempo Giardinelli le hace en 1991 para la revista “Puro Cuento”, ante la
pregunta: ¿Por qué empezaste tan tarde a escribir cuentos?, contesta: “Quizá
porque, como cualquier hijo de vecino, empecé escribiendo poesía de muy joven.
Publiqué primero ‘La mujer de silencio’ (1944) y luego otro que se llama ‘Entre
dos ríos’. Pero mi caso es sencillo de explicar: mis poemas eran regularones;
no fui un gran poeta, ni siquiera un mediano poeta. En mi segundo libro de
poemas ya aparecían temas como el de la chacra abandonada, el éxodo, la
degradación campesina. Los viejos temas de ‘Las tierras blancas’ ya estaban en
mi poesía. Bueno, un día descubrí que ya no llegaba al fondo con la cuestión
poética. No por una cuestión de género sino por propia incapacidad, tal vez.
Pero yo quería contar esas cosas más en detalle, minuciosamente, y entonces me
pareció que la poesía a mí no me servía”.
Respeto la
opinión del autor sobre su obra, pero prima en el pensamiento el fruto de la
lectura, y sucede que encontré en los poemas de “Entre dos ríos” la sustancia
suficiente como para guardar también a un Manauta poeta. Esos poemas prefiguran
su prosa, en ellos la esencia, el alumbramiento de la nueva forma: en ellos la
temática sobre la que el escritor establecerá su órbita de interés. “Hombre en
la cuchilla” es el primer poema que elijo para que se cuente el Chacho: “Ahí
está arrodillado. / Bullen, al ritmo de su sangre, / las dulces hechiceras del
verano: / la semilla, el buen tiempo / con su cáliz dorado, / mientras el ave
audaz de la distancia templa / verdes guitarras en el campo. // Aquí nació,
creció, luchó y amó, y aquí lo despojaron, / pero aún cuida las tardes, está
atento al reflejo / y aún aprieta el otoño en una mano. / Cuando hacia el mar
final todas las rosas huyen / -memorioso cantor sin miedo, desterrado-, /
respira el aire antiguo y con el mismo viento, / esgrime la cosecha en un
puñado. // ¿Quién osa conmoverlo? / Es el hermano / que construye su casa,
labra su tierra / y doma su caballo; / el que dominó las sabandijas, / el autor
de su historia y de su canto. // No hubo invasión que no lo desangrara, / ni
milicia que no lo haya enrolado; / probó su lazo en todos los rodeos / y no
dejó pasar un año sin sembrarlo. // Y aquí está con su flor y su paloma, / como
un héroe que acaba de fundar su recuerdo. / Su río se abandona a los colores, /
le pone nombre al tiempo / y alguien recién llegado / le descubre su fábula en
el suelo”.
“Chacra
abandonada” es otro poema admirable: “La primavera acosa sus rincones como en
las horas buenas, / pero hoy es un mal día, y en las plantas, / un muerto
silencioso, como huésped sombrío, / recupera el olvido y lo propaga, / rompe la
intimidad, abre las puertas, / porque ya nadie vive en esta casa. // Esta
arteria vacía, isla del abandono, / ésta es la chacra derribada, / donde el
ausente cabe con su dolor, su furia, / y aún su mano trabaja. // En este
horcón, hasta de tiempo y de sudor en alto, / como en un esqueleto, el aire
cuelga ahora su aterido fantasma, / y es inútil que en el cielo callado / el
hacha oscura sienta borrar su huella intacta. / Aquí la espina, en derredor,
como la aureola de la vejez, corroe, / y un cardo de barbarie se adelanta. /
Aquí está el corazón, en las ortigas, / aquí el hombre pisaba. // La primavera
aún arde en una flor silvestre. / Y en un lugar del aire o de la infancia, / el
viento la sostiene con su mito imprevisto; / y el desmantelamiento de las cosas
y la rabia, / sobre el vientre del campo, en un recuerdo, eligen este lugar del
mundo, / y se desbordan por el deshecho labio de la arada. / Pero la sal feliz
y el lino de celeste memoria / defienden cada pétalo, buscan refugio aquí,
guardan la casa, / y hay una voz atenta entre las ruinas, / y aún le resiste al
tiempo una palabra”.
La lectura de
estos poemas es reveladora, y muestra de qué manera, desde el principio de un
autor que tiene un mundo sobre el cual orbitar, la mirada se mantiene, se
fortalece, es una forma de andar desde la cuna: la sustancia fundacional que va
a acompañar toda una vida. Y junto a la sustancia, la búsqueda, el hallazgo, la
fructificación de la voz propia. Los poemas de “Entre dos ríos” son presencia
en toda la obra del gualeyo ilustre: “El hambre” es un poema matriz: “Ah; / me
olvidaba del hambre. // No me hubiera olvidado quizá de esa gran regidora / si
no anduviera junta / con el día y la brisa, con el hombre y sus nubes, / con
los atardeceres, mañanas, medios días. / No me hubiera olvidado del hambre si
no fuera, quizá, / también la de los árboles / que arraigan en el llano, / si
no fuera de pájaros y de constelaciones, / el hambre de los peces que remontan
el río. // Me olvidaba tal vez porque la luna / gira en el hambre de la
escarcha y gira / para el grano aventado. / No me hubiera olvidado / si el
hambre no anduviera, junto a los picaflores, / balando en los corderos de
septiembre. / No me hubiera olvidado del hambre si no fuera / la de un recién
nacido. // Y así olvidaba el hambre / de los seres oscuros de mi tierra. // La
suya es como el hambre / del río que se dirige al mar, / o el hambre de los
vientos de marzo / que traen la lluvia para el trigo. // Me olvidaba del
hambre, / y el hambre yace muerta sobre las tierras blancas / y en las
cosechadoras / apagadas, y enmohecidas. // La suya es como el hambre de las
cosas viajeras: / golondrinas que vuelven, camalotes / con collares de luz; /
y, bajo talas, ñandubays y algarrobos, / a ras de las serpientes. // Puedo
decir, del hambre, junto al niño harapiento, / y en la palabra caben los
pastores de imágenes, / el ministerio de la rosa, el héroe. / Puedo decir, del
hambre, junto al abandonado, / y en la palabra caben / los hombres que han
arado y los caballos / que han vuelto con fatiga / y abrevan al atardecer. //
El hambre de los míos es el hambre / que proviene desde la tierra vieja, /
maternal y asesina, / jugosa y obediente. // ¿Y entonces si los ríos concluyen
en el mar, / y si los picaflores hallan la miel, / y las estrellas retornan
cada noche; / por qué, si el día es redondo, brillante, / calienta las
cosechas; / por qué si las crecientes / vienen y van, / trayendo el limo pesado
desde el norte; / por qué, si entre las hojas / un rayo azul se asoma y emparenta
los pólenes; / por qué me había olvidado del hambre; / por qué me había
olvidado del hambre de los míos?”.
Desde el poema
hasta “Las tierras blancas” (1956), la poesía y la prosa: “Las construcciones
de Odiseo, sin embargo, revelaban un sentido que parecía simbólico: el hambre,
en la primera etapa diurna del apetito cotidiano. Hasta se podía observar que
llegadas a cierta altura imposible de sobrepasar, Odiseo sentía la necesidad de
sustento. Al día siguiente crecían otra vez, a manera de juego. Pero era que el
hambre, de ese modo, no quedaba satisfecha después de comer, aunque –lo que no
era probable en esos contornos- se asistiera a un festín. El hambre no era sólo
una pasajera necesidad de las vísceras, sino que las trascendía y llegaba a
convertirse en un estado permanente y espiritual. El hambre persistía aún
después de haber comido, puesto que cuando reaparecieran con esa fatal
terquedad de la vida (como reaparecen –puesto que tienen que respirar- las
cabezas de los macaes que bajan al río en las siestas de verano) la languidez y
los dolores de estómago. Y aun cuando se los pudiera eliminar cada vez que
aparecían (lo que allí era tan improbable como acertarle un tiro a la cabeza de
un macá), el hambre persistiría porque ella iba incrustada en el alma. Desde
antes de nacer los ha penetrado con esa avidez sustancial, contagiándoles el
deseo indiferenciado de ingerir no importa qué alimento ni a qué hora del día y
de pensar en ello, de estarse sometido a ello aún después de haber satisfecho
el pasajero apetito.
Si a través de
los ojos de Odiseo asomaba algún rasgo de su secreto inmaterial, podía
inferirse que el color del hambre se parecía al color de la tierra que manchaba
su cuerpo: una especie de bivalencia de ese color blanquecino y gris, ingrávido
y fatal”.
La música de la
poesía, el pulso con que dice el poeta, es el escalón máximo de la escritura.
Juan José Manauta fue poeta en el principio, y soy de la idea de que esa
condición no se abandona, no se duerme, esa piel no se pierde porque haya
aparecido otra forma de acomodar las figuras y los colores. El Chacho fue poeta
de profundidades en su poesía, y siguió siendo poeta en la novela, y para
prueba totalizadora están luego sus cuentos. Pensador poeta, memoria de poeta,
la de este artista creador y su oficio que, sabido es, sólo da sus frutos si a
él se dedica una vida a conciencia.
Manauta publicó
algunos de los poemas de “Entre dos ríos” en distintos medios a finales de los
40. El libro, nunca publicado como tal, acompañó el “mientras tanto” de su vida
de escritor. Fue recién en el año 1989 que trabajó sobre ellos, y para su
cumpleaños 90, los amigos de editorial Atril imprimieron una edición de autor
con el fin de ser obsequiada a los concurrentes a la fiesta. Guardo un ejemplar
en mi biblioteca. Conocí a Lucía Montero, la compañera de Chacho, en Gualeguay,
en casa de Sabina Lardit. Ella guardaba un ejemplar sobrante entre sus libros.
Hay unas líneas de apertura en la primera página: “Cumplir noventa es como
llegar a una cima. / Desde allí se ve el precipicio, / pero también se puede
mirar a lo lejos”. Leo una y otra vez, las guardo en mi memoria, y sin embargo
tomo el libro de mi escritorio y leo. Me hace bien.
Lucía Montero me
decía que muchos vieron en esta publicación el título que marcaba el final de
un ciclo: la vida de trabajo del escritor, y que ella no estaba de acuerdo con
ello. Y más allá de que el mismo terminó siendo el último título, esa escritura
que acompañó toda su vida se conecta explícitamente con el principio de su
hacer. Se fundó poeta y lo siguió siendo en la prosa. Tomar esos poemas en los
últimos años me parece una sincera reafirmación de su origen y desarrollo.
Nunca dejó de ser poeta, y él lo sabía. Siempre llevó en él, en el tránsito del
oficio, la imagen, la palabra, el aliento de su maestro: Juan Laurentino Ortiz.
El trabajo sobre los poemas bien puede ser la representación de su manera de
orbitar: sobre sus temas, su estética y su vida. En este gesto quizás esté el
encuentro con una de las sintonías de la eternidad, la que lo ubica en un lugar
destacado dentro de la literatura argentina. Órbita, círculo, el eterno retorno
al origen y al todo. Me digo que esta manera de girar sólo se hace posible
cuando un escritor ha sabido fundar un universo.
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