domingo, 11 de mayo de 2014

Leticia Manauta en Gualeguay



Mi llegada a Gualeguay gozó de suertes diversas. Una, aunque me enteré tarde de la ceremonia, fue saber de las palabras que Leticia Manauta dijo luego de que se arrojaran al Gualeguay las cenizas de su padre: el escritor Juan José Manauta, el Chacho, gualeyo ilustre. Incluí sus palabras en una nota sobre el Chacho, y ella me escribió para agradecer la nota. Iniciamos un intercambio de mensajes. Hoy es amistad. Ella es escritora como su padre. Leí ‘Las sagradas ruinas’ (cuentos, 2006) y ‘El archivista’ (novela, 2011).
 Señalo un pasaje del cuento ‘Réquiem para el amante muerto’: “Qué obscenas son las aberturas en la tierra que esperan los cajones que llevan a los muertos; que desagradable ruido de tierra al caer sobre la madera; y ese montículo de tierra removida aún sin cruz, ni placa, solo con flores que queda a solas cuando todos los que acompañamos al muerto nos retiramos. Para mí es el momento de quedarme a llorar sin pudor y decir que siempre sabré donde estás”. Otro cuento es “Bukoskiana”, una vuelta de tuerca al realismo sucio de los días, una historia dura donde queda claro, lo mismo ocurre en su novela, que la autora hilvana las palabras a conciencia, con pulso firme: “Ella y mi papá compraron ese departamento trabajando mucho; pero el viejo parece que tampoco tenía disciplina, un día se largó de casa y nunca volvió, ni siquiera a verme a mí, nunca supe dónde o cuándo murió, yo tendría ocho o nueve años cuando se fue. La vieja firme siempre parando la olla, mandándome al colegio, obligándome a ir al secundario y hasta la Facultad. Cuando me fui haciendo grande mi mamá decía que me parecía a mi viejo. Debe ser así, porque cuando empecé a tomarle el gustito a la noche, a los hombres me fui yo también y la dejé a la vieja, sólo regresé para cuidarla cuando estaba enferma. Cuando murió la casa era mía así que me quedé, no cambié casi nada; tengo las fotos y la ropita de cuando era una beba, me gusta cada tanto sacar esas cosas y mirarlas. Me da gusto imaginarme que algunas veces mis viejos me miraron y se sintieron orgullosos de su hija; que mamá me besaba y acunaba o el viejo me sentaba en sus rodillas y me contaba cuentos (…)”.
Leticia Manauta estuvo hacia fines de marzo en Gualeguay. Vino junto a Lucía Montero, la última compañera del Chacho, a ver el mural “El paseo de los nuestros” que lleva adelante el plástico Néstor Medrano. Al fin nos conocimos personalmente. Tuvimos una larga charla en el patio del Hotel Jardín.
Pregunté por su manera de encarar el oficio, porque cada escritor tiene su propia receta:
“Creo que no tengo ningún sistema. Lo único: hago anotaciones previas en libretas. Luego recuerdo alguna de esas líneas. También anoto frases que me gustaron. Escribo porque: se me ocurre una propuesta, o puede aparecer una temática, pienso si eso da para un cuento o una novela, y escribo desde ese plan previo. También puede suceder que me ponga a escribir algo y que en el camino aparezca otra cosa. Borges decía que para escribir un cuento hace falta la primera y la última línea: el problema está en lo que va entre estas líneas. Historias, anécdotas, temas, tenemos todos: el asunto es cómo los desarrollás”. Agrega, sonrisa de por medio, una confesión sobre su manera de trabajar: “Empiezo a escribir algo con mucho entusiasmo, tengo todo claro y estoy escribiendo una novela, pero llega un momento en que me ahogo, que estoy muy en carne viva. Entonces necesito escribir otra cosa, tomarme vacaciones. Trabajo en paralelo, ninguno de los textos se interconecta. Es pura infidelidad. A tu pareja no le vas a hablar de tu amante. Y en el medio de estos dos extremos, hay aventuras: escribo artículos, textos que no son ficción”.
A Leticia le gusta hablar sobre su escritura, pero lo hace a salvo del síndrome del pavo real, su relato es parte de una búsqueda íntima de pistas, en muchos momentos me pareció que ella contaba, ante todo, para aprender un poco más sobre ella misma, sobre su manera de ser persona, sobre relación con el oficio: “Al principio fui una escritora de fin de semana, también de noches. Ahora soy una escritora que busca los tiempos para trabajar. Además, muchas veces elijo temas en los que, mientras escribo, investigo: temas históricos, lugares. Por ejemplo, cuando escribí ‘El Archivista’ no conocía Roma. Hice un estudio de la ciudad a través de postales, planos, películas. Tenía, como los detectives, dispuestos los planos marcados. Leía autores italianos. Siento que la investigación me sostiene, me alimenta. Cuando conocí Roma, caminé con conocimiento por la Plaza San Pedro, era una revisita. Había terminado la novela, pero no estaba editada. Al regreso la revisé, y tuve que corregir muy pocas cosas. Mi Roma era tan verosímil como la verdadera. En la literatura, el escritor toma toda la información que te dan los otros lenguajes. Durante el tiempo de escritura tenés que profundizar en vos, ir entrando en un pozo donde está todo aquello que tenés acumulado sobre el tema, por eso siempre pueden cambiar la primera y la última línea. Elegís un tema y no es inocuo, ocurre que hay que conectarse hacia adentro, y eso es tiempo. Tengo mucho compromiso laboral, y a veces pasa que no está ese tiempo, pero yo no puedo escribir si no hago eso: investigación y profundización que te lleva a lo físico: entrás en estados de mucha alegría o de mucha tristeza, o de temor frente a cosas oscuras que uno empieza a deshilvanar, a mirar, a partir del tema que te propusiste. Escribir no es una tarea descansada, a veces es una batalla. Ni hablar cuando no encontrás las palabras”.
Pregunto a Leticia si tiene una sospecha de por qué es escritora: “Escribo porque me gusta contar historias. Cuando hablo trato de hacer un relato, no te digo: se cayó el jarrón, se rompió y tuve que tirar las flores. Los escritores que no firmamos libros a multitudes, contamos con lectores íntimos, que se sientan frente a uno y cuentan lo que escribimos. Pero me cuentan otra cosa. Es una de las experiencias más maravillosas que uno tiene. No solo vio otras cosas, en realidad tiene otro relato del que uno internamente se propuso. El lector está feliz: y lo que te devuelve no es lo que pensás que habías escrito. La literatura es un elemento de comunicación. ¿Por qué escribo?, alguna vez se me escapó una respuesta casi inconciente: porque quiero que me quieran, y es esto que te cuento que pasa con el fenómeno del lector. Vos escribís, es como con los hijos, los libros son para el mundo, más amplio o acotado. Escribís para la gente y el que completa tu trabajo es el lector que se involucró y que tiene, de alguna manera, un lazo afectivo con vos. Es un proceso de encuentro, de amor: hay alguien que lee a solas lo que vos escribiste a solas, y se involucra. ¿Por qué dijo esto? Si yo no lo dije, pero bueno, el amor es encontrarse y decodificar lo distinto”.
Leticia, ¿y tus lecturas?: “Era fanática de Verne, Salgari, de la colección Robin Hood. En un momento de mi vida fue muy importante la literatura norteamericana, la generación perdida: John Dos Passos, William Faulkner, me conmovieron. Como me conmovió la literatura de los años de la Segunda Guerra que venía del bloque soviético. Después Tolstoi, cuando pienso en alguien desmesurado para el relato, que no deja nada sin resolver, pienso en él. Algunas cosas de Dostoievski. También la literatura francesa, la italiana: Moravia, Pavese, Pasolini y todo lo que venía con él. Los latinoamericanos: Jorge Amado y sus imágenes del sertón, Arguedas, Cortázar, que fue muy importante para desacartonarme la escritura, la aparente inocencia en el relato, dejarte en el aire, no contar todo, o escribir una novela como Rayuela, que vos podías usarla como un artefacto”.
La pregunta es inevitable, ¿y la literatura del Chacho?: “Con mi viejo yo no estaba leyendo a un autor, leía a mi papá. Recién ahora puedo tener una distancia con esa literatura y hacer otro tipo de análisis. Mi viejo corregía mucho, eso se lo copié, y yo pasaba en limpio sus historias. Él escribía un cuento de un tirón y después se pasaba semanas corrigiendo. Yo volvía a tipiar. Era como estar adentro. Era el cotidiano, y lo que un padre hace no viene de afuera. Sí compartimos lecturas, por ejemplo El Quijote, yo lo redescubrí así, después de detestarlo por la imposición de la secundaria. Y para él también fue importante la relectura, porque le permitió saber cómo se llamaba su libro de cuentos con las mujeres: ‘Los cuentos para la dueña dolorida’, que lo saca de El Quijote, ahí reúne los cuentos. Fui testigo de eso. Pero la toma de conciencia fue posterior, esas cosas pasaban, la literatura estaba cerca de uno”.
Cada vez que hablo con un escritor que es dueño de una mirada aguda, tengo la sensación de estar entrándole con ganas a la vida. Es por eso que siempre que sucede, pregunto por la muerte, para completar la felicidad del encuentro con la susodicha mirada: “Es una cuestión compleja, te dije ‘todos murieron’ en relación a los cinco Enriques a quienes les dedico ‘El archivista’ (Wernicke, Rusconi, Pichón-Rivière, Pavón Pereira, Oliva), y murieron muchos más, porque importa cómo murieron y por qué murieron. Se entiende lo que digo ¿no? El que se va por muerte natural, más allá de la ausencia, es lo esperable desde lo biológico. Lo terrible son las otras muertes, la de los que se fueron antes. La muerte es como una foto, una instantánea que te queda y que nunca vas a poder modificar. Vas a seguir dialogando con esa foto. Hay otras muertes que uno las siente como dulces, tranquilas: como la de mi viejo. No te voy a decir que no le temo a la muerte. Y a partir de un momento sentís que se acerca, después de los 60 es una presencia. Las generaciones anteriores se van muriendo y vos quedás en el frente de batalla. Y esto lentamente acelera la elección de las cosas imprescindibles de las secundarias: dónde vas, dónde estás, con quiénes hablás. Empezás a reducir el mundo de tus afectos, hay una valoración del tiempo, y esto también te pasa en lo que escribís, concentrás los temas. Las fronteras de la juventud se mueven. Es más despacio, todo es más pensado. Hay un mundo que se profundiza y se achica. Siento que mis amistades son más intensas, y en ese mundo uno elige dónde estar y dónde no. Ya no tenés obligaciones más que con vos mismo. Es un proceso de despojo, de darse cuenta del límite. No es fácil, tiene su costo. Tuve la suerte de vivir los momentos en sus tiempos correspondientes. Conocí todo, y lo que no elegí fue por decisión. Viví los desgarros afectivos, atravesé distintas zonas, no hago bandera de inocencia. Si sobrevivís al primer desgarro por amor, no te mata nadie, claro que a nuestra generación le tocó el crimen, pero eso no es natural”.
Leticia hizo memoria. Construyó un relato atractivo con algunos capítulos de la novela de su vida. Con seguridad existió el día en que el Chacho pasó por la puerta de este lugar pensando en alguna historia. Ella contó las suyas en el patio. Guardo feliz las palabras de ambos.

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