El disfrute
comenzó a poco de andar por la casa de Julio Saldaña. Me recibió el dueño de
casa, y enseguida se sumó Nora, la compañera. El paisaje lo forman libros: una
biblioteca, cuadros en las paredes: Antonio Castro, Néstor Medrano; sobre un
mueble las señales de quien fuera un amigo, o mejor, un guía espiritual de
estas personas: el plástico Derlis Maddonni: una tinta, y en otro marquito se
aprecia uno de los poemas de Oliverio O., una de las almas que guardaba el alma
grande de Maddonni. Porque además supo ser Lupacchino La Mafia a la hora del juego
epistolar que practicó con su amigo: el plástico Carlos Alberto Montella que,
para tal lance, y para otros en distintos intersticios del mundo misterioso del
arte, supo llamarse Lorenzo Brancaleone. Derlis es presencia feliz en la casa y
en la palabra de sus habitantes. Saldaña es una de esas personas que desde el
primer movimiento de la palabra, sugiere cercanía: como si lo conociera desde
hace años. Solo había escuchado su nombre en algunos lugares, habíamos cambiado
unos pocos mensajes en relación a “El Paseo de los Nuestros”, el mural donde
acompaña a Medrano. Quise saber quién era, qué hacía. Su rastro además se hacía
misterioso: ¿por qué nombrar Juana a Julio Saldaña? Recuerda con una sonrisa: “Nací
en Gualeguay el 9 de julio de 1966.
Mi nombre es Julio Argentino, pero nada que ver con Roca.
Cuando tenía 7 años, un amigo me dijo: ¿qué hacés, Juana la Loca?, y lo agarré a
trompadas. Me empezaron a decir así, en el barrio, en el fútbol: allá viene
Juana, Juana la Loca. Me
enojaba, y me quedó. Desde los 11 yo mismo me presentaba como Juana”. Julio me
cuenta de la casa paterna: “Soy hijo de ferroviarios, y eso es algo que me
marcó. Todos mis tíos eran ferroviarios. Cuando en el 78 sacan el puente, mi
viejo se queda sin laburo. Lo echan los milicos: a los ferroviarios del ferry,
que daba la vuelta a la isla Talavera. La historia de Holt, en el departamento
de Ibicuy, ahí están las ruinas del puerto. Es muy lindo, por más que a mí me dé
mucha tristeza. Yo tenía 12 años. En casa había despelote, la guita faltaba, y
mis hermanos y yo tuvimos que empezar a hacer algo. Mamá era ama de casa. Se me
ocurrió una idea”. Julio no tenía manera de saberlo, pero la susodicha idea le
cambiaría la vida, y le enriquecería la memoria: “En los 80 andaba en Gualeguay
un vago en una Harley Davidson con sidecar. Un tipo de pelo largo, campera
Harley. Era Omar Mc Intire. Un amigo me dice que él enseñaba a trabajar en
cuero en el Museo Ambrosetti. Organizó un taller de artesanías y un centro de
artesanos en el 80. Lo conocí en pleno Proceso. Hablaba un lenguaje que yo no
entendía. Me decía: Yo no te voy a enseñar, el que va a aprender sos vos. Él me
hizo conocer el rock nacional, que en Gualeguay no existía. Omar había
estudiado arquitectura, tuvo un puesto de artesano y fue parte del centro de
artesanos en plaza Francia de Buenos Aires. Pertenecía a un grupo de
estudiantes. Desaparecieron un par de amigos, y decidieron no verse más. Se
saludaron por última vez y cada uno tomó su rumbo: sin agenda, sin decir dónde
iban. Él vino acá porque hacía poco había venido a vivir la madre. Gualeguay
era un lugar perdido en el mundo. Él era de Paraná. Con Omar podías hablar de
literatura, pintura, música, fútbol, de todo, hoy es más difícil encontrar
gente así. Con esta influencia empiezo a laburar en cuero. Fue entrar en otro
mundo: a escuchar cosas distintas”. Mc Intire fue una presencia decisiva: “Dejé
la escuela, tenía 14, 15. Tenía que hacer algo, y fui artesano. Omar me abrió
la puerta del arte, escuchaba rock y música clásica, que yo no entendía y que hoy
me encanta. Me gustaba que supiera de todo. Armó un centro de artesanos. Estuve
con él un par de años. Después terminé la secundaria. Así llegué a la democracia.
Y siempre fui artesano”. Pregunto por el maestro: “Omar falleció hace un año.
Se quedó en Gualeguay, y los últimos 10 años no le abría prácticamente la
puerta a nadie. Vendía algunas cosas para vivir, pero nada más. Era un
verdadero hippie. Vivía solo. Recuerdo que cuando empezó internet, hace ya una
pila de años, me dijo: La revolución no está en la calle, está en internet,
esto pensando en hackear al enemigo; o en los finales de Alfonsín, me dijo:
Esto es la libanización. Su visión era total. Omar, todo el tiempo que me
enseñó a trabajar, nunca me cobró. Sostenía que no había que hacerlo, y que lo
que no se podía perder era la artesanía: Uno siempre tiene que enseñar porque
es cuando más aprende. Algo que no entendí hasta que empecé a enseñar. Aprendés
que hay otras maneras de hacer el trabajo. En los últimos años, a veces me
abría la puerta. Había una conexión sin necesidad de estar viéndonos siempre.
¿Dónde aprendí todo?, mi escuela fue de la mano de Omar y de Derlis Maddonni”.
El segundo
maestro y el trabajo de construir el hombre: “A través del hijo conozco a
Derlis. Entré en una casa donde se escuchaba Vangelis, había cuadros. Me enseñó
un par de cosas, y al final decidí estudiar diseño gráfico. Él hacía muchas
cosas, pintaba escenografías para el Encuentro Cultural de la Juventud, donde se hacían
17 obras de teatro en una semana o dos, exposiciones de pintura, música.
Intenté estudiar en Buenos Aires, pero volví a los 6 meses. Ya estaba de novio
con Nora. Pusimos un taller para vender artesanías de cuero. Y como teníamos
poquitas cosas, hacíamos muestras de cuadros. Expuso Peperucho Quintana,
Antonio Castro. Duramos unos meses. Después llegamos a otro local, ya decididos
a vivir de este oficio. Nora dejó Derecho y nos casamos. Derlis fue un referente.
Nosotros teníamos un local sobre San Antonio. Derlis tenía un itinerario que
era ir a tomar mate al local: Adelaida, el nombre es por una perra que tuvimos,
después cruzaba a la relojería de Quico Benítez, y por último se compraba un
vino en el Superguay. Todos los días arreglábamos el mundo. Él nos apuntalaba
en nuestro trabajo. Lo vi hacer escenografías para teatro, y después terminé
haciendo alguna yo. Hacía catálogos, él nos enseñó que se podía mezclar todo.
Yo no soy artista plástico, sí dibujo, hago algunas cosas, pero no estudié, no
tengo tantas herramientas como tengo con el cuero y las artesanías”.
Recuerda que:
“Antonio Castro era muy amigo de mi viejo, de ahí mi aprecio, en casa había
varios de sus cuadros. Derlis organizó una exposición colectiva para el
Encuentro del 83. Estaban Cachete González, Castro, Derlis, Montella, y
nosotros. Así que expuse con ellos (se ríe). Fueron muy generosos”. Julio dio
con la palabra ‘generoso’: “Derlis era muy generoso. Y generoso es Néstor
Medrano. Lo conozco hace 5 años. Hice con él un taller de ejercicio plástico
que era pintar murales con pintura, y desde el primer día me asombró su
generosidad. Nos hicimos amigos. En un momento me propone hacer el mural ‘El
Paseo de los Nuestros’. Yo conozco la técnica, vi muchos trabajos de este tipo
en Brasil, que lo trabajan muy bien. Le dije que sí. Él lleva una vida en el
arte, hizo el dibujo, pero desde el principio somos todos iguales, el equipo
técnico somos todos. Generosidad así, hay poca. Encontré personas generosas:
Omar, Derlis y Néstor. Con Nora nunca cobramos para enseñar, y esta escuela la
mamamos de ellos”. Sobre el mural, cuenta: “Fue mucho trabajo, pero Néstor lo
hizo fácil. Y lo mejor, la comunión con los vecinos. La señora de enfrente que
te dice que ahora sí puede abrir la puerta de su casa con alegría, los chicos del
carro, el barrendero que habla todos los días con nosotros”.
Su gusto
literario y su quehacer: “Me gusta la poesía, fanático de la de Spinetta, me
parece bellísima. Según Nora, Spinetta leyó mucho a Juanele. Me gusta él, Tuky
Carboni, poetas de Brasil como Vinicius de Moraes. Estoy ligado a la poesía a
través de la música. Y tengo mucha poesía dibujada, escribo textos muy cortitos
acompañados por un dibujo. Me gusta más el dibujo que la pintura. Hago pintura
y dibujos sobre artículos de cuero, a manera de intervención. Es expresar lo
que uno sabe de distintas maneras, darle un mayor valor artístico al objeto.
Tenemos idea con Néstor de empezar a pintar y dibujar sobre distintos objetos,
buscar la manera de que el arte no quede solo dentro de un cuadro”.
La enseñanza es
una de las palabras clave en la vida de Julio: “Enseñé siempre, hice talleres
municipales, y la experiencia más rica que tuve, entre 2007/10, el Programa de
Identidad Entrerriana. Talleres por toda la provincia: un artesano de cuero,
arcilla, telar, chala de choclo, murales en vivo. En un vagón llegábamos a
lugares donde el tren no iba más, otra vez lo ferroviario en mi vida. En el
vagón se hacían exposiciones. A Gualeguay no llegó porque sacaron las vías,
llegó a Carbó. El taller intensivo duraba 3 días, en veinte horas se enseñaba
un oficio”.
Juana recuerda
con cariño los encuentros que tuvo con el Chacho Manauta. En marzo del 2000 se
organizó una charla del escritor y sus amigos en la Biblioteca popular:
Cristina Villanueva, Emma Barrandéguy, Tuky Carboni, Elsa Serur, Eise Osman,
Derlis Maddonni y Olga Gayote, que había sido su compañera de escuela. Se
expuso arte de pintores locales: Cachete, Derlis, Montella, Vicente Cúneo. Cary
Pico cantó la “Zamba del lino”, letra del Chacho. “Manauta, otro hombre muy
generoso”, dice Juana. A Nora, que se dedica al teatro, el escritor le dio
autorización para hacer “Charito”, un cuento largo, una ‘nouvelle’, una joya de
la literatura argentina. Ella dijo en su momento que era imposible. Pero, ¿y si
volviera a pensarlo?, me dije mientras Juana hablaba. El artesano fue quien
manejó el auto para traer al Chacho a Gualeguay.
Afirma Julio
Saldaña que Gualeguay empezó a cambiar con la inauguración del puente Zárate
Brazo Largo, y que hoy el mundo no queda tan lejos. Mientras habla recuerdo las
palabras del escritor Daniel González Rebolledo, él nombra a Gualeguay como una
isla. Pienso en una isla cerca de la costa, pero isla al fin; pienso también en
que los tiempos han cambiado después del puente, pero que todavía hay mucha
gente viviendo en una isla.
Julio Argentino
Saldaña es artesano, en su local y taller, desde 1992, de 25 de Mayo 1330, uno
encuentra mates, portatermos, carteras, billeteras, portafolios, cocido a mano
o con alguna terminación a máquina. Y no por ello deja de ser artesanal. Afirma
que la demanda aumentó desde 2005: “Se acabó la importación y me empezaron a
comprar. Hay una revalorización de lo hecho a mano. Vivo del oficio, es artístico
y comercial”. Recuerda: “Omar hacía todo a mano, pero después fue incorporando
otros recursos. Los tiempos cambian, pero el origen es el mismo. Hay que
actualizar el diseño y respetar la esencia”.
Respeto por el
origen, memoria y compromiso con los maestros, trabajador de un oficio que
quiere. Lo escuché, fui espía de su persona y de su lugar. No tengo dudas,
Julio Saldaña es un hombre feliz. Y generoso.
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