domingo, 4 de mayo de 2014

Julio Saldaña: artesano de la memoria



El disfrute comenzó a poco de andar por la casa de Julio Saldaña. Me recibió el dueño de casa, y enseguida se sumó Nora, la compañera. El paisaje lo forman libros: una biblioteca, cuadros en las paredes: Antonio Castro, Néstor Medrano; sobre un mueble las señales de quien fuera un amigo, o mejor, un guía espiritual de estas personas: el plástico Derlis Maddonni: una tinta, y en otro marquito se aprecia uno de los poemas de Oliverio O., una de las almas que guardaba el alma grande de Maddonni. Porque además supo ser Lupacchino La Mafia a la hora del juego epistolar que practicó con su amigo: el plástico Carlos Alberto Montella que, para tal lance, y para otros en distintos intersticios del mundo misterioso del arte, supo llamarse Lorenzo Brancaleone. Derlis es presencia feliz en la casa y en la palabra de sus habitantes. Saldaña es una de esas personas que desde el primer movimiento de la palabra, sugiere cercanía: como si lo conociera desde hace años. Solo había escuchado su nombre en algunos lugares, habíamos cambiado unos pocos mensajes en relación a “El Paseo de los Nuestros”, el mural donde acompaña a Medrano. Quise saber quién era, qué hacía. Su rastro además se hacía misterioso: ¿por qué nombrar Juana a Julio Saldaña? Recuerda con una sonrisa: “Nací en Gualeguay el 9 de julio de 1966. Mi nombre es Julio Argentino, pero nada que ver con Roca. Cuando tenía 7 años, un amigo me dijo: ¿qué hacés, Juana la Loca?, y lo agarré a trompadas. Me empezaron a decir así, en el barrio, en el fútbol: allá viene Juana, Juana la Loca. Me enojaba, y me quedó. Desde los 11 yo mismo me presentaba como Juana”. Julio me cuenta de la casa paterna: “Soy hijo de ferroviarios, y eso es algo que me marcó. Todos mis tíos eran ferroviarios. Cuando en el 78 sacan el puente, mi viejo se queda sin laburo. Lo echan los milicos: a los ferroviarios del ferry, que daba la vuelta a la isla Talavera. La historia de Holt, en el departamento de Ibicuy, ahí están las ruinas del puerto. Es muy lindo, por más que a mí me dé mucha tristeza. Yo tenía 12 años. En casa había despelote, la guita faltaba, y mis hermanos y yo tuvimos que empezar a hacer algo. Mamá era ama de casa. Se me ocurrió una idea”. Julio no tenía manera de saberlo, pero la susodicha idea le cambiaría la vida, y le enriquecería la memoria: “En los 80 andaba en Gualeguay un vago en una Harley Davidson con sidecar. Un tipo de pelo largo, campera Harley. Era Omar Mc Intire. Un amigo me dice que él enseñaba a trabajar en cuero en el Museo Ambrosetti. Organizó un taller de artesanías y un centro de artesanos en el 80. Lo conocí en pleno Proceso. Hablaba un lenguaje que yo no entendía. Me decía: Yo no te voy a enseñar, el que va a aprender sos vos. Él me hizo conocer el rock nacional, que en Gualeguay no existía. Omar había estudiado arquitectura, tuvo un puesto de artesano y fue parte del centro de artesanos en plaza Francia de Buenos Aires. Pertenecía a un grupo de estudiantes. Desaparecieron un par de amigos, y decidieron no verse más. Se saludaron por última vez y cada uno tomó su rumbo: sin agenda, sin decir dónde iban. Él vino acá porque hacía poco había venido a vivir la madre. Gualeguay era un lugar perdido en el mundo. Él era de Paraná. Con Omar podías hablar de literatura, pintura, música, fútbol, de todo, hoy es más difícil encontrar gente así. Con esta influencia empiezo a laburar en cuero. Fue entrar en otro mundo: a escuchar cosas distintas”. Mc Intire fue una presencia decisiva: “Dejé la escuela, tenía 14, 15. Tenía que hacer algo, y fui artesano. Omar me abrió la puerta del arte, escuchaba rock y música clásica, que yo no entendía y que hoy me encanta. Me gustaba que supiera de todo. Armó un centro de artesanos. Estuve con él un par de años. Después terminé la secundaria. Así llegué a la democracia. Y siempre fui artesano”. Pregunto por el maestro: “Omar falleció hace un año. Se quedó en Gualeguay, y los últimos 10 años no le abría prácticamente la puerta a nadie. Vendía algunas cosas para vivir, pero nada más. Era un verdadero hippie. Vivía solo. Recuerdo que cuando empezó internet, hace ya una pila de años, me dijo: La revolución no está en la calle, está en internet, esto pensando en hackear al enemigo; o en los finales de Alfonsín, me dijo: Esto es la libanización. Su visión era total. Omar, todo el tiempo que me enseñó a trabajar, nunca me cobró. Sostenía que no había que hacerlo, y que lo que no se podía perder era la artesanía: Uno siempre tiene que enseñar porque es cuando más aprende. Algo que no entendí hasta que empecé a enseñar. Aprendés que hay otras maneras de hacer el trabajo. En los últimos años, a veces me abría la puerta. Había una conexión sin necesidad de estar viéndonos siempre. ¿Dónde aprendí todo?, mi escuela fue de la mano de Omar y de Derlis Maddonni”.
El segundo maestro y el trabajo de construir el hombre: “A través del hijo conozco a Derlis. Entré en una casa donde se escuchaba Vangelis, había cuadros. Me enseñó un par de cosas, y al final decidí estudiar diseño gráfico. Él hacía muchas cosas, pintaba escenografías para el Encuentro Cultural de la Juventud, donde se hacían 17 obras de teatro en una semana o dos, exposiciones de pintura, música. Intenté estudiar en Buenos Aires, pero volví a los 6 meses. Ya estaba de novio con Nora. Pusimos un taller para vender artesanías de cuero. Y como teníamos poquitas cosas, hacíamos muestras de cuadros. Expuso Peperucho Quintana, Antonio Castro. Duramos unos meses. Después llegamos a otro local, ya decididos a vivir de este oficio. Nora dejó Derecho y nos casamos. Derlis fue un referente. Nosotros teníamos un local sobre San Antonio. Derlis tenía un itinerario que era ir a tomar mate al local: Adelaida, el nombre es por una perra que tuvimos, después cruzaba a la relojería de Quico Benítez, y por último se compraba un vino en el Superguay. Todos los días arreglábamos el mundo. Él nos apuntalaba en nuestro trabajo. Lo vi hacer escenografías para teatro, y después terminé haciendo alguna yo. Hacía catálogos, él nos enseñó que se podía mezclar todo. Yo no soy artista plástico, sí dibujo, hago algunas cosas, pero no estudié, no tengo tantas herramientas como tengo con el cuero y las artesanías”.
Recuerda que: “Antonio Castro era muy amigo de mi viejo, de ahí mi aprecio, en casa había varios de sus cuadros. Derlis organizó una exposición colectiva para el Encuentro del 83. Estaban Cachete González, Castro, Derlis, Montella, y nosotros. Así que expuse con ellos (se ríe). Fueron muy generosos”. Julio dio con la palabra ‘generoso’: “Derlis era muy generoso. Y generoso es Néstor Medrano. Lo conozco hace 5 años. Hice con él un taller de ejercicio plástico que era pintar murales con pintura, y desde el primer día me asombró su generosidad. Nos hicimos amigos. En un momento me propone hacer el mural ‘El Paseo de los Nuestros’. Yo conozco la técnica, vi muchos trabajos de este tipo en Brasil, que lo trabajan muy bien. Le dije que sí. Él lleva una vida en el arte, hizo el dibujo, pero desde el principio somos todos iguales, el equipo técnico somos todos. Generosidad así, hay poca. Encontré personas generosas: Omar, Derlis y Néstor. Con Nora nunca cobramos para enseñar, y esta escuela la mamamos de ellos”. Sobre el mural, cuenta: “Fue mucho trabajo, pero Néstor lo hizo fácil. Y lo mejor, la comunión con los vecinos. La señora de enfrente que te dice que ahora sí puede abrir la puerta de su casa con alegría, los chicos del carro, el barrendero que habla todos los días con nosotros”.
 Su gusto literario y su quehacer: “Me gusta la poesía, fanático de la de Spinetta, me parece bellísima. Según Nora, Spinetta leyó mucho a Juanele. Me gusta él, Tuky Carboni, poetas de Brasil como Vinicius de Moraes. Estoy ligado a la poesía a través de la música. Y tengo mucha poesía dibujada, escribo textos muy cortitos acompañados por un dibujo. Me gusta más el dibujo que la pintura. Hago pintura y dibujos sobre artículos de cuero, a manera de intervención. Es expresar lo que uno sabe de distintas maneras, darle un mayor valor artístico al objeto. Tenemos idea con Néstor de empezar a pintar y dibujar sobre distintos objetos, buscar la manera de que el arte no quede solo dentro de un cuadro”.
La enseñanza es una de las palabras clave en la vida de Julio: “Enseñé siempre, hice talleres municipales, y la experiencia más rica que tuve, entre 2007/10, el Programa de Identidad Entrerriana. Talleres por toda la provincia: un artesano de cuero, arcilla, telar, chala de choclo, murales en vivo. En un vagón llegábamos a lugares donde el tren no iba más, otra vez lo ferroviario en mi vida. En el vagón se hacían exposiciones. A Gualeguay no llegó porque sacaron las vías, llegó a Carbó. El taller intensivo duraba 3 días, en veinte horas se enseñaba un oficio”.
Juana recuerda con cariño los encuentros que tuvo con el Chacho Manauta. En marzo del 2000 se organizó una charla del escritor y sus amigos en la Biblioteca popular: Cristina Villanueva, Emma Barrandéguy, Tuky Carboni, Elsa Serur, Eise Osman, Derlis Maddonni y Olga Gayote, que había sido su compañera de escuela. Se expuso arte de pintores locales: Cachete, Derlis, Montella, Vicente Cúneo. Cary Pico cantó la “Zamba del lino”, letra del Chacho. “Manauta, otro hombre muy generoso”, dice Juana. A Nora, que se dedica al teatro, el escritor le dio autorización para hacer “Charito”, un cuento largo, una ‘nouvelle’, una joya de la literatura argentina. Ella dijo en su momento que era imposible. Pero, ¿y si volviera a pensarlo?, me dije mientras Juana hablaba. El artesano fue quien manejó el auto para traer al Chacho a Gualeguay.
Afirma Julio Saldaña que Gualeguay empezó a cambiar con la inauguración del puente Zárate Brazo Largo, y que hoy el mundo no queda tan lejos. Mientras habla recuerdo las palabras del escritor Daniel González Rebolledo, él nombra a Gualeguay como una isla. Pienso en una isla cerca de la costa, pero isla al fin; pienso también en que los tiempos han cambiado después del puente, pero que todavía hay mucha gente viviendo en una isla.
Julio Argentino Saldaña es artesano, en su local y taller, desde 1992, de 25 de Mayo 1330, uno encuentra mates, portatermos, carteras, billeteras, portafolios, cocido a mano o con alguna terminación a máquina. Y no por ello deja de ser artesanal. Afirma que la demanda aumentó desde 2005: “Se acabó la importación y me empezaron a comprar. Hay una revalorización de lo hecho a mano. Vivo del oficio, es artístico y comercial”. Recuerda: “Omar hacía todo a mano, pero después fue incorporando otros recursos. Los tiempos cambian, pero el origen es el mismo. Hay que actualizar el diseño y respetar la esencia”.
Respeto por el origen, memoria y compromiso con los maestros, trabajador de un oficio que quiere. Lo escuché, fui espía de su persona y de su lugar. No tengo dudas, Julio Saldaña es un hombre feliz. Y generoso.

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