Desde el primer
día de nuestra historia de vida comenzamos con la construcción de la memoria.
Nacemos a la memoria de nuestros padres, la familia, y nacemos dentro del
paisaje: una habitación, una casa, una calle, el barrio, y desde él nos
proyectamos al universo de los días. En nuestra memoria se guardan las primeras
señales, esos fragmentos de existencia que una y otra vez van a aparecer en la
superficie de la conciencia para avisar que allí estuvimos, que desde ese
espacio-tiempo venimos tratando de entrarle al amor y que, de alguna manera, es
allí donde siempre estaremos. Después de esas primeras instantáneas haciendo las
veces de piedra fundacional, las pistas se hacen más claras, y el hombre avanza
por la vida con atención y con la memoria sedienta. Todo o casi todo puede
registrarse, y por años será posible, de haber ganas, confirmar regresos a
tantas historias y paisajes. Y ocurrirá después que el avance se hará más
lento, más reflexivo, y es en este ejercicio que la claridad abandona esas
ganas de mantener las geografías que daban forma a ciertas fronteras, y
entonces esas memorias de sucedidos que tan bien se veían, van atenuándose y
muchas van desapareciendo. Nuestra conciencia las deja escapar, porque se
necesita purificar la memoria y guardar lo estrictamente necesario para andar
las últimas calles de nuestra historia grande: la vida cotidiana. Habría que
dejar constancia de las memorias destacadas, las que pretendemos salvar. De
distinta manera, los hombres intentan arrebatar lo esencial al olvido.
En las palabras
escritas se puede guardar muy bien la memoria. Jorge Alfredo García, con la
vida dedicada a la docencia, y autor de “Historia de Tres Bocas” (2013), lo
sabe. Prueba de ello es su libro, y sus recuerdos en esta tarde de junio.
García cuenta en
su libro la “historia de vida” de un paraje “(…) conocido desde siempre como
‘Tres Bocas’, cuyo centro de expansión comienza en la confluencia de los
antiguos caminos que unían Gualeguay, Nogoyá y Victoria (…)”. Tres Bocas es
parte del Sexto Distrito, está a unos 60 km. de Gualeguay, en dirección a Victoria.
El autor
enseguida enfoca la mirada hacia su centro de interés, la gente: “Nací en 1940,
en Gualeguay, y pasé mi niñez en Tres Bocas. Tuve la gracia de conocer a la
gente del lugar. Conocí vida, costumbres, la cultura de una época. Mis padres
eran maestros rurales, mi papá director y ella maestra. De chico conviví con
toda esa gente, y siempre rescaté, y todavía más comparando con la actualidad,
los valores que había en ellos. La palabra, la sencillez, la vida sacrificada.
Conocí los ranchos por dentro, yo era el hijo del maestro y siempre tenía
invitaciones a jugar, a pasar el día. Era observador y veía cómo vivían. Me
preguntaba, por ahí porque mis padres tenían un sueldo, cómo hacían para vivir
sin una entrada fija. Así me di cuenta de que ellos aprovechaban todo lo que
tenían a mano: haciendo changas y trabajitos rurales, explotando sus chacras. Para
mantener la economía no faltaba el horno de barro, las aves, algún cerdo, una
vaquita para la leche. Se cubrían bien las necesidades básicas. Mi vida era un
poco más cómoda que la de ellos”.
José Justo
García fue maestro, hoy la escuela de Tres Bocas lleva su nombre. Mamá era Dora
Ester Germano, la maestra que cuando su esposo se jubiló, se desempeñó como
directora. Jorge cuenta de los maestros: “Mi viejo estuvo 40 años ahí, inculcó
una línea de conducta, valores, lo mismo los maestros de las escuelas vecinas,
y la gente los valoraba. El maestro en la zona era muy consultado, era un
referente. Todavía tengo amigos de mis tiempos en Tres Bocas que conservan la
palabra, la solidaridad, aptitudes de buenas personas. Y fueron los maestros
rurales los que cambiaron la cultura a partir de 1927, metieron esa cultura en
la gente. Había mucho respeto, así nos criamos”.
Recuerda que estudiar
no era fácil: “Somos seis hermanos, soy el tercero, y la cuestión del estudio
siempre estuvo presente, estudiar teníamos que estudiar, no había capital que
nos mantuviera. Era una meta, y yo veía que muchos de los otros chicos lo
tenían descartado. En la escuela había hasta segundo grado, para los demás
grados había que viajar 10 km.
Era un sacrificio, y éramos pocos los que íbamos hasta la otra escuela. Frío,
heladas, y yo no podía faltar, debía ser ejemplo, era el hijo del maestro.
Sexto grado lo hice libre, y después hice la secundaria en Gualeguay, donde ya
teníamos una casa”.
Ilustración de tapa de Vicente Cúneo. |
La palabra
solidaridad aparece varias veces en el relato de Jorge: “El libro tiene tres
fuentes: la poca documentación existente, los testimonios de gente grande, y mi
propia experiencia. Más allá de lo histórico, a lo largo del libro destaco los
valores de la gente, por ejemplo, su solidaridad. Esa gente vivió aislada,
cuando llovía los caminos eran imposibles, yo sé del sacrificio de maestros y
empleados por llegar a sus lugares. No había luz eléctrica, no había teléfono,
no había caminos seguros todos los días, entonces la gente aprendió a
rebuscarse con lo que había. Por otro lado fue una zona rural muy próspera
entre 1930 y 1970, por más que el lugar existiera desde 1850. En 1935 ya había
médico y farmacia. Creció y llegó a ser uno de los lugares más poblados del 6to.
distrito. Había una cooperativa, fundada en 1931, que tenía de todo: almacén de
ramos generales, acopio de cereales, venta de herramientas, y hasta tenía luz
eléctrica propia porque poseía grupo electrógeno. Había muchos empleados, y era
importante para la economía de la zona, el que sembraba recibía de ellos el
mismo precio que pagaban en Rosario. Mi papá trabajó en los escritorios,
después que dejaba la escuela. Se trabajaba mucho, recuerdo las hileras de
carros. Nadie se moría de hambre, no conocí gente pidiendo ni robando”. Jorge
sigue haciendo memoria, está emocionado, pero mantiene el pulso de la charla: “Todo
el mundo vivía de su trabajo, y había además trabajos insólitos, como el de cuidador
de avioneta. Existía una estación de remate de hacienda, una semana antes y una
después del remate había mucha gente: los troperos, no había camiones, y tanta
gente que vivía de los remates, que eran como una fiesta. Venía gente de Buenos
Aires y de Córdoba en avioneta. Claro, los paisanos veían pasar ese pajarito
allá lejos, no lo conocían, y cuando lo tenían cerca querían tocarlo. Las
primeras avionetas que bajaron en un campito, aparecieron agujereadas, porque
iban chicos y tocaban, entonces se creó (se ríe) el puesto de cuidador de
avioneta”. García destaca un período de gloria: “Entre 1915 y el 30 se
establecen los almacenes de ramos generales, había varios, la escuela, una
panadería, una cancha de paletilla, había correo, empezó a funcionar un
colectivo, se levantó la sala de primeros auxilios, la capilla. Tres Bocas era
una especie de Estación Terminal, y creció en el centro, y también en los campos
de los alrededores, debido a la división de grandes terrenos por herencias de
los dueños de la zona: familia Urite y familia Lares. La decadencia empezó en
el 70. Hoy no tiene la vida de antes. Las mejoras, el camino de hoy, tendría
que haber llegado 40 años antes, cuando había emprendimientos: recuerdo
galpones de pollos, lechería como la de la cooperativa, producción de papa,
batata, choclo. Era un problema salir porque no había buenos caminos. Después
la muchachada se empezó a ir a trabajar en las cosechas en Buenos Aires, Santa
Fe. Tres Bocas se fue despoblando de gente para trabajar. La comodidad de tener
caminos, luz, teléfono, llegó tarde”.
Quise saber qué
le pasaba a Jorge García con esa historia del después en Tres Bocas, la
respuesta fue rápida, un sentimiento en directo: “Dejé de ir un poco por
nostalgia, ya no está lo que yo conocí, esos almacenes de ramos generales, que
cuando uno es chico lo ve todo más grande, no están, algunos son una tapera o
no existen, y quedan pocos amigos”. Llegado a este punto del relato aparece la
respuesta a una pregunta que tengo en mente desde que comencé a leer el libro:
¿por qué Jorge quiso escribir el libro?, porque todos los hombres pueden
practicar el maravilloso juego de la memoria, pero no todos se deciden a vestir
de libro sus pensamientos, su nostalgia, su pasado. Cuando se llega a un libro
debe haber un empujón más, otra vuelta de tuerca que termine de acomodar los
buenos fantasmas del memorioso. Jorge nombró la nostalgia, las ausencias en el
paisaje y entre los amigos: “Y creo que por eso empecé a escribir el libro. Un
día voy y no encuentro a nadie. Nadie sabe lo que fue este lugar, porque además
yo le preguntaba a los jóvenes: decime, conociste a tal; no, ni idea, era la
respuesta; hay nietos que no saben quiénes fueron los abuelos, gente que fue
hacedora de Tres Bocas. Porque sus instituciones nacieron de la necesidad del
vecindario. La gente aportaba trabajo físico, yo me acuerdo de cómo se hizo la
sala de primeros auxilios. Era una necesidad, y la hicieron los vecinos
trabajando los domingos, así también se levantó la iglesia. No era fácil
recibir algo de los gobiernos. Siempre fue la gestión del vecino, y trabajaban
todos juntos. Yo preguntaba por el primer enfermero y nadie sabía. El recuerdo
de los hechos y las personas se pierden, entonces quise contar lo que me nacía:
rescatar a esas personas como agradecimiento de las demás generaciones. Hice a
través de los oficios memoria de la gente simple que hizo al lugar, además de
contar en qué consistían muchos oficios hoy desaparecidos”.
Sobre el final
de su relato, García registra el cambio de época, una señal del final de una
buena época: “En los primeros años de los 60 aparecieron los nuevos camiones de
hacienda para trabajar con la estación de remate, y se hizo un primer embarque.
Fue toda una fiesta, y festejaron los mismos troperos en el asado, ignorando,
digo, que se les acababa el trabajo, empezaba otra época. Se vendió la
cooperativa a la de Galarza, duró 3 o 4 años, la liquidaron, es así, a las
instituciones las cuidan los que las quieren. Quedó mucha gente sin trabajo”.
En los años
iniciales de la salita médica fue difícil mantener un enfermero, unos meses
estuvo don Vergara, por algún tiempo el señor Clorindo Reynoso. Recién a
mediados de los 50 se nombró como enfermero estable a Horacio Etcheverry. Hacía
visitas esporádicas el doctor Manuel Guerra. Nombres que provienen de la investigación
y memoria del autor: los comerciantes libaneses David Ahibe y Antonio Árabe, el
señor don Pedro Torres fue quien hizo el pozo a balde de la sala médica, don
Pancho Bareiro y la duda: ¿croto o filósofo?, el Rengo Hereñú y un baile
solidario. La escuela funcionó desde 1929 a 1942 en una casa cedida por la familia
Lares. En el 42 pasa a su actual edificio construido en un terreno donado por
el matrimonio de don Benigno Sánchez y Élida Angélica Urite.
Oficios,
historias, gestos dignos, podría decirse que el libro de Jorge García es una
crónica de la solidaridad entre buena gente. “Historia de Tres Bocas” es memoria,
resistencia contra el olvido.
Me emocionó leer el nombre del abuelo de mi esposo, David Ahibe. Gracias por hacer volver al presente los recuerdos de nombres de personas que formaron parte de la infancia de mi esposo.
ResponderEliminaryo me llamo igual
EliminarMe emocionó leer el nombre del abuelo de mi esposo, David Ahibe. Gracias por hacer volver al presente los recuerdos de nombres de personas que formaron parte de la infancia de mi esposo.
ResponderEliminarHola soy felin, donde se puede conseguir el libro
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