Fue Vicente
Cúneo el primero que nombró para mi memoria a Carlos Alberto Montella
(1935-2005): “El Negrito Montella”, dijo. Luego tuve la suerte de conocer al
sobrino de Montella: Federico Ántola. Él busca recuperar una memoria de su papá
Carlos, muerto cuando todavía era un pibe. Federico contó a su papá y en el
relato aparecía tío Montella, de quien conserva memoria, algunas pinturas y
escritos. Me dispuse a mirar el material en detalle.
Hay un texto de
presentación en prosa: “Lorenzo Brancaleone es natural de Avellino en la Campania. En toda Italia tiene
parientes, sobre todo en el sur gesticulante y pobre, que se dedican a las
artesanías y al comercio. Refiere que sus antepasados fueron corsos, aunque su
pasado más inmediato los encuentra bandoleros de las montañas y eso. Sí es
cierto que sus ‘genitore’ son gente de los Abruzos al servicio de Julio César.
Lorenzo llegó a la Argentina como podría
haber llegado a Brasil o Panamá, no se sabe bien si debido a la miseria de la
post-guerra o a una fallida promesa de matrimonio, que lo obligaron a cruzar el
gran charco, por temor a las terribles ‘luparas’, esas escopetas sin sentido
del humor.
Lorenzo
vagabundeó primero por Rosario y menos en Buenos Aires, pero creyó ver en las
provincias llamadas del ‘interior’ un mejor porvenir, si es posible brillante.
Caballero gentil, no demasiado instruido, pero rápido en la charla y sobre todo
en la fabulación, se granjeó la simpatía de muchas personas que le abrieron
puertas, y lo llenaron sino de dinero al menos de relaciones masculinas y
femeninas, con lo cual alegró sus horas en amenas tertulias con buen vino y con
suspiros que le hicieron olvidar la salida nada decorosa de Italia. Por fin
conoció un caballero que visitaba parientes en Ascochinga que necesitaba un
secretario, quedando satisfecho con la personalidad de Lorenzo y lo puso bajo
su protección. Lorenzo aceptó un poco por curiosidad y otro poco por la
necesidad de casa y buena pitanza para llevar con cierta holgura sus años que
no eran pocos pese a sus intentos para disimularlo. Así es como desde unos años
Lorenzo está afincado en Paraná, desde donde mantiene una curiosa
correspondencia regular con Lupacchino de la Mafia, secretario de un dibujante con estilo, lo
que le permite a Lorenzo visitar asiduamente Gualeguay y correspondencia
mediante hurgar en temas menores y en la vida de sus señores y sus nietos, que
son un tema serio en sus vidas”.
En el texto Montella
presenta a una de sus almas: Brancaleone, y nombra una correspondencia con un
tal Lupacchino, alma perteneciente al plástico Derlis Maddonni. Brancaleone y
Lupacchino cobran vida e izan banderas éticas y estéticas: ellos, los alter
ego, los heterónimos de estos dos personajes de la cultura gualeya. De Maddonni
conocía otras de sus almas: Oliverio O. y Feo/Madó, el primero le ganaba de
mano y firmaba sus poesías, y el segundo, algunos de sus dibujos en la revista
“La Loca de al Lado”.
Montella guardaba su puñado de almas. Además de ser el propio Montella, fue
Brancaleone en esta correspondencia hasta ahora oculta (no pude leer ninguna de
las cartas), fue Luis Bresciano en la revista citada, y fue tanta otra gente en
distintos lugares.
Dos poemas
acompañaban el texto en prosa. En el primero “Semblanza de Montella” (Paraná,
12/96) no aparece firma, y en ella se habla de Montella y Brancaleone, mira,
espía y escribe, otra alma, esta vez sin nombre: “Tiene la mirada del que
conoce sus limitaciones, / pero se las achaca al bueno de Lorenzo. / Sueña en
Brancaleone, / y hasta se ríe en la misma forma. / Cuando se mira en el espejo
/ observa que Lorenzo se está volviendo viejo. / Sólo los ojos de Lorenzo son
iguales / a los suyos. / Allí es cuando ambos, / se miran, se confrontan / pero
es siempre la pupila montella / la que se acelera / y la brancaleone la que le
concede. / Tiene en su Lorenzo, / la comodidad tanto para un barrido como para
un fregado, / le pide prestada sus lágrimas, / su risa de domingo, / sus
displicencias y algo de su poesía, / a la hora de darle cariños a los nietos. /
Duerme tranquilo, porque sabe, / que Brancaleone le ordenará los sueños, / o en
todo caso le sacará las papas del fuego, / si el sueño se convierte en
pesadilla, / Lorenzo tendrá toda la culpa, / por haberse y olvidarse de
vigilarle / las angustias. / Y así, medio volando, medio bailando, / se saca el
brancaleone, / saluda y se va a caminar del brazo de la ‘donna’, / serio,
mentiroso y estirado, / laburante que ha fumado, / hasta el último pucho de sus
desencuentros”.
La segunda
poesía “Después del Mundial” está firmada por Brancaleone, y se ocupa del
compañero Montella: “Tengo un loco trashumante que me da vueltas / dentro de la
cabeza. / Me despierta a las cuatro de la madrugada, / cuando los fantasmas me
pasan facturas, / me tiran con mis vergüenzas, / se ensañan con aquél que hoy
ya no soy. / Tengo un loco trashumante, / que me dice que todavía hay tiempo, /
que aún puedo tener algunas escapadas / hacia el tiempo delante, / a espiar si
es posible qué haré / dentro de unos años. / Tengo un loco trashumante, / que
pelea con mis sobrantes del pasado, / que me llueven todas las noches hasta la
madrugada. / Tengo un delirio trashumante, con un loco incluido, que me sienta
en la cama, / me hace tirar la camiseta, / refregarme desnudo contra la noche húmeda,
/ mientras le digo despacito: / ‘No me tientes, loco hijo de puta, / no lo
hagas, / no permitas que me vea tiempo adelante, / con una escopeta en la
mandíbula, / los ojos cerrados y en el último intento / de detener el dedo que
se encorva / sentir que lo que siento va a ser cierto: / Que al final… de uno
solo quedan fotos”.
En mi memoria guardo
un pensamiento del escritor italiano Gesualdo Bufalino: “No soy complicado,
pero contengo juntas una docena de almas simples”. Y de Fernando Pessoa, el maravilloso
poeta portugués, guardo esta línea: “...me hago compañía en los varios
disfraces con que estoy vivo...”. Es Pessoa una de las reuniones más altas si
de heterónimos se trata: Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, solo
por citar algunas de las almas que nacieron en su alma, fue personas distintas
sin dejar de ser Pessoa: “Me he multiplicado para sentir, / para sentirme, he
debido sentirlo todo, / estoy desbordado, me he dado, / y en cada rincón de mi
alma hay un altar a un dios diferente”. La existencia de cartas entre Montella
y Maddonni, entre sus otras almas, me llevó a recordar lecturas, a pensar en
que casi siempre, es decir, cada vez que hay vida sangre adentro de nuestros
días, es posible descubrir nuestras distintas almas. Un puñado intercambiable
de sensaciones, de puntos de vista, que se reparten nuestra conciencia. Todas
hablan y algunas pueden escribir. A veces guía la azul, otras veces la sepia; a
veces la contemplativa, luego la de la acción: la estocada certera de la
poesía, y después la otra, la del remanso de la prosa. Y en todos esos estados
somos tantos y uno solo, criaturas buscando el sendero en medio del lenguaje.
Leer a Montella
siendo el propio Montella, emociona. Consulté a la poeta Tuky Carboni, amiga de
la buena memoria que siempre contribuye en mis búsquedas (la generosidad es una
de sus almas), y me acercó un material sustancioso: dos cartas que Montella le
escribiera. El pintor y escritor, después de vivir 20 años en Gualeguay, rumbeó
a Paraná. En una carta breve de mayo de
1993, Montella anota: “A mí los amigos que me faltan, se me notan. Pero bueno,
Derlis siempre me escribe…”. La segunda carta es de abril de 1996. En ella hay
una mirada crítica sobre su nueva ciudad: “Yo creo que Paraná adolece de un
defecto agregado a otro. No fue fundada por nadie y no tiene quien le cante, ni
la pinte ni la dibuje. Es una ciudad híbrida. Y si se me permite y en la
intimidad de esta cartulina opino que Paraná no tiene alma. Y este ciudadano
tan criticón y supuestamente presuntuoso solo camina y camina por las
callecitas de esta ciudad, con sus cortaditas, sus veredas desparejas, su
edificación más o menos pasable, sin estilo, empastichada, con casas como cajas
de zapatos o mansiones modernas recargadas y arrogantes. Solo cierta edificación
con casas de frente sobrio, y con bastantes años esconde la grandiosidad de lo
verdadero. Pero es así, la crisis habita en cada ladrillo a colocar. Amén que
los maestros mayores tienen el gusto como los supuestos artistas plásticos de
esta city: pobre y malo”. Y hay además unas líneas en las que muestra su
esencia: “Me gusta el mar, me gusta nadar, me gusta mojarme caminando, me gusta
el vino borgoña, la buena comida, la mejor poesía y un día sentado en el césped
jugando con mis nietos. Me gustan las flores, las cartas de los amigos y los
ojos de Isabel cuando no me miran en misión oficial. Amo a mis hijos, y los
extraño, y sé que tengo una maquinita llamada corazón que es un poco caprichosa
y aunque vive mimada y cuidada in extremis, en una de esas me deja sin dejarme
enterar como se termina la novela en donde yo soy el primer actor”.
Dentro del sobre
que me entrega Tuky hay una cartulina de color con la carta citada, y una hoja común
que firma otra persona: Lorenzo Brancaleone. En dicha hoja se consigna una
serie de pensamientos, algunos de ellos son: “Nunca tires la primera piedra. Si
lo haces, asegúrate que sea la última, por lo que no se te podrá acusar de que
fue la primera”. “No soy soberbio, soy demasiado inteligente para eso”. “No
matarás. Hay quienes lo hacen por unos pocos pesos”. “No mientas. Para eso
están los hombres públicos”. “No robes. Aprópiate de lo que no tiene dueño. Y
si lo tiene, que alguien se encargue…”. “No levantes falsos testimonios.
Déjalos donde están”. “No forniques, hazlo como la gente”. “Los aforismos
producen colesterol. Y acostumbramiento. ¡Sí a la vida! ¡No al aforismo!”.
El humor era en
Brancaleone, y en los demás habitantes de Montella, un sabor primordial dentro
del menú. Recuerda Tuky: “Era muy agudo, muy inteligente, muy rápido, a veces
desconcertante de tan rápido, y la gente estaba dividida, algunos lo adoraban y
otros lo querían crucificar. Era mordaz en sus comentarios, no te perdonaba
una”.
Tuky dice que
“Derlis y Montella se disfrazaban de duros, pero tenían un corazón sensible,
eran buenos tipos”. Mientras ella dice esto yo estoy leyendo algunos de los
pensamientos de Brancaleone. Leo alguno en voz alta. Tuky también me había dado
cartas quele había escrito Maddonni. Cuando digo que son de Brancaleone, ella afirma:
“Esos pensamientos yo los estaba asociando a Derlis. Entre ellos las ideas se
entremezclaban, eran muy parecidos. Pipo Etulain es del estilo de ellos. Eran
muy amigos. Los cantores se buscan por la tonada”.
Se me ocurre
pensar en estas líneas de final, que muy bien estos dos gualeyos le hayan dado tal
vez una vuelta de tuerca a la cuestión de los heterónimos: eso de ser distintas
personas, ellos y sus otras almas, y ellos y una amistad que les permitía ser
el otro y uno mismo: una sintonía, una mirada semejante sobre el paisaje.
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