domingo, 6 de julio de 2014

Gualeguay desde el más allá



Disfruto siendo testigo del momento en que una persona hace memoria, y que especialmente trae de regreso a un habitante de los famosos barrios del más allá. Hay en esas instancias una ceremonia de reencuentro: personas amigas que vuelven a sentarse alrededor de una mesa de café o en una ronda de mate. En medio de esta ceremonia, el que convoca al muerto vuelve a verlo, vuelve a hablarle, mientras relata una historia de ayer. Quien cuenta de manera sentida, auténtica, el que simplemente refiere una crónica emocionada, es capaz de alcanzar la maravilla: los testigos del momento, a tono con la reunión, logran percibir la llegada del buen fantasma.
Hay en todo aquel que hace memoria y habla con los muertos, una cualidad de médium: el contacto emotivo con un alma que vive, en apariencia, en la esquina de los ausentes. Puede además el médium convocar a las distintas almas que hacen el alma central de la entidad invitada nuevamente a la ronda de la vida. Porque hay hombres un tanto desmesurados, desbordados por la pasión y el pensamiento, que no les alcanza con tener un solo nombre, una sola alma, y entonces se fundan varias veces para guardar con comodidad una comunidad de existencias, algunas con nombre propio, otras anónimas, ya que no todo debe ser nombrado en este o el otro mundo.
El tema del alter ego o del heterónimo, en la nota pasada, vino de la mano de las almas que cultivó el plástico Carlos Alberto Montella. Para traer de regreso esas almas conté con las señales de al menos tres médiums de excepción: Federico Ántola, Tuky Carboni y Pipo Etulain. Hay, me digo, una condición mediúmnica natural en Gualeguay; contar a los ausentes, nombrarlos en sus historias, en sus anécdotas, las más de las veces en medio de una humorada, es una intención tan “de todos los días” como encender el fuego en el churrasquero.
Un médium notable es Aron Jajan, a través de él conocí los buenos fantasmas de la confitería El Águila, los de la Difusora Popular, los del café Murugarren, me llevó hasta el mismísimo Jorge Luis Borges cuando le rendía homenaje en el cementerio a su amigo Carlos Mastronardi. Todo el paisaje cobra vida cuando quien cuenta es Jajan: palabra clara y felicidad por contribuir con los regresos. Porque no solo es posible convocar a personas que ya no están, también se puede atraer lugares.
Nidya Rampoldi se especializa en el rescate mediúmnico, ha pasado años dedicada a ello: sesiones de contacto que llevó a varios libros ayudada por otros oficiantes. Va con interés hacia personas y lugares.
Churrasquero de la Catedral del Asado.
Una ceremonia pagana, una sesión espiritista con cantidad de bondades es la que se desarrolla los días viernes en la llamada Catedral del Asado. Tuve la suerte de ser invitado a andar por su nave. Un grupo de amigos le da entidad al lugar fundado en torno a un churrasquero. Refugiados dentro de un gran galpón, la Catedral respira con disimulo en las cercanías de plaza San Martín. La charla va y viene entre sus oficiantes, pero a uno le queda la sensación de que en el lugar hay más gente que los que alumbran la noche con el roce entre los vasos con vino tinto. Cada una de esas noches presencié el mismo rito hacia el final del asado y las brasas: los vasos se alzan al cielo del galpón, todos de pie alrededor de la mesa larga para nombrar a quienes en apariencia ya no están: Mingo Zabaya y el Negro Carnevale.
Desde la izquierda: Luis Mancha Silva, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Ántola (Gualeguay, 1966).
Federico Ántola está reconstruyendo la imagen de su padre: el joven que fue Carlos Ántola, que se fue para el otro barrio cuando Federico era muy pibe. En esa reconstrucción apareció el alma multiplicada del tío Montella. Hay memoria de la relación entablada entre tío y sobrino, y hay documentos, escritos, obra, que Federico me confió en una sesión de espiritismo llevada a cabo en su estudio. Con Montella estuve mano a mano durante una charla con Tuky Carboni, una médium notable. Ella corporizó en ese momento algunas cartas que Montella le había escrito. Hizo el mismo pase mágico con cartas del plástico Derlis Maddonni. Tuky habló de ellos como si estos personajes estuvieran ahí mismo, escuchando todo, burlándose primero de ella y luego de la sesión.
Pipo Etulain.
Hace unos días estuve en una sesión espiritista, una más, en casa de Pipo Etulain. Fui de visita con el amigo Deolindo Romero. Charlamos de temas varios mientras tomábamos una copa de vino y esperábamos la cena. Pipo habla desde su sillón, suelta sus ideas, sus anécdotas, e indefectiblemente aparece en su chamuyo inteligente dos presencias: sus amigos Montella y Maddonni. Con su mano indica la ubicación que uno u otro ocuparon en la mesa en un determinado momento. La misma mesa a la que estamos sentados. No puedo dejar de mirar la esquina que en ese momento vuelve a ocupar Montella, el espacio sobre el que vuelve Derlis. Ahí están, pienso, hasta los veo. Y así como en esos días me ocupaba de las almas de Montella, cuando miré la silla de Derlis, pensé en una de las almas de este muchacho: Oliverio O., que era la persona que le firmaba la poesía. Solo un poema vi firmado por el propio Derlis, el que le enviara por carta a Tuky Carboni: “Texto para Doña Tere, mi madre (Señor, qué solos nos / dejan los muertos)” (02/08/1995), un maravilloso puente entre los vivos y los muertos: “El tiempo se detuvo en Gualeguay / en todos los relojes a las 7,30. / El rocío azul que temblaba / se hizo escarcha rígida / y ya nada era lo que parecía. / Comprendí con Borges / que los días eligen a sus muertos / y que la llovizna y la parca eran hermanas. / Doña Tere partió sin decir nada / sin sonreír, sin llorar siquiera, / solo con sus fantasmas y sus sombras, / ‘ligera de equipaje’. / Se escuchaba música de Mozart, / el gran bandido. / No había solemnidad / todo era dolor esperado”.
Imaginariamente anoté el poema desde los alrededores de la mesa de Pipo, Derlis y Oliverio O. ya estaban en el mismo barrio que Antonio Castro.
Federico Ántola me había facilitado unas hojas de El Debate Pregón, la página de cultura de la que se ocupaba Emma Barrandéguy. En una de ellas (22/12/2002), página notable: tres escritores se despiden de Antonio Castro, muerto el 16/12/2002: la propia Emma, Daniel González Rebolledo y Oliverio O. con este poema escrito el 18/12: “Se fue Antonio, quedándonos Antonio” (In memoriam de Antonio Castro, maestro de la línea y el color.): “Se fue Antonio / vacío de tanta creación, / dejándonos azorados / por creerlo inmortal, / componente de los paisajes / dramáticos y costeros / que sólo él pudo ver. // Se fue Antonio / y como dijera Tuñón / a la Supuesta Muerte / de Juancito Caminador, / ‘poca cosa deja el muerto’; / papeles y cartones con colores / y estructuras muy bellas, / algún libro, / dos o tres tragos sin apurar / y esos pasos que no dio / por aquello de la ‘pata dura’ / que dolía cada vez más. // Se fue Antonio esta vez; / nos queden sus pinturas, / el anecdotario brillante / de su decir irónico y directo / y la soledad asfixiante / por sobrevivirlo. // Se fue Antonio, quedándonos Antonio / que comienza una vida sin sobresaltos, / demorona y conversada como sus caminatas / en cada recoveco de nuestras memorias. // Se fue Antonio, quedándonos Antonio”.
Oliverio O. vuelve de su más allá para hablar de un mundo habitado por bellas señales. Lo hace desde la página de Emma del 02/ 06/ 2002: “Esos tipos (a Víctor “Cacho” Fluir)”: “No creo, hermano / que exista la poesía, / pero sí que existen / esos locos / que escriben de noche / desafiando a la muerte. // Tal vez no exista el arte, / pero sí esos desubicados / que pretenden alimentar / tu corazón y tu razón, / vomitándote el mundo / en la mirada. // Mientras existan esos tipos / habrá esperanzas, / habrá alegría de vivir / con su correspondiente / desesperación, hermano, / como dijera Albert Camus / alguna vez…”.
En medio de esta práctica de convocar espíritus dicentes, me pareció de buena educación, un buen gesto de parte de Derlis/Oliverio O., halagar al médium que en Gualeguay sienta a su mesa los amigos devenidos en buenos fantasmas. Puedo suponer que fue el buen fantasma de Derlis, o el de Emma, a través del accionar de Federico Ántola, quien o quienes colaboraron para que yo me encontrara con este último poema de Oliverio O. Apareció en la página de la Barrandéguy el 27/04/2003: “Útil puede ser nuestro egoísmo…! (a Luis “Pipo” Etulain, que ama discurrir sobre el egoísmo)”: “Puede Ud. corregir, pulir sus textos / mejorar la sintaxis / volver perfecta la ortografía, / mientras golpea a su puerta / un pobre hombre todo barbas, / de estómago blasfemante…? / O cuando ve pasar un cortejo / acompañando un cajón de manzanas / en el que viaja el angelito muerto / como un desperdicio más…? / O estando en el café / se le acerca un ex juez, probo, / íntegro, que necesita hablar con alguien…? / No, Ud. no podrá pulir sus textos, / nada de eso podría / en una realidad así de enferma, / agonizante, que boquea. / Ayudémosla, entonces, a bien morir / con toda urgencia, ejecutémosla / como Dios manda, con humanidad, / con un solo y múltiple golpe de imaginación, / de creatividad justiciera. / Vamos!, matémosla ya! / Nadie puede esperar. / Nosotros tampoco. / Matémosla, aunque más no sea / para poder pulir los textos. / Útil puede ser nuestro egoísmo…!”.
Mientras escribo esta nota vuelvo la mirada a la mesa y sus alrededores en la casa de Pipo Etulain, pienso en ese paisaje como lugar de encuentro entre los mundos, desde el más allá y desde el más acá llegan los visitantes: el universo alrededor de su mesa, un territorio mágico, un talismán como el que habita en nuestros sueños. Arthur Conan Doyle, el famoso escritor padre del detective Sherlock Holmes, además destacado espiritista, sostenía que el sueño era el nexo entre los vivos y los muertos. No le pregunté a Pipo si sueña con los amigos, con Montella y sus almas, con Maddonni y sus almas, si sabe algo de Oliverio O., el invitado de esta nota, para mejor informar a los gualeyos que se interesan por la memoria.
Entre mis recuerdos queda la imagen: el movimiento del brazo, la mano de Pipo señalando o acariciando el aire, el de ayer, que aún rodea el sitio que siguen ocupando los amigos. Deolindo Romero y yo fuimos testigos. Y como siempre me ocurre con la mirada, busco contarla, dejar un rastro, una crónica del sucedido. De alguna manera el cronista se funda también como médium: un cuidador, un trabajador que intenta velar por la memoria de los hacedores, de los que convocan a la vida de la memoria a los ausentes, los que se fueron al otro barrio. Nuestros muertos, sus buenos fantasmas, están cerca; la apariencia es de lejanía, pero permanecen a la mano para todo aquel que pronuncie sus nombres.
Llevo conmigo a mis muertos queridos, sobre ellos escribo, me gusta nombrarlos: mi abuelo paterno Julio Martín, el poeta a quien veo avanzar por el patio de mi casa de infancia; el escritor Gabriel Montergous y el poeta Hugo Ditaranto, mis maestros; mi amiga Liliana Bustos y su pasión por cuidar viejas fotografías.
Es para festejar: Gualeguay tiene buenos fantasmas, y buenos vecinos de la memoria.

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