Leticia Manauta
es una mujer con personalidad, una escritora que escribe y pronuncia las
palabras precisas, las que mejor pueden ilustrar el paisaje; hay en ella una
preocupación constante por encontrarlas y transmitirlas de forma clara.
Leticia, por esto y por muchas otras cuestiones, siempre está pensando en
distintos temas y mundos, y en los distintos tiempos, es de esas personas que
atan y desatan los pasados y los presentes, y que de vez en cuando, siempre
respetuosa, se asoma con timidez a alguno de los futuros. Guarda memorias, les
rinde culto. Leticia es además hija del escritor Manauta, Juan José, el Chacho,
uno de los gualeyos ilustres.
Hace unos meses
estuvimos de larga charla en el patio del hotel Jardín. De todo lo hablado en
aquella mañana de sábado hice una primera entrega en El Debate Pregón, pero
quedó mucha tela para cortar. Escuchar a Leticia significó un aprendizaje.
Primero porque fui conociendo su manera de trabajar la escritura, porque
siempre es emocionante encontrarse con una persona que tiene ideas propias, y porque
es una persona que convida la felicidad y la amargura, siempre es así la vida,
de sus memorias.
Pasó el tiempo,
y seguimos de charla, sigo hablando con Leticia Manauta desde hace meses, sus
palabras desde una mañana de sol. Habló sobre uno de los cuidados de su
literatura: “A veces se obvia de qué viven los personajes en la literatura,
cómo se cuidan los amantes de noches tormentosas. Busco la verosimilitud del
relato, la literatura es la respuesta a los propios interrogantes. Jorge Amado
no evadía ningún aspecto de la realidad. Muchos autores no dan esos detalles.
Mi viejo es muy minucioso en ‘Las tierras blancas’”. A partir de esta
referencia, Leticia comenta en qué está trabajando: “Estoy escribiendo una
novela sobre la relación entre los padres de Evita, que fue la historia de una
pasión: la casa grande y la casa chica, los que tienen dos familias. Evita nace
cuando la madre tiene 32, y está en relación con Duarte desde los 15. Tuvo
cinco hijos, Eva es la última y la única a la que el padre no le da el
apellido. Una historia muy ligada a la sexualidad, el poder, la pasión, y
también la sobrevivencia económica. Qué posibilidades tenía una mujer para su
vida. La madre les decía a los hijos que siempre debían hablar bien del padre,
que era estanciero, que era importante. Les transmite una imagen de hombre
perfecto, que no lo era para nada. Ella lo sabe. Él quedó viudo y no se casó
con ella, y siempre fue bastante miserable para mantenerlos. En la escritura el
tema más difícil es saber cómo se resolvía el cotidiano en un pueblo pobre de
la provincia de Buenos Aires: Los Toldos”.
Pregunté sobre
cómo fue ser hija de Chacho, quién primero, ¿el escritor o el padre?: “En
primer plano el padre, con el que durante la adolescencia tuve tantos
conflictos. Primero encontronazos, después tiempo sin frecuentarnos demasiado,
y con una situación de mucho apasionamiento en las peleas: literatura,
política, no creo que haya tema sobre el que no hayamos discutido. No tenía que
quedar pegada a su influencia, había que romper el cascarón. Como padre era
terrible: un sobreexigente exagerado. Desde los 17 años fui testigo además de
sus contradicciones. Yo andaba por calle Corrientes, estaba en una revista
literaria, tenía amigos. Hasta que un día me dijo: Vamos a hacer una cosa, vos
de esta vereda de Corrientes y yo en la otra. A mí me tocó la del teatro San
Martín. Yo andaba con los mismos tipos con los que andaba él en ‘Hoy en la
cultura’: Alberto Perrone, Amilcar Romero. Entonces me enteraba de casi todo, y
eso incluía las mujeres. Eso me causaba una situación de mucha rebeldía, no
porque me asustara que las tuviera, sino por lo demás. Todavía vivía con mi
mamá. A tal punto la divisoria, que él iba a comer a Pippo y yo a Bachín”.
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Pacho O'Donnell y Leticia Manauta en la presentación de "El archivista". |
Leí de Leticia
“Las sagradas ruinas” (2006), cuentos, y “El archivista” (2011), novela. Los
dos libros llegan al puerto esquivo de la literatura. Queda claro que la autora
tiene vida hecha con la mirada atenta, y lo dicho, tiene esa manera de
relacionarse con la palabra y la simpleza, uno de los grandes desafíos de la
escritura.
Me llamó la
atención la dedicatoria de “El archivista”: “Dedicado a todos los Enriques
significativos en mi vida, por orden de aparición: Enrique Wernicke, Enrique
Rusconi, Enrique Pichón-Rivière, Enrique Pavón Pereyra, Enrique Oliva.
Maestros, sabios, locos, truhanes, seductores, sufrientes, leales, aventureros,
todos inolvidables”. Y entonces tuve la suerte de preguntar: “Wernicke, no sé
si por lo que escribía, sino por él. Era un personaje muy particular. Yo tenía
11/12 años, era muy chica; él era como entrar a un mundo absolutamente nuevo.
Aquella aventura de los libros Robin Hood estaba corporizada en Enrique. Él
tuvo un gesto, primero no tratarme como una niñita, y me regaló unos libros, y
delante de Chacho me dijo que me los regalaba porque mi viejo jamás me iba a
proponer que los lea. Me dio escritores desde Hugo Wast, profascista: ‘Alegre’,
la historia de un caballo, y a mí me pareció increíble que alguien pudiera
escribir semejante historia con un caballo como protagonista; me regaló autores
nacionales, Manuel Gálvez, y no los más conocidos o permitidos por el realismo
socialista. Vivía en una casa con jardín muy descuidado al frente, y en el
fondo tenía el taller de los soldaditos de plomo. Era la infancia y la
preadolescencia, y además él era un hombre que vivía de hacer juguetes. Esto me
pasó con Enrique más allá de su literatura. Después leí ‘La ribera’ y muchos
años después ‘La tierra del bien-te-veo’. En él observaba una vida mucho menos
hipócrita. Yo iba a fiestas de adultos y miraba, y para una casi niña descubría
un mundo interesantísimo. Me daba cuenta cómo se armaban lazos, veía las
infidelidades, amores subterráneos, porque yo estaba en la orilla, muy
despierta: gestos, miradas, cuchicheos, ves que dos se van para un lugar, y vos
imaginás. Por todo eso, Enrique y un mundo maravilloso, que también estaba lleno
de bajezas y traiciones, como es la vida. Eran los asados en la casa de Enrique:
los sábados la gente iba llegando a la casa de La Lucila, cada uno traía
cosas y se encendía el fuego y el asado duraba hasta las 5 de la tarde. A este
mundo venían putas, modelos, escritores, actores, directores y productores de
cine, millonarios, gente de la publicidad, mi viejo, Pino Solanas, era una
peregrinación en esos años, fines del 50 hasta que Enrique muere en el 68, muy
joven. Fue un maestro”.
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Enrique Wernicke. |
El segundo
Enrique: “Estuve en la FEDE
(Federación Juvenil Comunista) hasta el 67, año en que formo parte del grupo
que rompe con el partido y forma el PCR. Un giro violento en mi vida, y con mi
viejo. Conozco ahí a un estudiante de historia de La Plata a punto de recibirse:
Enrique Rusconi. Él me pone en contacto con algo nuevo: cómo se cuenta la
historia argentina. Después voy a llegar al revisionismo, pero en ese momento
yo era una militante con una mirada nacional, y esta persona me empieza a
contar una historia que era otra. Yo me empiezo a cuestionar. Rusconi era un
personaje importante del partido y venía a Buenos Aires. Eran épocas
complicadas por muchas razones, y yo era la encargada de esperarlo el día que
venía, ir a distintos lugares, acompañarlo, que no estuviera solo. Hablábamos
mucho, me contaba de su hijo chiquito. Lo mataron en el 74, una madrugada lo
sacaron de la casa y lo mataron ahí, se supone que la
Triple A. Fue terrible. Ahí descubro que,
en ese proceso, yo me había enamorado de alguien de una manera diferente, sin
que eso en algún momento se hubiera planteado. Con la ausencia, me doy cuenta
hasta dónde ese compañero me había llegado. Y esta relación con la historia,
empezar a cuestionarme por el relato, ¿por qué empecé a ocuparme de la
historia?, por este Enrique”.
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Enrique Rusconi. |
Un Enrique más:
“Cursé la escuela de psicología social de Enrique Pichón Rivière entre 1974 y el
79. La escuela se convirtió en un oasis de discusión. Cuando lo conocí, él casi
no podía hablar. Usaba bastón y tenía una sonda. Era un personaje
maravillosamente encantador, hablaba muy poco, pero tuve la oportunidad de
tener diálogos interesantes. Hablamos de hacer un libro sobre la noche de
Buenos Aires, a él le faltaban datos que yo tenía por edad, y él tenía otros
porque habíamos frecuentado lugares muy distintos. Aprendí mucho en la escuela,
recuerdo ese libro maravilloso de conversaciones con Zito Lema. Este hombre me
hizo ver el psicoanálisis de una manera distinta. Y su experiencia de vida,
llegar de niño de Francia a la provincia de Corrientes, esa saga familiar que
él transforma en herramienta para mirar de otra manera. Me cambió la vida. Todo
lo que él había creado, la escuela, todo, me dio vuelta la cabeza. Algo mucho
más profundo que un giro político. Un intelectual que se reivindica como
peronista, e intenta comprender el fenómeno del peronismo sin prejuicios. Por
mucho tiempo me referí a él como mi maestro. Él desmitificó esto de que el
creador debe ser loco o adicto”.
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Enrique Pichón Rivière. |
Enrique Pavón
Pereira, el cuarto: “Fue director de la Biblioteca Nacional
y biógrafo de Perón. Fue mi contacto con el primer peronismo, con Perón en el
exilio. Constantemente contaba historias, anécdotas de Puerta de Hierro”.
Finalmente Enrique
Oliva: “Fue el personaje más misterioso y aventurero, una mezcla de todos
ellos. Todos murieron. Había nacido en el interior, en una familia muy humilde.
Pudo estudiar, y desde muy joven se definió políticamente. Participó de la Resistencia Peronista
de forma muy activa, y fue uno de los integrantes de Uturuncos. Fue el hombre
que tipió el pacto Perón-Frondizi, amigo de Cooke. Junto a Pavón Pereyra me
abrió la cabeza en muchas cosas y pude profundizar mi relación con la historia.
Oliva había sido guerrillero, había estado preso por el plan Conintes, y fue
torturado. Pero igual que mi viejo, nunca contaron esa parte, porque lo que
vino después fue tan brutal, que para qué contar. Con él y mi viejo pude ver cómo
los opuestos se unen a través de la experiencia de vida. Lo llevé a la casa de Chacho,
pensaba: se va a armar un quilombo, y no, se amaron a primera vista. Eran dos
zorros viejos, tipos con mucha calle, y con qué elegancia obviaron sus
diferencias, nunca las plantearon. Oliva le hablaba del pueblo de Stalin, donde
había estado, y mi viejo de sus amigos peronistas, empezando por Hugo del
Carril. La sabiduría de la vejez. Fue corresponsal de Clarín en Francia cuando
se fue exiliado, se llamó Francois Lepot. Fue un aventurero, pero con un
costado familiar que nunca perdió, como mi viejo”.
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Enrique Pavón Pereyra. |
La memoria de
Leticia Manauta se descorchó con felicidad. La escritora habló con sinceridad, bajó
a una parte de sus recuerdos, volvió a empaparse en ellos: profundizó en ella
como si fuera a escribir una novela. Cinco Enriques llegaron a Gualeguay de su
mano.
Aprendí de ella,
persona y escritora, y me abrió la puerta, una invitación, para saber de la
vida y obra de los Enrique que no estaban en mi memoria.
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Enrique Oliva. |
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