Visitar las
tumbas no es tiempo perdido // Sobre ellas las almas vuelven a jugar / Y cual
mariposas de un tiempo ya ido / Un beso invisible dejan al pasar.
de Alma viva de Deolindo Romero
Los muertos
habitan su ciudad dentro de la ciudad de los vivos. Los muertos necesitan una
existencia poética en la memoria de los vivos, para así poder completar su
esencia de buenos y recordados fantasmas.
Debía una visita
al cementerio desde mi llegada a Gualeguay. Leyendo “Espacios públicos con
historia. Gualeguay” (2002), libro de Nidya Rampoldi, Claudio Marcelo Piaggio,
Daniel A. Gabriel y Patricia Míguez Iñarra, tuve noticia de su fundación, supe:
que las obras del cementerio empezaron en 1847 durante el gobierno del general
Urquiza, que contaba con una superficie de ciento veinte varas cuadradas, que
las obras fueron bendecidas el 27 de febrero de 1848, y que sus padrinos
fueron: don Jerónimo Cáceres, don Francisco Fonso y don Francisco Iñarra. Junto
a estos datos aparece la particular historia de su capilla. Estuvo terminada
dos meses después, pero a la hora de resolver su bendición y eventual
padrinazgo, Urquiza se encontró con un problema. Debido a que no había padrinos
ofrecidos, porque ello significaba hacerse cargo de los gastos de la fiesta, el
gobernador decidió dar un mensaje a los que formaban parte del poder y la
riqueza en la ciudad: designó al más pobre de los soldados del Batallón
“Gualeguay” de las milicias entrerrianas: “El elegido fue Higinio García y el
Gobernador se hizo cargo del costo de la ceremonia”.
El 9 de julio
inicié el camino hacia el cementerio acompañado por el amigo Deolindo Romero. Él
es uno de los memoriosos de Gualeguay, pero además su historia de vida lo ha
llevado a transitar los alrededores de la muerte, y es durante este tránsito
donde construyó una especial relación con el cementerio.
Su padre era
tercera generación de pueblos originarios. La familia vivía en un asentamiento
en las tierras blancas, el lugar que Chacho Manauta eternizó en una novela.
Deolindo nació en 1942.
Cuando llegamos
frente al cementerio, el memorioso alumbró la primera de las imágenes: “La
gente se acercaba a la plaza Rocamora en carros, sulkys, jardineras. Muchos
llegaban para pasar la noche del 1 al 2 de noviembre, del día de Todos los Santos
al día de ánimas. Se desataban los animales y quedaban los carros con las
barras al cielo. La plaza está bastante parecida a los tiempos en que yo
acompañaba a mi abuela materna. Las calles, hasta las del cementerio, eran de
barro. Los dueños de una chacra, donde ahora está el barrio, arrendaban un
pedazo de terreno para que se hicieran kioscos de venta. Mucha gente se quedaba
haciendo noche en la plaza, otros se iban a la casa de un familiar y volvían al
otro día. Venían de las chacras, del campo. Se quedaban todo el día dentro del
cementerio. Se reunían, compartían la charla, la comida: conocidos, amigos y
parientes. Era una fiesta respetuosa, y se velaba al finadito. Eso se terminó un
poco cuando Sportiva sumó doma en la fecha”. Dentro de este plano general, Deolindo
hizo un acercamiento de cámara hacia su historia: “La gente se quedaba
alrededor de la tumba. Yo acompañaba a mi abuela materna el 1 de noviembre. Volvíamos
a la casa, ella vivía en el pueblo, y vuelta al otro día. La abuela me pedía a
mi mamá, yo tenía 8. Le llevaba una sillita petisa para tomar mate, era muy
matera, el único momento que suspendía el mate era en semana santa, que no
prendía fuego. Era una ceremonia, ella llevaba flores, una canasta con
empanadas, y las velas para velar la tumba. Iba a visitar a Delfina, una hija
muerta a los 19. Las tumbas están cerca, entonces la gente se mezcla, igual las
velas. Los muchachos más jóvenes buscaban novia o un entretenimiento, o como yo
que mientras tanto con un tarrito de limpia metal y un trapito me ganaba unas
monedas. También llevaba agua, había pocas canillas y a veces quedaban lejos.
Yo andaba entre las tumbas en tierra, que era donde teníamos a los muertos. Una
semana antes había un rebusque para los changarines porque se hacía dar una
mano de pintura, se acomodaban las tumbas”.
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Panteón Argentina. |
Pienso en esas
vueltas que a veces tiene la vida. Deolindo afirma que creció rodeado de
cuentos de ánimas, lobizones, “el sin cabeza”, tenía 5 y el abuelo paterno lo asustaba
con sus relatos. El abuelo era un hombre valiente: cuchillo, fósforos, algo
para tomar y un puñado de sal en el bolsillo, así se iba al monte en la noche,
tan distinto a su padre que temía a la noche y los muertos. La madre le aconsejó
-dice Deolindo que “La vida es puro consejo”- que el día que fuera a un
velorio, mirara al muerto para dejar de tener miedo. Le hizo caso a mamá,
caminó hasta la muerta; en puntas de pie, tenía 6, la miró como pudo: esa noche
no durmió, cerraba los ojos y la veía. Nunca volvió a ese rancho. Miedo salvaje
tuvo la vez que a los 12 decidió ir solo al cine Mayo a ver dos películas de
terror, una con Frankenstein. 21.15 hs. de un sábado. Las películas fueron
bravas y lo predispusieron peor para la odisea de la vuelta a casa: ya no era
el asentamiento, pero las calles seguían siendo de tierra blanca, a más de
siete suertes de chacra pasando la calle ancha. Llevaba honda y cuchillo
mellado, pero las sombras fueron muchas, variados los perros amenazantes, los
monstruos se descolgaban de los paraísos que bordeaban la frontera ancha que
decretaba el más allá en esta tierra gualeya. Deolindo afirma que lo pasaron de
miedo cuando era chico. Sabiendo estos antecedentes, se entiende mejor la
entereza posterior del memorioso. Y ahora sí estamos en condiciones de volver a
las vueltas de la vida arriba enunciadas.
Primera vuelta:
“Mi padre era carrero y tenía la parada en la esquina de la carpintería Sperandío.
Llevábamos siempre los muebles. Desde los 8 anduve con mi viejo. Hacía mandados
a los del taller. A los 12 mi
viejo me puso ahí, cuando estaba en 4º grado. Medio día en la escuela y medio
en el taller. Fui el único varón que terminó 6º, los demás repitieron o
dejaron. Le tenía mucha dedicación a la escuela. Costaba salir de la barriada los
días de lluvia, vivía en el barro. Iba igual, medio colgado de los alambrados
para pasar la calle. Me mojaba los pies hasta que volvía a casa. No había
estufa, y la ropa era escasa. Estábamos curtidos porque en esos barrios se
comía abundante, cazabas un animal y comías fuerte”.
Le llevó cinco
años ser oficial lustrador en la carpintería: “Después me ofrecieron buena paga
en la funeraria Otegui. También estaba Amerio, que después se vendió a Chamot,
que no hizo ni un muerto porque no lo quería nadie en Gualeguay y se la vendió
a Bernigaud. Entré a confinarme en una pieza en Otegui, a lustrar ataúdes y
nada más, nada con los muertos. Pero se fundió a los cuatro años. Por el 69,
cuando los fúnebres dejaban de ser tirados por caballos, arranqué en Grasso”.
Fue en este lugar donde se abrió el otro mundo, Deolindo terminó trabajando con
los muertos, y en este quehacer hizo de todo, mucho más que limpiar plaquitas como
cuando tenía 8 y acompañaba a la abuela: “Me pasaba días en la sala o en los
panteones. La primera vez que hice ese trabajo me agarraron a traición, estaba
en la primera pompa. Me destaparon de repente un cajón, y me impresioné un
poco, pero después agarré viaje. Sí me impresionaba cuando moría una criatura,
pero cuando uno ya es grande, no”. Estuvo en Grasso hasta el 1977/78, relata:
“En el cementerio todo empezaba con el día de la madre en octubre, y preparando
para el día de ánimas. Los dueños de los panteones pasaban por la funeraria
para encargar los retoques. Iba yo. Cuando querían el retoque de cajón entero,
porque podía ser que se pidiera el costado que está a la vista en el panteón,
los empleados del cementerio llevaban el ataúd, siempre que no se corriera
riesgo de que se rompa, a la sala de autopsias. Ahí vivía yo, o dentro de los
mismos panteones. En la sala empezaba retirando las manijas atornilladas para limpiarlas.
Después se pulía la madera y se le daba laca con color. Se llevaban uno y me
traían otro”.
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Hacia las profundidades de la memoria. |
Durante la
recorrida Deolindo me señaló los lugares donde tenía amigos. Cada vez que lo
hizo me dio la impresión de que mi guía conservaba a sus amigos con él, de tal
manera vivos en la buena memoria que los presentaba en directo, sin lamento o
tragedia, teniendo a la mano un instante de vida: “Tengo ese concepto, voy al
cementerio todos los domingos a visitar a mis muertos, como si estuvieran
vivos. En cualquier asado hago chistes, cuento historias de los que están
muertos, pero como si estuvieran vivos, nunca digo el finadito, tengo esa
costumbre, sin maldad. En la orquesta Los Imperiales éramos seis, hacíamos
música tropical: Wawancó, La
Charanga, Los 5 del ritmo, El Cuarteto Imperial: Ramón
Albornoz, acordeonista, Rubén Silva, baterista, Rubén Barreto, contrabajo,
Nemesio Martínez, tumbadora, Félix Olivera, guitarra, y yo tocaba la guacharaca
o las maracas, cuatro cantábamos, nos turnábamos, y bueno, soy el único que
queda, me deben estar esperando para ir a tocar (se ríe). Paso a ver siempre a
Techa Rinoldi, una amiga de la peña, era peñera como yo. Le gustaba la música,
fumar y tomar la copa. Los domingos hago mi recorrida: empiezo por mi hermano
en el panteón Argentina, voy a ver a mamá y papá, a un amigo correntino: José
Luis Rolón, después la Techa,
y sigue Olivera, que está alto, a ese lo miro de abajo, dejo una flor donde la señora
de Pérez, también amiga de la casa, murió muy viejita, visito el panteón de una
amiga que fue esposa de Barreto, Garzia, que murió antes que él”.
Pregunté por las
sensaciones mientras trabajaba en la frontera: “Nunca tuve miedo, nada de
misterioso, venía con el entrenamiento del trabajo en soledad en la sala de
lustre de la carpintería, entonces no me afectó el panteón o la sala de
autopsias. Ataúd vacío o completo, nunca tuve problema, y nunca me llevé el
trabajo a casa, mi problema por ahí era sacar el color correcto. Y lo mismo me
pasaba cuando encajonábamos muertos de accidentes o con días de muerto. El olor
sí, por ahí te quedaba impregnado, pero impresión, no”.
Deolindo Romero
guarda mucha memoria sobre su andar entre los muertos, algunas de detalle del
oficio, otras terribles por la impresión que transmiten. Es por eso que viendo
todo este paisaje, le pregunté por él, qué pensaba para su después teniendo
tanta información: “Siempre tuve el convencimiento por la Pachamama, como
originario, yo siempre pido que el día que me toque, vaya a la tierra, que para
mí es un honor. No me gustan los nichos, y los panteones no estoy de acuerdo,
para colocar las urnas con cenizas, sí, pero los cuerpos, no me parece
higiénico”.
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Deolindo Romero en el cementerio inglés. |
Cuando salimos
del cementerio me llevó por la calle del costado para enseñarme el cementerio
de los ingleses, sector demarcado y separado del resto del terreno desde la
fundación: “Había mucha gente inglesa, por el ferrocarril, cuando yo era gurí
estaba bien cuidado, algunas veces mi papá llevó mármoles en el carro”. Da pena
el abandono del predio: un cementerio muerto dentro de otro que también sufre el
cambio de las costumbres. Tiempos distintos, bien lo sabe Deolindo Romero.
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Se vende. |
Fantastico yo trabaje 6 meses dentro de este Historico lugar con este blog pude saber porque hay un cementerio Ingles y justo me entero hoy 2 de Abril del 2017
ResponderEliminarMi novia es de Gualeguay pero vive en La Pampa. Me ha dicho que algún día me llevará a conocer ese cementerio ya que guarda una gran historia. Ya iremos Noe! :)
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