Llegué a
Gualeguay desde mi patria: el barrio de Boedo, y por extensión llegué desde mi
patria: la ciudad de Buenos Aires. En Boedo se hizo hombre el muchacho que fue
mi viejo. En Boedo viví muchos años. Entre las calles y los cafés de Boedo le
fui tomando el sabor a la vida. En este barrio fundacional se afianzó mi
escritura y desde él salí a encontrarme con las historias. Terminé fundando mi
identidad en las palabras, en la memoria de mis patrias, en la gente que construye
el cotidiano, y en esos otros habitantes, que además de transitar los días, los
anotan: los escritores. Hablo, cuento, recuerdo mi Boedo, mi aldea, y con el
intento narrativo va mi esencia de persona, de hombre que escribe para salvar
memorias: para hurtarle una sortija al olvido y dar una vuelta más por tanta vida
y tanta gente que todavía hace falta contar.
La lectura de
“Leyendas, palabras y letras entrerrianas” (2010) de Silvia Rodríguez Paz, me
llevó a pensar en mi aldea: palabra y barrio, y dentro de ella, lo dicho, mi
identidad. Porque la autora hace lo propio con su provincia/aldea, y la mira, y
la cuenta, y la quiere, desde la palabra de su gente.
¿Quién es
Silvia?: “Soy profesora, también Licenciada en Letras y Maestra Normal, de
las de antes. Anduve por las aulas de todos los ciclos durante unos
treinta y cinco años, muchos en escuela primaria, guardapolvo blanco y
tiza. Algunos menos en la secundaria y la cátedra universitaria
de formación docente. Mucho tiempo, 20 años, trabajé en el cargo de
Técnico en Lengua para la escuela primaria en el CGE. En 2005 me jubilé; ya
antes trabajaba en Cursos y talleres con adultos mayores y lo sigo
haciendo. Hoy por hoy acompaño la escritura de algunas personas,
escucho y estimulo a otras en sus producciones, coordino talleres
en bibliotecas, centros, escuelas”.
Su libro es una
investigación sobre la cultura, la maravillosa palabra: identidad, el hablar
cotidiano, las leyendas, las supersticiones, los escritores de la provincia, y
todo este universo enfocado hacia un objetivo madre: llegar con la palabra a la
escuela, o sea, al docente y al alumno.
Rodríguez Paz
levanta una bandera fundamental en este desafío de contar su lugar, la defensa
de la diversidad: “El etnocentrismo es otorgar a la propia cultura el rasgo de
normal, en cuyo caso estaría fijándosela como parámetro para determinar
exclusiones. Se entiende lo ‘correcto’ en función de la pauta cultural
impuesta, todo cuento de ella se aparte merece ser excluido.
En cambio,
entender la cultura como realización humana, como universo simbólico que los
actores sociales han configurado en la atribución de connotaciones variadas,
estaría señalando –y celebrando- lo multicultural y lo diverso. En las
leyendas, en el arte, en las manifestaciones religiosas, en las concepciones y
realizaciones de la ciencia, se manifiesta ese universo variopinto. En las
diferentes maneras de interpretar los signos están las culturas, las
identidades. Ya en los nombres con que se designan las cosas está puesto el
color de lo propio. Las formas de narrar, las maneras de mantener los hechos en
la memoria, los discursos orales que hacen circular las historias y las
construyen, contienen lo que identifica y constituye a los actores de un tiempo
social en un espacio físico”.
¿Qué sucede con
estas huellas?, son tomadas por los hacedores: “De todas las huellas dejadas,
los historiadores se valen para escribir la historia, y los poetas y escritores
se nutren para recrearla o poetizarla. Antes hubo hombres que también nos
dejaron versiones pero no sus nombres; son los anónimos cultores populares.
Todos hacen la historia, de todos –y de todo- se vale la ciencia para
constituirse como tal. Para algunos se trata de la misma historia vista desde
más de una perspectiva, para otros, como Marcelino Román, es historia, sí, pero
no ‘la misma’: ‘(…) hay dos clases de historias, o dos conceptos, dos formas
fundamentales de concebirlas. Esto es: la historia de los héroes y la historia
de los pueblos…’”.
El poeta y
escritor Marcelino Román es una presencia constante en el libro, lo mismo
ocurre con Luis Alberto Ruiz y su hasta ahora inédita: “Historia de la
literatura entrerriana”, y a ellos se suman Linares Cardozo, Antonio Rubén
Turi: “El castellano en nuestros labios”, Reynaldo Ros, Juan Víctor Larrosa, José
María Díaz, Manrique Balboa Santamaría: “Vida Entre dos Ríos. Los
entrerrianos”. La lista de nombres es larga, prueba de una aplicada
investigación.
Consulto a
Silvia por la motivación para llevar adelante este trabajo: “Lo escribí en
razón del trabajo que desempeñaba en el Consejo de Educación. Allí trabajaba en
el cargo de Técnica en Lengua para la escuela primaria. Estaba en
responsabilidades curriculares y de acompañamiento a los maestros. Recorrí
muchas escuelas, hablé con muchísimos docentes. Leímos juntos, aprendí de
ellos, de los chicos. Busqué respuestas para muchas de sus dudas, y de las
mías. Y siempre caí en la lengua, en las voces, tanto en las literarias como en
las cotidianas. Y me pareció que podía -y debía- dejarlo escrito para que se tenga
como contenido de enseñanza y de aprendizaje. La literatura da respuestas.
Y poco se atiende a lo que es ‘de por acá cerquita’. Tengo una deuda de
gratitud para con los maestros y con los chicos. Y tengo una pasión
inclaudicable por los escritores y poetas de la provincia. Estoy convencida de
que los chicos pueden y deben leer a Juanele, a Emma, a Manauta, a Díaz, a
Reynaldo... y que los docentes somos responsables si no acceden a ellos. La
edición del libro se hizo cuando ya me había jubilado, antes hubo otra mucho
más elemental, breve y ‘apurada’”.
En referencia a
las voces cotidianas, Silvia consigna: “En el hablar cotidiano, en la
conversación espontánea, pueden detectarse valores, formas de entender el mundo
y sus misterios; lo que es importante y lo que es secundario, el humor, los
encuentros y los desencuentros. Quienes esto manifiestan son personas que
pueden o no haber pasado por las aulas, quizás carezcan de la llamada educación
formal, y precisamente por eso es genuinamente rica su condición de hacedores y
portadores de una cultura y una identidad singular. La manifiestan, en el
hablar corriente, en la expresión familiar y amistosa. Con sus refranes, sus
dichos, enuncian verdaderas sentencias dignas de ser atendidas para reflexionar
a propósito de las maneras de ser y de sentir de esos hablantes”. Esto me
recuerda lo expresado por Juan José Manauta en una entrevista hecha por Mempo
Giardinelli para la revista “Puro Cuento” (1991): “Mi padre tenía un negocio de
ramos generales, suburbano, en las afueras del pueblo. Era como un almacén de
campo, en el que se vendían desde arados hasta carbón, géneros, yerba y azúcar.
Y tenía, claro, una trastienda a la que venía mucha gente, sobre todo hombres,
paisanos. Ahí se conversaban el truco y la ginebra. Y ahí yo adquirí una gran
riqueza de lenguaje, sentimientos y pasiones. La riqueza humana que estos tipos
dejaban del otro lado del mostrador era inmensa. Ahí escuché conversaciones,
relatos, sucedidos, mentiras, que se fueron depositando en mi memoria”.
La música dentro
del habla también dice presente en esta memoria de identidad: “Es un modo
singular de hablar que muestra curvas melódicas imperceptibles para quienes
están habituados a escucharlas, pero fácilmente reconocibles para el que viene
de afuera. En habitantes de zonas rurales con escasa escolaridad son mucho más
marcadas algunas particularidades fonéticas (lo mismo ocurre en otros espacios
del interior del país). Algunos ejemplos: Pérdida de ‘s’ al final de la
palabra: ‘vamo a ver’. Pérdida de ‘d’ en la terminación ado, generalmente; lo
mismo ocurre con la ‘d’ final: ‘libertá’. En la preposición ‘de’ se pierde la
‘d’: ‘traje ‘e verano’. La ‘x’ solo se pronuncia entre instruidos, la ‘j’ tiene
por lo común, una pronunciación suave y la ‘rr’ es asibilada (arrastrada), se
la dice con una especie de silbido. Este es uno de los sellos fonéticos de
mayor fuerza en los habitantes del interior entrerriano. Hay una prosodia, una
melodía de voz que conjugada con las particularidades fonéticas antes
descriptas, hace que estos hablantes tengan, en su decir oral, una marca fuerte
de identidad”.
En el capítulo “Narraciones,
leyendas y sus versiones” se lee: “No hay animales fantásticos como sí los hay
en otras culturas. Las especies, tanto animales como vegetales, pertenecen a la
región, hombres, plantas, animales comparten los días, los amores, las luchas”.
Es maravilloso lo que se consigna sobre el picaflor: “’Mainumbí’ es el nombre
guaraní del picaflor. ‘Quenti’ o ‘quindi’ lo llaman los quichuas, ‘colibrí’ los
caribes, ‘huatzitzil’ los aztecas.
En castellano se
lo conoce de varias maneras: picaflor, colibrí, sunsún, chupaflor, tente-en el
aire, tominejo, rayo de sol, pájaro mosca, pájaro abeja…
Los guaraníes
suponían que los hombres, al morir dejan su cuerpo en la tierra pero su alma,
al desprenderse, queda oculta en una flor. Por eso el mainumbí anda volando de
flor en flor en busca de almas para llevar al paraíso.
Es muy bello el
significado que conlleva esta leyenda: da cuenta de la idea de inmortalidad o
de cambio de estado de las personas al morir”.
La palabra de
Silvia construye un relato ameno, de ideas y conceptos claros. Una identidad a
la vista para quien quiera saber del hermano, para quien viene, como yo, de
otra aldea. Con textos como este la vida ensancha pulmones, porque se suman
experiencias, conocimientos, distintas maneras de mirar, de decir. Coexisten en
felicidad, mi Boedo, mi Buenos Aires, y mi Gualeguay, mi Entre Ríos; los versos
de Homero Manzi junto a los de Marcelino Román, porque así de simple deberían
ser los días; los poemas de Rubén Derlis, Rafael Vásquez, y las imaginaciones
de Daniel González Rebolledo, también destacado por Silvia, para la Solapa (entidad de forma
incierta que se ocupa de los niños desobedientes que no duermen la siesta) o
para “La yegua blanca” (teatro, 1991) (la séptima hija mujer en noches de luna
llena); la mesa de amigos en el café Margot, y la mesa amiga en medio del
galpón gigante de Luis Miguel donde cada viernes amanece La Catedral del Asado, donde
un grupo de gualeyos trabajan la sustancia de la que habla Silvia Rodríguez
Paz: la memoria, la identidad, la palabra, los refranes, los dichos, los
cuentos, el humor.
En el libro de
Marcelino Román “El itinerario del payador” (1957) aparece una mujer:
“Concurría –la payadora Ruperta Fernández- a toda fiesta con su guitarra, y
esta iba siempre adornada con cintas en que figuraban los colores de todas las
banderas americanas. Hecho que entraña, en verdad, el símbolo exacto de nuestro
regionalismo, desde cuyas raíces partimos hacia la unidad americana y los
abiertos horizontes del universalismo”. Con este recuerdo cierra Silvia su
libro: primero la aldea, la conciencia, la identidad: es el camino verdadero
para acceder al futuro.
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