domingo, 10 de agosto de 2014

Mirta Abruzeci: una memoria entre Gualeguay y Rosario del Tala




El pasado se manifiesta por caminos inesperados: fluye en distintas sintonías hasta que entreabre una puerta, hasta que encuentra la sortija que habilita su esencia en otro espacio/tiempo. Tengo una amiga poeta en Merlo, San Luis: Mirta Abruzeci. Desde que comencé a contar historias relacionadas con Gualeguay, ella es fiel lectora. Cada tanto hace un comentario generoso. La última vez saludó la nota que hice sobre el cementerio. Mirta nombró a una tía, o la tía se nombró a través de ella, y así, la encrucijada temporal descorchó, al mismo tiempo, su memoria y mi interés.
Mirta atesora una memoria gualeya: “Mis abuelos maternos se llamaban José (Giuseppe) Gallina y Clementina Gallardo. Él era italiano y supongo que ella de Gualeguay. Él trabajaba en la estancia ‘de los ingleses’ decía mi tía Adela. Tuvieron ocho hijos: Laura María (1900), Rosa Doralisa (1901), mi mamá nacida el 19 de octubre, José Luis (1902), Adela Josefa (1904), Blanca Clementina (1906), Alfredo Policarpo (1909), Florinda Inés (1911) y Ramona Antonia (1914)”.
Blanca (sentada) y Rosa, mamá de Mirta.
A poco de describir la familia, Mirta aclara: “Tres de los hijos permanecieron en Entre Ríos. Mi tío José Luis Gallina fue cura gaucho de dos localidades: Larroque y Gualeguaychú. Murió en Gualeguaychú, creo que en 1980. Estudió sacerdocio en Paraná. Alfredo Gallina tuvo como ocho hijos, y vivió casi toda su vida en Gualeguay. Murió en Buenos Aires más o menos en la misma fecha que mi tío José Luis. Ramona Gallina era la más chica, llegué a conocerla, vivía en el campo, tuve poco contacto con ella”.
Había una razón para la aclaración anterior. Sobre el paisaje familiar se dibujó la tragedia: “Sucedió que mis abuelos fallecieron en 1915, con muy poca diferencia de meses. Se enfermaron de algo grave. Los hijos iban a quedar sin ninguna protección”.
Entonces la abuela Clementina hizo una última jugada: “La hija mayor tenía 14 y la menor no llegaba al año. Mi abuela tuvo la precaución de dejarlos a cargo del intendente. Se firmó lo que se llamaba una hijuela, documento que vi, pero que lamentablemente no quedó en mis manos. El intendente era don Domingo Giménez y su esposa era una Chichizola. Lo tomaron con mucha responsabilidad, pero solo criaron a una de las niñas: Adela. Me crié con esa tía. Ella vivió con los Giménez en Gualeguay hasta la muerte de ellos. Mi tía se fue a Buenos Aires alrededor de 1930/32. Nunca vivió en la casa que le dejó el matrimonio, la herencia por haber estado con ellos desde los 11 años. Ella hacía las cosas de la casa. La trataron como a una hija. No tenían hijos. Me consta que adoraba a esa gente. Conoció Montevideo, donde la señora tenía parientes, y otros lugares de la provincia. Cuando ellos fallecieron, mi mamá, que ya estaba casada con Rafael, mi papá, la recibió en su casa. Con el tiempo se casó con un hermano de mi papá, Nicolás, en 1934. Al nacer yo, como vivían todos juntos, mi tía estaba incorporada a la familia. El intendente repartió a los demás. A mi tío, el que luego fue cura, lo dejaron en un convento. Así con todos. Mi mamá, que mucho no hablaba del tema, fue con una familia que se portó muy bien con ella. Laura se casó en Gualeguay muy joven, tuvo seis hijos allí. De a poco los hermanos fueron viniendo a mi casa paterna en Buenos Aires, y vivieron en ella hasta que se acomodaron en sus trabajos y consiguieron vivienda. Eso pasó con Laura y su familia, con Adela, y con Blanca y Florinda. Los demás permanecieron en Gualeguay. Mi tía Blanca fue a parar al convento de unas monjas. Según ella, eran odiosas, porque hacían trabajar a las chicas pobres. A Tina o Florentina tampoco la trataron muy bien, seguramente gente que la tenía de criada”.
José Luis.
Sobre Adela, y después de leer la nota sobre el cementerio, Mirta agregó: “Adela, hasta su muerte en 1994, cuidó que estuvieran pagas las sepulturas de los Giménez, así como la de mis abuelos”.
Busqué rastros del cura gaucho. Pude averiguar que José Luis Gallina fue titular de la parroquia Sagrada Familia de Gualeguaychú. Tomó posesión de ella el 3 de marzo de 1958. La parroquia tenía los siguientes límites, al norte: arroyo El Gato, al sur: arroyo El Sauce, al este: calles Chacabuco e Irigoyen hasta arroyo Gualeyán por el norte y El Sauce por el sur, al oeste: arroyo Pehuajó y García. La Sagrada Familia es de estilo románico y posee cinco altares. José Luis Gallina perteneció al clero diocesano y su ordenación data del 30 de noviembre de 1928. Figura también su nombre relacionado con el templo de la ciudad de Larroque.
Adela.
 Mirta refiere la historia de amor de sus padres: “Mi mamá fue con 15 o 16 años a trabajar a la casa de una señora de Gualeguay en Buenos Aires. Así fue como conoció a mi papá, que tenía una parada de diarios en Avenida de Mayo y San José. Ella tendría en ese momento unos 19. Cuando descubren el romance, la fletan a Gualeguay, con prohibición de ver a mi papá. Pero Rafael no se arredra y por eso, de punta en blanco, se va a ese pueblo desconocido para él, a pedir la mano. ¿A quién?, pues a la hermana Laura, que era una señora casada, y además al ex intendente. Mis padres se casan en 1922. Mi mamá tenía 21 y mi papá 22. Tengo cartas de ellos, por lo que sé que la situación económica era malísima en esa época, pero mi mamá, después de casada, no trabajó más. Ella me contaba que cuando llegó mi papá en tren desde Buenos Aires a pedir su mano, fue un terrible alboroto en el pueblo. Llegaba el porteño y llegaba vestido como un señorito: traje con chaleco, sombrero, zapatos impecables. Tengo, por suerte, las cartas que mi papá le mandaba a mi mamá a Gualeguay. Son un tesoro para mí. Por supuesto que son cartas sencillas, ninguno de los dos tenía hecho más que los primeros estudios, por eso mismo les doy muchísimo más valor. Mi viejo fue un tipo que privilegió toda su vida el estudio de sus hijos. Mi hermano me contaba que lo llevaba al teatro a ver a Margarita Xirgu y a gente de la época de la que hoy no recuerdo los nombres”.
Laura y su familia.
La poeta guarda momentos y sensaciones de infancia de dos lugares de Entre Ríos: Gualeguay y Rosario del Tala: “Mis recuerdos de infancia son la prueba de haber ido con mucha frecuencia a Gualeguay. Recuerdo una historia que me contó mamá. Todavía vivían mis abuelos. Los hijos iban a caballo a la escuela. Para esto debían cruzar un desvío del arroyo Clé. Iban en tres caballos, dos chicos en cada uno. Había llovido mucho y por lo tanto la correntada era importante. Los caballos se negaron a cruzar, y según mi mamá eso les salvó la vida. Guardo historias pequeñas como esta. Me quedaron porque en la infancia se agrandan las cosas y uno siente que la madre vivió una gran hazaña. Sería el año 1906 o 1907, pensándolo bien, tal vez sí fue una hazaña. Desde chica fui a Entre Ríos, más precisamente a Rosario del Tala, ya que la esposa de Giménez tenía allí una hermana: Bertha Chichizola, casada con Rafael Zavalla, quien fundó en el lugar una escuela/granja. Él era el director, maestro y propietario de ese campo. Tenían un lazo afectivo muy grande con mi familia, al punto de ser considerados como parientes. Tengo grabada en la mente y en el corazón a esa parte de Entre Ríos, porque era un lugar mágico. Tenía tres meses la primera vez que fui y unos diez años la última, cuando vendieron el campo. A Gualeguay fui entre el año 50 y 55, o tal vez un poco antes. Yo tendría unos 6, 7 años. Yo sentía Gualeguay como un lugar triste, apagado. Y posiblemente lo fuera en ese tiempo. Nunca volví por ahí. De todos modos, mi gente me transmitió el sentimiento de amor a su tierra a través de la palabra, recordaban siempre cosas que habían vivido. Yo siento una ligazón muy fuerte con Gualeguay.  Los viajes a la ciudad eran independientes de mis viajes a Rosario del Tala. Íbamos expresamente a un lugar o al otro. Rosario del Tala para mí era el lugar donde me esperaban los brazos abiertos del cariño desbordante de Bertha. Ocurría además que yo era la benjamina, llegada en un momento trágico en la vida de mis padres. Yo tenía tres meses cuando murió mi hermano de 17 años. Eso marcó mucho a todos, incluidos los Zavalla. Creo que por esa razón viajábamos tanto al campo, mi mamá necesitaba distraerse, salir”.
Desde la izquierda: Bertha Chichizola, Rafael Zavalla, Adela Gallina. De pie: Baldomera Gigena y Roberto Abruzeci. Rosario del Tala cerca de 1937.
En medio de las palabras, Mirta me envió uno de sus últimos poemas “Abuelos”: “No sé por qué / mi abuelo golpea / las puertas de mi memoria. / Quiere estar presente / entre su sangre. / Aunque no lo conocí, / lo pienso. / Sé que tenía los ojos azules / como el mar que lo engendrara. / Nada más sé de él. / Ni gestos / ni voz. / ¿Vendrá de ahí la mirada / tierna  burlona / en los ojos de mi madre? / ¿O vendrá de los otros abuelos / los paternos / de los que no sé nada más / que sus nombres? / Indago en el vacío / y aún tengo la esperanza / de llenar ese vacío. / No sé con qué, tal vez / sólo con ilusiones”.
En el centro: Adela, detrás Baldomera, a la derecha: Bertha.
Durante muchos años fui de visita a Merlo, al pie de las Sierras de los Comechingones. En ese lugar maravilloso levantó su casa mi amigo y maestro, el escritor Gabriel Montergous junto a su compañera Mónica Stefani. A través de ellos conocí a la poeta María Neder, y a cuatro poetas que asistían al taller de María: Élida Rovelli, Elsa Abate Daga, Mirta Abruzeci y Ángela Intelesano.
Pasó el tiempo y el paisaje mutó. Murió Gabriel, sus cenizas se mezclaron con la tierra de la cima del Mogote Bayo, la Neder solo va a Merlo de visita o por trabajo, Elsa dejó Cerro de Oro y ahora vive en Córdoba. Queda mi amiga Mónica en La Caramba, en Rincón del Este, quedan las amigas poetas: Élida, Ángela y Mirta. Queda la memoria de aquellos días.
Las cuatro poetas publicaron un libro: “Cuatro voces en acorde”. En el libro se informa que Mirta Abruzeci nació en Buenos Aires el 14 de diciembre de 1943 en el barrio porteño de Parque Patricios. Y de sus poemas, elijo “La taza”: “Se ha roto mi taza / la pequeña taza de la infancia / cayeron al suelo las tiernas huellas de mi madre / la leche blanca con su nata espesa / el chocolate espumoso  ligero como un globo / todos los cumpleaños  el rumor de la casa / las voces perdidas / la extrañeza de guardar tantas cosas / en el frágil espacio de la mente. / Se ha roto mi taza. / Un pedazo de mí se precipita al olvido”.
Sucede que de manera inevitable el poeta mira, en medio de un desbordado puñado de sensaciones opuestas, los paisajes que lo construyen: señales desde su sangre y más señales desde los días que vive. Cuando su viento palabrero le mueve el alma, sabe que la felicidad en la vida es inconmensurable, y sabe al mismo tiempo de la fragilidad, y sabe que nos espera el más desesperante de los abismos: la muerte y el olvido. Un poeta vive en los extremos de manera inevitable, por eso el lamento por la rotura absoluta de la taza y el alma, y por eso mismo el nacimiento de la escritura que dota al elemento, al gesto y la memoria, de la más pura eternidad, la única posible, la de los hombres. Ha pasado la poesía por la ausencia de la taza, ha pasado este relato a través de la memoria de Mirta Abruzeci. Eterna en su finitud anda su historia relacionada con la ciudad de Gualeguay.
Mirta, Rosa y Rafael vuelven a caminar por mi Gualeguay. En ellos vive también la rotura, el descalabro que produce la ausencia.

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