domingo, 28 de septiembre de 2014

Ernesto Hartkopf: una presencia fundamental



A poco de mirar el río fantástico que forma la historia cultural de la ciudad de Gualeguay, noté que algunos nombres comenzaban a titilar sobre las aguas. Aparecían acá y allá uniendo distintas orillas, haciendo las veces de bisagras, de puentes entre las historias. Nombres de personas, nombres de lugares, que jugaban como esquinas de encuentro, como especialísimas encrucijadas bluseras donde la luz se juntaba con la luz. En este paisaje se hizo presente un nombre -un faro de gran atractivo que señalaba el trazado de un sustancioso mapa del tesoro: Ernesto Hartkopf.
La ciudad de Gualeguay, como se verá, y por diversas razones, le debe honores a este señor. Debería haber una sala de exposiciones que llevara su nombre; una de las mesas de la Biblioteca Popular debería llevar una placa de bronce con su nombre, descuento que Carlos Mastronardi sonreiría gustoso; una calle debería ser su calle. Su nombre debería ser memoria cotidiana.
¿Quién fue Hartkopf? ¿Cuántos gualeyos saben de su presencia?
Ernesto Hartkopf no era poeta, escritor, actor ni músico. Fue dueño de una librería, y dentro de ella había un espacio de exposición para las artes plásticas. Hoy muchos tienen el dato de que esta ciudad, además del famosísimo Quirós, vio nacer a artistas plásticos como Roberto “Cachete” González, Antonio Castro, Derlis Maddonni, como para citar algunos. Las primeras exposiciones de estos tres gualeyos notables se llevaron a cabo en el Rincón Kopf: Cachete en 1955, Castro en 1959, Derlis en 1960.
Gracias al trabajo memorioso de Gustavo Gandini llegué a una nota: “El recordado Salón de Libros Kopf” publicada en el diario “El Supremo” en el año del bicentenario de la fundación de Gualeguay, es decir: 1983: “La librería de Ernesto Hartkopf, como muchos lo recuerdan, fue mucho más que una simple librería, fue un verdadero bastión cultural para nuestro medio, dando origen a la difusión del libro, por medio de la biblioteca circulante, organizando conferencias, exposiciones de pintura, debates y charlas, todo impulsado por el genial Hartkopf, a quien César Tiempo calificara de ‘sigiloso’, por su forma de actuar, con humildad, sin ostentación y en silencio. Desde 1931 hasta 1961 funcionó el Rincón de Arte, es difícil designarlo con un nombre en especial ya que las actividades que allí se desarrollaron fueron múltiples. Lejos de aspirar a satisfacciones materiales, su propietario, Ernesto Hartkopf, puso su vida a disposición de los libros, asesorando a los lectores, cediéndolos en préstamo o comentándolos. Consultamos a Don Roberto Beracochea para que nos contara algo de Hartkopf, y durante la exposición expresó que ‘No era el vendedor habitual de libros, sino que era el consejero de todos los adolescentes en busca de una buena lectura, conocedor profundo de todo lo referente a la literatura, valiéndose de los caracteres psicológicos del autor para despertar cierto interés en la lectura, y siendo al mismo tiempo asesor humano’.
Rincón Kopf.
No solo la literatura fue el móvil de Kopf, sino también la pintura. Muchos pintores como Cachete González, Silva, etc., asistían a las reuniones, y Hartkopf les daba las telas y los materiales para que pudieran trabajar, nunca les cobraba, por eso Beracochea dice que ‘fundó una librería y fundió varias’. También hubo exposiciones del fotógrafo Silva, un notable artista de Gualeguay, y Bichilani y González realizaron sus primeras exposiciones de pinturas en el Salón. Carlos Cúneo, Aída Rodi, Jesús Echeverría, Pilar Saizar, Enrique Aguirrezabala, exhibieron sus primeros balbuceos, junto a las lacas de Valdéz Mujica, las xilografías de Víctor Delhez, las fotografías expresionistas de Pedro Otero, las cerámicas de Maites Desmaras, las máscaras de Samuel Teitelman y las muestras colectivas de Carlos Castagnino, de Antonio Berni, de Demetrio Urruchúa, de Barragán, de Daltoé, de Pierre, de Butler, las incomparables acuarelas de Puccinelli, las esculturas de José Alonso, los grabados de Federico Scheppens. Era posible leer publicaciones europeas recién recibidas como ‘Monde’ de Henri Barbusse, ‘La Revista de Occidente’ dirigida por Ortega y Gasset. ‘Lettres francaises’ de Louis Aragón, ‘La nouvelle Revue Francaise’ de Jean Paulhan, ‘Mercure de France’ de Juillard y las infaltables ‘Paris Match’ y ‘Vogue’. Era obligación en esos tiempos saber francés en la gente ‘culta’, según Beracochea. También se reunían Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Julio Pedrazzoli, el Dr. Pancho Crespo y muchos más que se interesaban por la filosofía o la política. Las exposiciones y conferencias realizadas en Kopf, que estuvo ubicada durante varios años donde hoy es la Joyería Lacorazza, en calle Chacabuco, fueron innumerables, entre las cuales podemos citar algunas de afamados artistas plásticos como Antonio Castro, Scolamieri, presentaciones de libros de Aristóbulo Barroetaveña, grabados y dibujos de arte chino, acuarelas y pastel de Castagnino, e infinidad de expresiones culturales que enriquecieron notoriamente a los hombres de esa etapa de oro que tuvo nuestra ciudad. Al desaparecer el Salón Literario Kopf, ha quedado un vacío inocultable, que hoy, por diversas causas, es difícil de llenar, fundamentalmente, como manifestó Beracochea, por la falta de hombres como Ernesto Hartkopf”.
Rincón Kopf.
Esta nota que lamentablemente no lleva firma de su autor, iluminó la historia que se iba formando en mi pensamiento. Supe así que mi imaginación se había quedado corta: sabía que muchos plásticos gualeyos habían comenzado a exponer en la librería, pero nada sabía que sobre sus paredes habían amanecido obras de firmas ilustres del arte argentino. Que el lector vuelva a recorrer esos nombres. Estas manifestaciones del arte sucedían en aquella Gualeguay, en la de ayer, a la que le canta Omar Morel.
Emma Barrandéguy retrata la esencia del librero en un pasaje de su novela “Crónica de medio siglo”: “El que mejor se defendía de todos nosotros era Hartkopf, que tenía una librería y luchaba porque la gente leyera, viera cosas diferentes, saliera del cascarón. No que él fuera estrepitoso y agresivo, no; era un hombre suave, bajito, lleno de dulzura; sabía lo que era la poesía, la pintura, la música y en aquel Gualeguay cerril de entonces quería compartir lo que sabía. Trabajo le costaba al pobre. Muchos ataques, cantidad de disgustos. Por él publiqué mis primeras poesías, el artículo sobre el frigorífico, esas cosas que Ud. encontró buenas, positivas. En la librería de Hartkopf leíamos hasta cansarnos los libros que nos prestaba, que siguió prestando a través de los años, hasta que la librería cerró. Por él vimos las primeras exposiciones de pintura; a veces no iba nadie, pero él persistía como no persistió nadie en este Gualeguay; aunque él sabía que era un poco al bardo”.
En el libro indispensable para conocer la historia del arte en la ciudad: “Formas y colores de Gualeguay” de Nydia Rampoldi, Patricia Míguez Iñarra y Daniel A. Gabriel, se incluye la figura de Hartkopf entre los artistas plásticos. Su presencia fue fundamental, como fundamental fue la presencia del maestro Epele en el Hogar Escuela San Juan Bosco, para muestra están los recuerdos de Cachete González y Antonio Castro.
Gracias a otro de mis cómplices, el médium gualeyo Federico Ántola, llegué a una publicación de la Fundación Banco Mercantil Argentino (El Arca): “1996-Año de homenaje a Juan L. Ortiz en el centenario de su nacimiento. Conversación con Emma Barrandéguy”. Tres personas visitaron a Emma: Horacio y Tristán Bauer, y Carolina Scaglione. Emma recordó un grupo de intelectuales de izquierda, especialmente comunistas, del que formaba parte Juanele y ella. Le preguntaron por el referente del grupo: “Sí, el que lo organizaba era Ernesto Hartkopf”. También preguntaron cómo conoció a Juanele: “No recuerdo bien, pero creo que nos vinculamos por intermedio de la librería Hartkopf, que era un semillero, convergíamos todos allí; era un tipo ejemplar”. ¿Todavía existe la librería?: “No, no existe más. Él falleció y su casa fue donada a la Sociedad de Escritores de Gualeguay”.
En la nota de “El Supremo”, se tilda al librero de “silencioso”. Recordé el nº 0 de la revista “La Loca de al Lado” (junio 1981): “Querido ratón Hartkopf: En este número inicial fue propósito de la revista convocar a alguien como vos, que mucho tuvo que ver con el movimiento literario y artístico local. Tu proverbial humildad te hizo rechazar con firmeza nuestro intento de un reportaje a fondo sobre la época en que tocó actuar. Es cierto que no se puede forzar a nadie a revivir cosas que le fueron queridas o dolorosas, pero tu deseo de borrarte hace que muchos se vean privados de conocer una época y disfrutar de una viva recordación que pudo ser fructífera. No obstante, querido Hartkopf, tu figura ya tiene un perfil indeleble en nuestra cultura. Hubiera sido lindo que te bancaras este reportaje”.
El cariñoso apodo de “ratoncito” fue ocurrencia de Derlis Maddonni, me cuenta Tuky Carboni, que fue a la librería desde sus 6 años. Su relato confirma la palabra del periodista anónimo. Recuerda Tuky un homenaje a Hartkopf en la planta alta de la Biblioteca Popular. Posiblemente el orador fuera Beracochea. Estalló una tormenta y se abrieron de par en par las ventanas con gran estrépito, quien hacía uso de la palabra dijo que Ernesto Hartkopf se había hecho presente. La poeta también refiere, con gran dolor, que cuando se vencieron los plazos del nicho donde descansaban los restos del librero, los inhumanos silencios que viven en los pasillos de las administraciones se hicieron presentes, y nadie se comunicó con SEGuay para así evitar que los huesos de don Ernesto Hartkopf terminaran en el osario. Comprendo el sentimiento de Tuky, pero me digo en esta última línea, que quizá él hubiera estado de acuerdo con este lugar en la multitud.

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