Escribo para
contar historias y personas. Me considero un trabajador de la memoria. Creo que
es una necesidad vital alumbrar el pasado, solo de esta manera es posible un
presente y un futuro. Barrio, pueblo, ciudad, provincia, país, región: cada
aldea guarda historias, sucedidos, guarda los buenos fantasmas de aquellos
habitantes que por distintas razones (por lo general razones lejanas al poder y
el dinero) cruzaron la calle para llegar a la otra vereda: por ella se arriba a
la maravilla: el recuerdo de la gente simple que construye el cotidiano de la
vida.
Hacer este
trabajo me hace feliz, cuento historias de Buenos Aires y Gualeguay, historias
para ser contadas alrededor de la parrilla y el churrasquero. Y esta felicidad brilla
todavía más cuando me encuentro con alguien que también camina hacia el abrazo con
los buenos fantasmas.
Acabo de conocer
a Omar Morel. Su nombre había aparecido en otras charlas. Morel es un médium
gualeyo que utiliza para la construcción de su arte, de su laborar con el
pasado y su saludable más allá, herramientas tales como la escritura, la voz y la
guitarra. Luego sale acompañado con otros músicos amigos: realiza giras por un
Gualeguay de otros tiempos. Podría decirse que a Omar Morel lo llevan por la
vida dos pasiones: la memoria y el agradecimiento.
El muchacho
declara haber nacido en 1946, es amigo de la palabra simple, y esto, a poco de
andar, lo pinta por completo: un alma sincera, un hombre con ideas propias. Lo
consulto por la historia de su quehacer guitarrero: “Por qué, no sé, pero supe
que iba a tocar la guitarra algún día. Desde chiquito, 10 años. Después, a
fines de la década del ‘50 y a principios del ‘60 se produce un milagro en el
país: estaba de moda el folclore, ibas a la plaza y había gurises cantando con
guitarras y bombos. En mi barrio estaba Deolindo Romero, Rubén Barreto, los
Olivera, mis amigos de siempre, todos mayores que yo. Tenían guitarras y me
entreveré con ellos, que hicieron un conjunto y ahí anduve, mirando. No faltaba
guitarra y aprendí a hacer un tono. En mi casa no sabían de mi inclinación por
la guitarra y por escribir. Desde la escuela que tenía ganas de escribir algo,
escribía y tiraba, no dejaba rastros. Ahora me arrepiento, porque hasta de más
grande tiré todo. Me costó mostrar algo. Por el 73/74 me animé a cantar alguna
canción, pero sin decir de quién era. Después supieron los amigos más cercanos.
En esos años también tocaba en grupos que hacían música para baile”. Pensé que
esa música la tocó para ganarse la moneda, el sustento, pero Omar aclaró: “Soy
tipógrafo, armador, desde los 15, cuando conocí la imprenta dije: yo de acá no
salgo más. Me perfeccioné, le di mi impronta al oficio. Hoy ya no existe nada
de eso. Trabajaba en una imprenta y en el diario Pregón”.
Recuerdos del
74: “El conjunto se llamó ‘Los romanceros’: los hermanos Olivera, Romero,
ensayábamos folclore en una casita prestada. Duró poco. Hice mis primeras
armas. Cantábamos chacarera, zamba, que estaba de moda. Nombrábamos gente que
no conocíamos y paisajes que no habíamos visto, era lo que se escuchaba”. Pero
Omar Morel sabía desde temprano que quería andar por un paisaje cercano: “A los
18 conocí a Linares Cardozo en Gualeguay, me dije: esto es lo que voy a hacer.
Me gustó la originalidad y la manera como se plantaba en el escenario a
defender lo nuestro. Me di cuenta de que este hombre estaba nombrando cosas que
yo conocía, que veía todos los días. Hablaba de mi lugar, y eso quise hacer,
escribir algo sobre mi casa: Gualeguay”.
Escuché a Morel
cantar a su ciudad en “Lo que el tiempo me dejó” (2013, Dirección Musical: Hugo
Mena). De “La rosa del litoral”: “Yo soy de ese pago lindo del Gualeguay, / la
tierra en que Mastronardi empezó a soñar, / (…) // Soy entrerriano
gualeguaycero, / sueño costero de pescador; / montes, cuchillas, patria y
leyenda / soy de la tierra de Bruno Alarcón”.
Omar Morel y Hugo Mena |
Su declaración
jurada de bienes: “Soy escritor, compositor, no me defino como cantor, porque
sé las limitaciones que tengo. Yo canto para tratar de mostrar lo que hago,
para que lo tomen otros que quizá lo hagan mejor, y ha pasado. Pero si no
ocurriera, igual lo seguiría haciendo. Estoy convencido de lo que hago”. Así
las vueltas de la vida, Morel cantaba anónimas sus letras en el principio de la
historia, y hoy canta, trabaja, para que esas palabras definan ante todo su
paisaje como autor.
En “Lo que el
tiempo se llevó” escuché: “Lindo tiempo fue aquel tiempo, / que este tiempo se
llevó… / como ha de llevarse el tiempo / el canto que canto yo. // (…) //
Quiero evocarlo a ‘Catón’ / con ternura y emoción, / él que acompañaba a todos
/ y a él nadie lo acompañó”. Morel sabe de la existencia del olvido, por eso su
apuesta por la memoria, por eso trae de regreso a Catón, el que acompañaba los
cortejos fúnebres al cementerio. Por eso nombra, convoca en su hacer, por
ejemplo a los músicos de su ciudad. En “Duendes musiqueros”: Mateo Martínez,
Julio Arnaudin, Raúl Cardozo, Cartolano, Felimón, Alonso González, “Tino”
Moris, “Perico” Núñez, el “Zurdo” Colazo, “Nanque” Nigro, el “Toto” Vera,
Alfaro. En “Musiquero y cantor de mi pueblo”: Florindo Giaccio, “Paco”
Calcagno, “Cherero” Ríos, Juan Silva, Higinio, Maimone, Rodolfo Barriola,
Antoni Toloza. Una mención aparte se lleva “‘Cherero’ Ríos”: “Me comentó el
Charaí / que ese acordeón debe ser… / el viejo ‘Cherero’ Ríos / que anda
queriendo volver. // ‘Cherero’ nunca tocó / en los grandes escenarios, /
siempre anduvo merodeando / los boliches suburbanos. // Solía apagar estrellas
/ vino adentro en madrugadas / y su acordeón era un rito / por el barrio ‘de
las ranas’”.
Consulto a Omar
por su manera de componer: “Salgo de casa y puede que me pase algo, ver a
alguien, una imagen que me dé pie para hacer un verso, uno. Es una necesidad,
en casa busco la guitarra enseguida, eso me ayuda. Soy autodidacta. Trabajo con
un grabador. Le pongo música a la parte que tengo, para que eso siga creciendo.
Yo no me propongo los temas, el caso de Catón, de Mincho Ibarra, Tito Vecina,
un luthier amigo, nacieron. Me he propuesto escribir algo a mis viejos, y nunca
pude. Escribo y me ayudo con la guitarra, por ahí la saco en un rato. Música y
letra van juntas; si encuentro la música rápido, la letra se facilita. Voy
viendo que la música sea una chamarrita, un chamamé, una ranchera, una milonga,
más o menos la música que representa a Entre Ríos, trato, pero nunca sé. Han
salido cosas que ni yo sé cómo explicarlas. En el momento que compongo (se ríe)
que nadie me hable. Las cosas que se pierden por las interrupciones, lo que
perdés no lo volvés a encontrar. Después viene revisar, pulir, siempre”.
Omar Morel
transitó festivales, caminos: “Anduve por la provincia, en Uruguay, estuve en
Cosquín representando a Entre Ríos en la canción inédita. Tengo premios en
Santa Elena, en Villaguay. Lo hice por andar, nunca me pareció bien que cuatro
o cinco personas digan que una canción es mejor que otra”.
Durante la
charla apareció en escena otro de los buenos fantasmas de Gualeguay: “Con
orgullo puedo decir que Antonio Castro era amigo mío, a pesar de la diferencia
de edad fuimos amigos. Más allá de su arte, Castro era un hombre de
convicciones y valores, y era de no claudicar, como me gusta a mí. No fui al
velorio, sabía quiénes iban a estar, lo suponía, gente que nunca había movido
un dedo por él. Eso me rebela, el cinismo, la hipocresía”. Queda claro luego de
una charla con Omar: tiene, defiende, una postura ética. Y esta parada, esta
manera de hacer esquina, se ubica lejos de lo absoluto, señala sus pifiadas de
humano imperfecto, pero manteniendo en el tiempo una manera de ser, de pensar y
reflexionar: “Muchas veces me equivoqué, pero siempre creyendo en lo que
pensaba”. Escribió en “Pa’ los de abajo”: “(…) de que haya pocos que tienen
mucho / y muchos poco, / que va reñido con la moral. // Dicen que vivo /
equivocado, / porque no quiero / vivir pisado. // Dicen que tengo / raras
ideas, / porque no busco / las conveniencias”. Esta manera de ver el mundo es
fundamental para Omar Morel, quien pensando en sus hijos agrega: “Ellos no van
a tener que bajar nunca la mirada cuando me nombren”.
La mirada de
Morel es crítica con el corso de hoy, fundamenta sus diferencias en pocas
palabras, pero podría hablar sobre el tema durante un día entero: “El corso era
una fiesta popular, todos los hermanos esperábamos el corso, toda la gente,
porque ante todo era gratis. Participaban los barrios con las murgas, y eso se
dejó de hacer. Para que exista este espectáculo hermoso que se hace hoy, que no
debería llamarse corso, existió el corso verdadero. La gente que hizo aquellos
corsos ni sus hijos: ellos no pueden ir a estos: hay que pagar una entrada,
ocupar una silla, una mesa, y no te podés mover. El corso verdadero era
participativo, además se acabó el disfraz, la mascarita, la murga, el alma del
corso. Las murgas cantaban versos que se imprimían en libritos, y esos versos
tenían latiguillos, si el intendente no arreglaba la calle, se lo decían, por
eso los militares prohibieron la fiesta”. Recuerda a sus padres entre el corso
y su hacer: “El corso era el único lugar al que iba mi vieja. Mis viejos me
apoyaban, pero ninguno de ellos me vio en un escenario. Mi viejo era andador,
pero no iba a verme, y mi vieja no salía de casa, ella siempre fue un misterio.
Era feliz en su casa”.
Este gualeyo hace
memoria de su paisaje y de su gente: cuenta su aldea. Tiene claro que existe
esta Gualeguay porque existió otra, la de ayer, y en ella: existieron otros
gualeyos, los hoy ausentes. Hubo otra Gualeguay y sigue habitada en el agradecido
quehacer musiquero de Omar Morel.
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