domingo, 15 de marzo de 2015

Hartkopf, Sartre y Rubio: tres hombres en la librería

La figura del librero Ernesto Hartkopf, su buen fantasma, sigue de ronda en la ciudad de Gualeguay. Es cierto que es un tanto esquivo, no es de manifestarse con bombos y platillos y dejar con la boca abierta al desprevenido, prefiere ser presencia mesurada, aunque profunda e inolvidable, en memorias comprometidas con la cultura gualeya. Así era don Ernesto, un hombre de perfil bajo, un pensador que hizo escuela formando lectores desde una librería.
En la búsqueda de palabras, escenas, imágenes que lo contuvieran y lo contaran, tuve la suerte de que alguien me diera una pista: tenés que hablar con tal persona. Fue así que llegué hasta el doctor Fulvio Francisco Rubio (Quique): por varias razones, un discípulo, un alumno que siguió el camino del maestro Hartkopf, ya que su mundo giró, y gira, alrededor del conocimiento y análisis de su época, la filosofía, la literatura y el cine.
El cirujano es dueño de una voz que denota personalidad, y sabe acomodar las palabras para mejor convocar el recuerdo. A quien escucha no le queda más que mirar por la ventana que Quique acaba de abrir: “Hartkopf era un operador de la cultura. Él tuvo una librería, no estoy seguro, pero creo que fue la primera de Gualeguay. Yo lo conocí cuando era chico, soy de 1944. Era un hombre impecable, exquisito en el trato, abierto a toda inquietud que tuviera el lector, en mi caso, un chico. Tan es así que yo iba a leer a la librería, no le compraba. Él me seleccionaba libros, te hablo cuando yo contaba con 8, 9 años. En esa época él tenía una silla con una mesita. Me pasaba las tardes leyendo. Muchas veces no cerraba la librería esperando que nos cansáramos de leer, yo y otros muchachos. Alguna vez nos dijo que ya eran las 9 de la noche y que cerraba. Él y la señora, no recuerdo su nombre, eran unos habilitadores de la lectura importantísimos. Recuerdo que la librería parecía una boutique, muy cuidada, impecable, con olor a libro, y sin la frialdad de una biblioteca”.
Quique reconstruye la imagen del hacedor y su obra: “Era un gran lector, un autodidacta, no sé si tenía una profesión, sí que exultaba amor por los libros que verdaderamente tenían trascendencia. Principalmente libros de formadores. En aquella época no había computadora, existía el fomento de la lectura para quien quisiera leer. En épocas en que viajar entre Buenos Aires y Gualeguay llevaba mínimo 12 horas en tren, cuando Gualeguay sin puentes estaba aislada del mundo, Hartkopf tenía su librería actualizada, y abierta, porque si bien él vendía los libros, no la utilizaba como medio de lucro, seguramente cubriría sus necesidades para llevar una vida digna, pero hasta ahí. La librería estaba en la calle Chacabuco, al lado de la relojería Lacorazza, y la mercería de los Álvarez”.
Pasaron los años y Quique siguió visitando la librería: “Ahí empecé a leer a Sartre, y había pasajes difíciles de entender, la mayoría de las veces por incapacidad de quien leía, y él tenía la paciencia de explicar. Yo estudiaba en Buenos Aires, cuando venía de vacaciones, me hacía un lugar para ir a leer a lo de Hartkopf, tendría ya unos quince años. La librería era un salón de lectura y con orientación, había una lógica en lo que él te ofrecía para leer, no te lo imponía, no te decía tenés que leer esto o aquello. Ahí empecé a leer a Albert Camus, José María Arguedas, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares. Hartkopf estaba en el salón, pero no molestaba. Vos hacías la consulta, él dejaba lo que estaba haciendo y se acercaba a ver si te podía aclarar la duda. El local era chico, pero muy bien distribuido, no había paredes libres, eran todos libros, y aparte tenía las mesas muy bien ordenadas con libros en exposición. Cuando había una muestra de pintura él habilitaba segmentos del local para los cuadros, calculo que algunas bibliotecas serían móviles”.
Quique enciende un cigarrillo y vuelve al recuerdo del librero y su mujer: “Era un hombre abierto a todo aquello que fuera arte, y a todo lo que fuera arte con valor, era en ese sentido un hombre con una sensibilidad muy importante. Lo secundaba la señora, estaban prácticamente todo el día juntos en la librería. Como si lo estuviera viendo, siempre de traje y corbata, era bajo, flaco, usaba anteojos de marco de carey negro, y el pelo muy corto. Creo que la librería de Hartkopf debe haber sido una de las más completas y ordenadas que había en la provincia. Yo visitaba librerías en Paraná y otros lugares, y el ambiente y la paz que ahí había no lo encontré en otro lado”.
El recuerdo de la librería lleva a Quique a pensar en estos días del presente: “Muchas personas visitaban la librería, era una época donde la gente era muy afín a la lectura. Hoy se les ha robado el tiempo para leer, hay otra dinámica. La lectura necesita de una abstracción que no te exigen otros medios como puede ser la computadora, o la lectura pasatista, aunque el que ha leído a los grandes autores sabe que es más fácil leer a Sartre que a un estúpido. La lectura ha perdido adeptos, el libro en sí, se va convirtiendo en una cosa rara. El diario mismo, se leen los copetes en la computadora. Antes había una cultura de la lectura, y había inductores a la misma, y eso tenía que ver con los docentes. Los maestros eran grandes formadores de pensamiento, aunque no pensaras como ellos, eran referentes culturales”.
Junto al nombre de Hartkopf, en la cuestión de la enseñanza, aparece el nombre de otro notable: “Se perdieron los referentes. Ernesto Hartkopf era uno. El maestro Roberto Epele, otro, una institución. Él, un educador. También una presencia muy importante en Gualeguay. No creo que Epele haya sido habitué de la librería de Hartkopf, porque era más de las ciencias exactas, a pesar de tener un formación general, era un hombre que enseñaba matemática, física, química. Todavía se puede ver el lugar donde trabajaba, por la ventana del Hogar Escuela se ve una mesada hecha con caballetes, se pasaba la vida ahí. Hartkopf y Epele formaron un paralelo cultural para Gualeguay, fueron gente importante y no interesada, gente que pensaba en que el otro tenía que saber. Habilitaban a la gente para que se les abriera la cabeza. Eran personas de excepción, y fijate que no eran académicos, no eran profesionales, tenían una parte muy desarrollada de autodidactas”.
Pregunto por la historia de Quique: “Mi vida fue sencilla. Mis padres se separaron cuando tenía 9 años. Mi madre fue una de las primeras abogadas de la provincia de Entre Ríos. Era una mujer excepcional, y una intelectual: Georgina Bini Beyezi. Defensora de los derechos humanos, muy perseguida durante la dictadura por presentar recursos de habeas corpus. Le quemaron la casa, estuvo en la clandestinidad. Yo venía a Gualeguay con toda libertad, acá siguió viviendo mi padre, en esta casa. Ella fue escritora, nunca publicó, guardo sus cosas. Hice el secundario en el Liceo Militar, eso me sirvió para no ser militar. Estudié medicina en La Plata. Fui militante de izquierda. Publiqué dos libros de poesía, el primero a los 15, y tenía 20 años cuando participé en una antología de la editorial Bibliograma. Me recibí a los 23, en 1968. Soy cirujano, y dentro de la especialidad: proctología. Mamá me decía con humor: Cómo leyendo lo que leés, cómo siendo tan sensible con lo que leés, te dedicaste al culo (sonríe). Hice la residencia en el Instituto de Cirugía de Haedo, a fines del 72 volví a Gualeguay y acá viví. Hice toda la carrera y terminé como jefe del departamento de cirugía del Hospital. Atendí en consultorio privado, y fui varios años director de la clínica, antes se llamaba Instituto Clínico Quirúrgico, hoy se llama Nueva Clínica Gualeguay”.
Fue discípulo de Hartkopf y de su madre. Me cuenta que ella lo acercó a su biblioteca para que leyera a los grandes autores rusos. Pregunto a Quique por sus lecturas: “Los poetas alemanes, leí filosofía, historia, política: a Marx, Hegel, Kant, Kierkegaard, Lenin, Trotsky, Mao, Ho Chi Ming, y mucha literatura: Jorge Luis Borges, Abelardo Castillo, Osvaldo Soriano, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Stefan Zweig, Honoré de Balzac, Juan José Manauta, Tolstói, Pushkin, José Saramago, entre otros”.
La charla alrededor de la ausencia de cafés tradicionales en Gualeguay, teniendo la ciudad una historia de presencias notables como el Murugarren, el Irún o la confitería El Águila, llevó a Quique a asomarse una vez más a estos tiempos globalizados: “En Gualeguay se perdió el café del silencio porque cambió la gente, pero es algo que pasó en todos lados. Creo que es un fenómeno universal. La gente no quiere actividades que demanden atención. Ya nadie se interesa en el porqué de las cosas, poco importa lo que sucede. Nadie quiere el esfuerzo. Los jóvenes se van perdiendo sabores, y tampoco les interesa probarlos. Pero este mundo es así, ¿a cuánta gente le interesa la memoria? Y algo que ha desaparecido es el sentimiento de culpa, nadie se siente culpable de nada, el que reclama es reclamable, pero no, el reclamo es unidireccional. Nadie se hace cargo de nada. Antes había una ética más sostenida que la actual. Hoy la ética es un recuerdo”.

La charla con Quique Rubio terminó siendo una fiesta. La palabra junto a la mirada avisa que sangre adentro hay un hombre que piensa, que sabe correrse del cotidiano y su repetición insípida. El doctor sabe contemplar el paisaje completo, y sabe de la necesidad de la memoria.

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