La figura del librero Ernesto Hartkopf, su buen
fantasma, sigue de ronda en la ciudad de Gualeguay. Es cierto que es un tanto
esquivo, no es de manifestarse con bombos y platillos y dejar con la boca
abierta al desprevenido, prefiere ser presencia mesurada, aunque profunda e
inolvidable, en memorias comprometidas con la cultura gualeya. Así era don
Ernesto, un hombre de perfil bajo, un pensador que hizo escuela formando
lectores desde una librería.
En la búsqueda de palabras, escenas, imágenes que lo
contuvieran y lo contaran, tuve la suerte de que alguien me diera una pista:
tenés que hablar con tal persona. Fue así que llegué hasta el doctor Fulvio
Francisco Rubio (Quique): por varias razones, un discípulo, un alumno que
siguió el camino del maestro Hartkopf, ya que su mundo giró, y gira, alrededor
del conocimiento y análisis de su época, la filosofía, la literatura y el cine.
El cirujano es dueño de una voz que denota
personalidad, y sabe acomodar las palabras para mejor convocar el recuerdo. A
quien escucha no le queda más que mirar por la ventana que Quique acaba de
abrir: “Hartkopf era un operador de la cultura. Él tuvo una librería, no estoy
seguro, pero creo que fue la primera de Gualeguay. Yo lo conocí cuando era
chico, soy de 1944. Era un hombre impecable, exquisito en el trato, abierto a
toda inquietud que tuviera el lector, en mi caso, un chico. Tan es así que yo
iba a leer a la librería, no le compraba. Él me seleccionaba libros, te hablo
cuando yo contaba con 8, 9 años. En esa época él tenía una silla con una
mesita. Me pasaba las tardes leyendo. Muchas veces no cerraba la librería
esperando que nos cansáramos de leer, yo y otros muchachos. Alguna vez nos dijo
que ya eran las 9 de la noche y que cerraba. Él y la señora, no recuerdo su
nombre, eran unos habilitadores de la lectura importantísimos. Recuerdo que la
librería parecía una boutique, muy cuidada, impecable, con olor a libro, y sin
la frialdad de una biblioteca”.
Quique reconstruye la imagen del hacedor y su obra: “Era
un gran lector, un autodidacta, no sé si tenía una profesión, sí que exultaba
amor por los libros que verdaderamente tenían trascendencia. Principalmente
libros de formadores. En aquella época no había computadora, existía el fomento
de la lectura para quien quisiera leer. En épocas en que viajar entre Buenos
Aires y Gualeguay llevaba mínimo 12 horas en tren, cuando Gualeguay sin puentes
estaba aislada del mundo, Hartkopf tenía su librería actualizada, y abierta,
porque si bien él vendía los libros, no la utilizaba como medio de lucro,
seguramente cubriría sus necesidades para llevar una vida digna, pero hasta
ahí. La librería estaba en la calle Chacabuco, al lado de la relojería Lacorazza,
y la mercería de los Álvarez”.
Pasaron los años y Quique siguió visitando la
librería: “Ahí empecé a leer a Sartre, y había pasajes difíciles de entender,
la mayoría de las veces por incapacidad de quien leía, y él tenía la paciencia
de explicar. Yo estudiaba en Buenos Aires, cuando venía de vacaciones, me hacía
un lugar para ir a leer a lo de Hartkopf, tendría ya unos quince años. La
librería era un salón de lectura y con orientación, había una lógica en lo que
él te ofrecía para leer, no te lo imponía, no te decía tenés que leer esto o
aquello. Ahí empecé a leer a Albert Camus, José María Arguedas, Jorge Luis
Borges, Adolfo Bioy Casares. Hartkopf estaba en el salón, pero no molestaba. Vos
hacías la consulta, él dejaba lo que estaba haciendo y se acercaba a ver si te
podía aclarar la duda. El local era chico, pero muy bien distribuido, no había
paredes libres, eran todos libros, y aparte tenía las mesas muy bien ordenadas
con libros en exposición. Cuando había una muestra de pintura él habilitaba
segmentos del local para los cuadros, calculo que algunas bibliotecas serían
móviles”.
Quique enciende un cigarrillo y vuelve al recuerdo
del librero y su mujer: “Era un hombre abierto a todo aquello que fuera arte, y
a todo lo que fuera arte con valor, era en ese sentido un hombre con una
sensibilidad muy importante. Lo secundaba la señora, estaban prácticamente todo
el día juntos en la librería. Como si lo estuviera viendo, siempre de traje y
corbata, era bajo, flaco, usaba anteojos de marco de carey negro, y el pelo muy
corto. Creo que la librería de Hartkopf debe haber sido una de las más completas
y ordenadas que había en la provincia. Yo visitaba librerías en Paraná y otros
lugares, y el ambiente y la paz que ahí había no lo encontré en otro lado”.
El recuerdo de la librería lleva a Quique a pensar
en estos días del presente: “Muchas personas visitaban la librería, era una
época donde la gente era muy afín a la lectura. Hoy se les ha robado el tiempo
para leer, hay otra dinámica. La lectura necesita de una abstracción que no te
exigen otros medios como puede ser la computadora, o la lectura pasatista, aunque
el que ha leído a los grandes autores sabe que es más fácil leer a Sartre que a
un estúpido. La lectura ha perdido adeptos, el libro en sí, se va convirtiendo
en una cosa rara. El diario mismo, se leen los copetes en la computadora. Antes
había una cultura de la lectura, y había inductores a la misma, y eso tenía que
ver con los docentes. Los maestros eran grandes formadores de pensamiento,
aunque no pensaras como ellos, eran referentes culturales”.
Junto al nombre de Hartkopf, en la cuestión de la
enseñanza, aparece el nombre de otro notable: “Se perdieron los referentes.
Ernesto Hartkopf era uno. El maestro Roberto Epele, otro, una institución. Él,
un educador. También una presencia muy importante en Gualeguay. No creo que
Epele haya sido habitué de la librería de Hartkopf, porque era más de las
ciencias exactas, a pesar de tener un formación general, era un hombre que
enseñaba matemática, física, química. Todavía se puede ver el lugar donde
trabajaba, por la ventana del Hogar Escuela se ve una mesada hecha con
caballetes, se pasaba la vida ahí. Hartkopf y Epele formaron un paralelo
cultural para Gualeguay, fueron gente importante y no interesada, gente que
pensaba en que el otro tenía que saber. Habilitaban a la gente para que se les abriera
la cabeza. Eran personas de excepción, y fijate que no eran académicos, no eran
profesionales, tenían una parte muy desarrollada de autodidactas”.
Pregunto por la historia de Quique: “Mi vida fue
sencilla. Mis padres se separaron cuando tenía 9 años. Mi madre fue una de las
primeras abogadas de la provincia de Entre Ríos. Era una mujer excepcional, y
una intelectual: Georgina Bini Beyezi. Defensora de los derechos humanos, muy
perseguida durante la dictadura por presentar recursos de habeas corpus. Le
quemaron la casa, estuvo en la clandestinidad. Yo venía a Gualeguay con toda
libertad, acá siguió viviendo mi padre, en esta casa. Ella fue escritora, nunca
publicó, guardo sus cosas. Hice el secundario en el Liceo Militar, eso me
sirvió para no ser militar. Estudié medicina en La Plata. Fui militante de
izquierda. Publiqué dos libros de poesía, el primero a los 15, y tenía 20 años cuando
participé en una antología de la editorial Bibliograma. Me recibí a los 23, en
1968. Soy cirujano, y dentro de la especialidad: proctología. Mamá me decía con
humor: Cómo leyendo lo que leés, cómo siendo tan sensible con lo que leés, te
dedicaste al culo (sonríe). Hice la residencia en el Instituto de Cirugía de
Haedo, a fines del 72 volví a Gualeguay y acá viví. Hice toda la carrera y
terminé como jefe del departamento de cirugía del Hospital. Atendí en consultorio
privado, y fui varios años director de la clínica, antes se llamaba Instituto
Clínico Quirúrgico, hoy se llama Nueva Clínica Gualeguay”.
Fue discípulo de Hartkopf y de su madre. Me cuenta
que ella lo acercó a su biblioteca para que leyera a los grandes autores rusos.
Pregunto a Quique por sus lecturas: “Los poetas alemanes, leí filosofía,
historia, política: a Marx, Hegel, Kant, Kierkegaard, Lenin, Trotsky, Mao, Ho
Chi Ming, y mucha literatura: Jorge Luis Borges, Abelardo Castillo, Osvaldo
Soriano, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Stefan Zweig, Honoré
de Balzac, Juan José Manauta, Tolstói, Pushkin, José Saramago, entre otros”.
La charla alrededor de la ausencia de cafés
tradicionales en Gualeguay, teniendo la ciudad una historia de presencias
notables como el Murugarren, el Irún o la confitería El Águila, llevó a Quique a
asomarse una vez más a estos tiempos globalizados: “En Gualeguay se perdió el
café del silencio porque cambió la gente, pero es algo que pasó en todos lados.
Creo que es un fenómeno universal. La gente no quiere actividades que demanden
atención. Ya nadie se interesa en el porqué de las cosas, poco importa lo que
sucede. Nadie quiere el esfuerzo. Los jóvenes se van perdiendo sabores, y
tampoco les interesa probarlos. Pero este mundo es así, ¿a cuánta gente le interesa
la memoria? Y algo que ha desaparecido es el sentimiento de culpa, nadie se
siente culpable de nada, el que reclama es reclamable, pero no, el reclamo es
unidireccional. Nadie se hace cargo de nada. Antes había una ética más
sostenida que la actual. Hoy la ética es un recuerdo”.
La charla con Quique Rubio terminó siendo una fiesta.
La palabra junto a la mirada avisa que sangre adentro hay un hombre que piensa,
que sabe correrse del cotidiano y su repetición insípida. El doctor sabe
contemplar el paisaje completo, y sabe de la necesidad de la memoria.
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