domingo, 8 de marzo de 2015

Leer una foto

El muchacho más alto está de espaldas al que mira, es el que intenta que el barrilete se ubique en un sector del cielo que en la fotografía no se ve. Dos gurises, más chicos, juegan bajo la cola de trapo, a la derecha de la pandorga. El primero se agachó a tiempo, la cola pasó sin tocarlo y se alejó, se aleja, de su cuerpo; el segundo la ve venir y ensaya la huida; no le queda mucho terreno, el límite de la foto está a unos pasos. Recuerdo que el juego era ese: que no te toque la cola de trapo. Si el toque se producía, significaba derrota. Era un juego que duraba muy poco, el tiempo que tardaba en izarse el barrilete, la pandorga. Extraño me siento escribiendo palabras nuevas en mi ciudad nueva: pandorga y gurises. Porque precisamente fueron los gurises los constructores del artefacto espacial que intenta el vuelo: modelo simple: cuadrado, sin adornos, de un solo color, y trapo viejo en la cola, cortado a mano en tiras y anudado sin preocupaciones estéticas.
La foto que describo es en blanco y negro. No hay manera de saber el color del barrilete. Tampoco hay manera de saber el color y estado de la pintura que cubre la aguja clavada en el cielo, al fondo, a la derecha del cuadro: el campanario de la iglesia San Antonio.
Los muchachos remontan el barrilete cerca de una esquina. No hay asfalto. La vereda está notoriamente más alta que la calle. El pasto está bastante crecido. La altura de la vereda está justificada, frente a esa esquina, ahí nomás, está el río, a espaldas de quien toma la fotografía.
La esquina no es una esquina más de Gualeguay. En ella hay una casa: puerta alta de dos hojas, madera de otro tiempo, una ventana a la derecha. Toda la foto circula por el sendero de la perspectiva que va de izquierda a derecha: la casa, las casas vecinas, árboles que desde su altura asoman a la calle, una pared de ladrillos sin revocar; sobre la vereda hay un gurí que mira hacia los otros; apenas dos arbolitos más, y casi sobre la cabeza del gurí que mira, se acomoda la torre de la San Antonio.
Fotografía de Julio Montana
La casa en la esquina no es cualquier casa, y por lo tanto, la esquina, lo dicho, tampoco. Una casa deja de ser simplemente una casa cuando, por ejemplo, en ella vivió un poeta, un escritor. Dicha casa se va poblando de las más misteriosas y felices fuerzas de la naturaleza, en ella se van acomodando los buenos fantasmas que pueblan el interior del propio escritor (nada mejor que ser varios hombres dentro del hombre para luego ser más de un fantasma), también los de los escritores amigos, y los buenos fantasmas de los personajes amanecidos en el laborar del escritor. Si un escritor ha habitado una casa, la hace distinta, y esta diferencia es todavía más notoria cuando en ella han vivido, como en este caso, tres poetas: Amaro Villanueva, Juan Laurentino Ortiz y Gamboa Igarzábal.
Cuando vi por primera vez la foto, me pareció una imagen vieja. Tal vez años 40, 50. Fue el primer pantallazo, lo que me sugería el paisaje general, el “studium” según el notable Roland Barthes. Veo el paisaje, identifico los actores de acuerdo a mi contenido cultural, esto hace que pueda descifrar una imagen, saber si me gusta, si me interesa. En la foto me hallé instantáneamente a gusto: vi el barrilete, y en él mis barriletes de pibe, las calles de tierra como las que tenía mi Martín Coronado, el juego: que no te toque la cola de trapo. Vi una esquina y una casa vieja, no cualquiera, de mi nuevo lugar en el mundo: Gualeguay.
Pero además de toda esta información que me daba la imagen, y que de alguna manera yo contestaba a través de mi memoria y de mis intereses presentes, había, hubo un detalle. Fue ese detalle el que me llevó a experimentar el “punctum” bautizado por Barthes (a propósito, una lectura recomendada: “La cámara lúcida”). De aparecer el “punctum” producirá un pinchazo, un agujero, una pequeña herida en el “studium”. El “punctum” es una especie de magia, también un toque de casualidad, que brota de la fotografía misma, y nos hiere justo en nuestra alma emotiva.
Descubrí el detalle que me decía que la foto no podía pertenecer a las décadas supuestas: el calzado de los muchachos. Podría agregar algún detalle más de la vestimenta. Pero las zapatillas fueron determinantes para que fuera a preguntarle al fotógrafo: Julio Montana, por el año en que fue tomada la foto. Al tener el dato del autor, confirmaba también que la foto no podía ser de los años que supuse, pero fue desde esas sensaciones que empezó a armarse la historia de la fotografía y el significado que adquiriría para mí.
Montana buscó en su memoria unos momentos, estuvo casi seguro de que la foto había sido tomada en 2001 o 2002. Me pareció todavía más asombroso. Había hecho la foto, digamos, aquí cerca, a la vuelta de la esquina mágica del tiempo. Le comenté lo que me había ocurrido con la imagen, mi suposición, y qué pasó luego con una mirada más atenta. Le dije que la foto transmitía una fuerte sensación de tiempo pasado, un aroma antiguo.
Julio me dijo que era acertada mi percepción. Una foto vieja siempre encierra señales.
Fue luego de la charla cuando fui herido placenteramente por el “punctum” de la foto, por su poesía oculta. Es la foto de Julio Montana un vórtice temporal, una encrucijada blusera de tiempos distintos. Actúa como convocante de buenos fantasmas, historias y paisajes, repite de alguna manera una de las maravillas que pueden ocurrir dentro de una casa que ha sido habitada por un poeta.
Desde la ventana de la derecha cualquiera de los poetas pudo estar mirando de qué manera el barrilete llegaba al límite superior del cuadro, para después perderse en su sector de cielo. Quizá Juanele, el más etéreo, y por esto, por qué no, el más fantasma de los tres, fija su vista especialmente en la pandorga, porque sabe, por ejemplo, que su esencia verdadera en cada 1° de noviembre es la de servir de guía a los muertos que todavía viven en el inframundo, en su camino hacia el cielo de la justicia. Sabe que los barriletes que vuelan desde los cementerios en esa fecha, luego serán destruidos por los gurises; sabe que los barriletes que permanecieron en tierra, volarán llevando a los muertos rezagados; sabe que cuando regresen esos barriletes del cielo que merecen los explotados, serán quemados para que sea su humo una posibilidad más de guía para los espíritus descuidados. Desde esa ventana pueden espiar tres poetas de Gualeguay: es que la poesía nunca termina.
Desde el lado del fotógrafo vuelve su pasado de ojos de barrilete, su vida de barrilete con la cámara en la mano, memoria de esos días en que usaba la otra mirada, la que sabía de contener el aire, la de encontrarse con esos detalles que la velocidad anula. Cada vez que Montana mira la foto se encuentra con su yo de ayer, con el de hace unos años, y con el que ahora ve, recuerda.
Los gurises, ¿quiénes serán?, ¿habrán logrado remontar la pandorga?, ¿qué será de su vida después de estos años?, me pregunto: sabrán que aquel día tres poetas miraban por la ventana.
Vuelvo entonces a mi Martín Coronado de pibe, a mis barriletes, a mis incursiones al pequeño cañaveral que crecía al lado de las vías del tren, a metros del puentecito; vuelvo al cuchillo abriendo surco en la caña, al papel de colores, y al engrudo hecho con agua y harina; toda una aventura en un barrio de trabajadores en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Regreso a la casa del escritor Martín Coronado, allí vivió uno de los padres del teatro argentino, estaba pintada de un color rosa viejo, era modesta, y no existe desde hace años, se la llevó puesta una de tantas topadoras de la civilización; desde pibe supe que una casa era distinta cuando en ella había vivido un escritor, un pintor, un músico: el arte une mundos, historias, como el barrilete, como la foto de Montana. Al ver la casa donde vivieron los poetas, una mezcla maravillosa de admiración y respeto me dejó sin atenuantes frente a la emoción: qué hombres, capaces de tanto con tan poco: lápiz, papel, palabra, poesía.
La foto de Julio Montana prueba que es posible moverse entre los tiempos, y sin diferencias, entre los tiempos de los vivos y de los muertos, y de esta manera transcurrir en ambas sintonías: entrando y saliendo de los recuerdos y del “mientras tanto” de nuestros días. Pensando en esta poética realidad que prueba la foto, la maravillosa permeabilidad de ciertos límites, es que aparece la imagen del amigo Catón. Puedo imaginarlo parado al lado de Montana mientras hacía la foto. Porque de tanto andar preguntando por él a la gente, tengo la sospecha de que su quehacer cotidiano no se quedó fijo en una Gualeguay otra. La figura de Catón se relaciona con la vida en ambos mundos, en el cruce de los tiempos. La memoria que posee la ciudad sobre su personaje, que acompañaba a los muertos al cementerio, lo hace libre en el viento que pasa a través del entramado temporal. Los días de Catón derivan como si se tratara de una pandorga que, en vez de surcar cielo, elige el río de la vida y el del recuerdo. Al menos dos ríos más corren al lado del Gualeguay.
Es Gualeguay una ciudad en el límite, por un lado, la chatura de un cotidiano que muchas veces aplasta cualquier atisbo de introspección, y por otro, su poética que abre este entrecruzamiento de mundos y tiempos.

Todos estas puertas abiertas gracias al arte en la foto de Montana: imágenes, historias, reflexiones, ocurrencias, más el fantástico estado de ficción de quien esto escribe, que me termina ubicando en el fuera de cuadro que Montana tiene en la foto, desde donde en el presente se ve y recuerda. Sé al igual que él que una diferencia de diez, doce años, esa categoría cierta de pasado reciente, transforma el cuadro en presente. Memoria y actualidad, en eso pienso, en la encrucijada donde los hombres y sus fantasmas se las ven con la historia. 

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