El muchacho más alto está de espaldas al que mira,
es el que intenta que el barrilete se ubique en un sector del cielo que en la
fotografía no se ve. Dos gurises, más chicos, juegan bajo la cola de trapo, a
la derecha de la pandorga. El primero se agachó a tiempo, la cola pasó sin
tocarlo y se alejó, se aleja, de su cuerpo; el segundo la ve venir y ensaya la
huida; no le queda mucho terreno, el límite de la foto está a unos pasos.
Recuerdo que el juego era ese: que no te toque la cola de trapo. Si el toque se
producía, significaba derrota. Era un juego que duraba muy poco, el tiempo que
tardaba en izarse el barrilete, la pandorga. Extraño me siento escribiendo
palabras nuevas en mi ciudad nueva: pandorga y gurises. Porque precisamente
fueron los gurises los constructores del artefacto espacial que intenta el
vuelo: modelo simple: cuadrado, sin adornos, de un solo color, y trapo viejo en
la cola, cortado a mano en tiras y anudado sin preocupaciones estéticas.
La foto que describo es en blanco y negro. No hay
manera de saber el color del barrilete. Tampoco hay manera de saber el color y
estado de la pintura que cubre la aguja clavada en el cielo, al fondo, a la
derecha del cuadro: el campanario de la iglesia San Antonio.
Los muchachos remontan el barrilete cerca de una
esquina. No hay asfalto. La vereda está notoriamente más alta que la calle. El
pasto está bastante crecido. La altura de la vereda está justificada, frente a
esa esquina, ahí nomás, está el río, a espaldas de quien toma la fotografía.
La esquina no es una esquina más de Gualeguay. En
ella hay una casa: puerta alta de dos hojas, madera de otro tiempo, una ventana
a la derecha. Toda la foto circula por el sendero de la perspectiva que va de
izquierda a derecha: la casa, las casas vecinas, árboles que desde su altura
asoman a la calle, una pared de ladrillos sin revocar; sobre la vereda hay un
gurí que mira hacia los otros; apenas dos arbolitos más, y casi sobre la cabeza
del gurí que mira, se acomoda la torre de la San Antonio.
Fotografía de Julio Montana |
La casa en la esquina no es cualquier casa, y por lo
tanto, la esquina, lo dicho, tampoco. Una casa deja de ser simplemente una casa
cuando, por ejemplo, en ella vivió un poeta, un escritor. Dicha casa se va
poblando de las más misteriosas y felices fuerzas de la naturaleza, en ella se
van acomodando los buenos fantasmas que pueblan el interior del propio escritor
(nada mejor que ser varios hombres dentro del hombre para luego ser más de un
fantasma), también los de los escritores amigos, y los buenos fantasmas de los
personajes amanecidos en el laborar del escritor. Si un escritor ha habitado
una casa, la hace distinta, y esta diferencia es todavía más notoria cuando en
ella han vivido, como en este caso, tres poetas: Amaro Villanueva, Juan
Laurentino Ortiz y Gamboa Igarzábal.
Cuando vi por primera vez la foto, me pareció una
imagen vieja. Tal vez años 40, 50. Fue el primer pantallazo, lo que me sugería
el paisaje general, el “studium” según el notable Roland Barthes. Veo el
paisaje, identifico los actores de acuerdo a mi contenido cultural, esto hace
que pueda descifrar una imagen, saber si me gusta, si me interesa. En la foto
me hallé instantáneamente a gusto: vi el barrilete, y en él mis barriletes de
pibe, las calles de tierra como las que tenía mi Martín Coronado, el juego: que
no te toque la cola de trapo. Vi una esquina y una casa vieja, no cualquiera,
de mi nuevo lugar en el mundo: Gualeguay.
Pero además de toda esta información que me daba la
imagen, y que de alguna manera yo contestaba a través de mi memoria y de mis
intereses presentes, había, hubo un detalle. Fue ese detalle el que me llevó a
experimentar el “punctum” bautizado por Barthes (a propósito, una lectura
recomendada: “La cámara lúcida”). De aparecer el “punctum” producirá un
pinchazo, un agujero, una pequeña herida en el “studium”. El “punctum” es una
especie de magia, también un toque de casualidad, que brota de la fotografía
misma, y nos hiere justo en nuestra alma emotiva.
Descubrí el detalle que me decía que la foto no
podía pertenecer a las décadas supuestas: el calzado de los muchachos. Podría
agregar algún detalle más de la vestimenta. Pero las zapatillas fueron
determinantes para que fuera a preguntarle al fotógrafo: Julio Montana, por el
año en que fue tomada la foto. Al tener el dato del autor, confirmaba también
que la foto no podía ser de los años que supuse, pero fue desde esas
sensaciones que empezó a armarse la historia de la fotografía y el significado
que adquiriría para mí.
Montana buscó en su memoria unos momentos, estuvo
casi seguro de que la foto había sido tomada en 2001 o 2002. Me pareció todavía
más asombroso. Había hecho la foto, digamos, aquí cerca, a la vuelta de la
esquina mágica del tiempo. Le comenté lo que me había ocurrido con la imagen,
mi suposición, y qué pasó luego con una mirada más atenta. Le dije que la foto
transmitía una fuerte sensación de tiempo pasado, un aroma antiguo.
Julio me dijo que era acertada mi percepción. Una
foto vieja siempre encierra señales.
Fue luego de la charla cuando fui herido
placenteramente por el “punctum” de la foto, por su poesía oculta. Es la foto
de Julio Montana un vórtice temporal, una encrucijada blusera de tiempos
distintos. Actúa como convocante de buenos fantasmas, historias y paisajes, repite
de alguna manera una de las maravillas que pueden ocurrir dentro de una casa
que ha sido habitada por un poeta.
Desde la ventana de la derecha cualquiera de los
poetas pudo estar mirando de qué manera el barrilete llegaba al límite superior
del cuadro, para después perderse en su sector de cielo. Quizá Juanele, el más
etéreo, y por esto, por qué no, el más fantasma de los tres, fija su vista
especialmente en la pandorga, porque sabe, por ejemplo, que su esencia
verdadera en cada 1° de noviembre es la de servir de guía a los muertos que
todavía viven en el inframundo, en su camino hacia el cielo de la justicia.
Sabe que los barriletes que vuelan desde los cementerios en esa fecha, luego serán
destruidos por los gurises; sabe que los barriletes que permanecieron en
tierra, volarán llevando a los muertos rezagados; sabe que cuando regresen esos
barriletes del cielo que merecen los explotados, serán quemados para que sea su
humo una posibilidad más de guía para los espíritus descuidados. Desde esa
ventana pueden espiar tres poetas de Gualeguay: es que la poesía nunca termina.
Desde el lado del fotógrafo vuelve su pasado de ojos
de barrilete, su vida de barrilete con la cámara en la mano, memoria de esos
días en que usaba la otra mirada, la que sabía de contener el aire, la de
encontrarse con esos detalles que la velocidad anula. Cada vez que Montana mira
la foto se encuentra con su yo de ayer, con el de hace unos años, y con el que
ahora ve, recuerda.
Los gurises, ¿quiénes serán?, ¿habrán logrado
remontar la pandorga?, ¿qué será de su vida después de estos años?, me
pregunto: sabrán que aquel día tres poetas miraban por la ventana.
Vuelvo entonces a mi Martín Coronado de pibe, a mis
barriletes, a mis incursiones al pequeño cañaveral que crecía al lado de las
vías del tren, a metros del puentecito; vuelvo al cuchillo abriendo surco en la
caña, al papel de colores, y al engrudo hecho con agua y harina; toda una
aventura en un barrio de trabajadores en el oeste de la provincia de Buenos
Aires. Regreso a la casa del escritor Martín Coronado, allí vivió uno de los
padres del teatro argentino, estaba pintada de un color rosa viejo, era modesta,
y no existe desde hace años, se la llevó puesta una de tantas topadoras de la
civilización; desde pibe supe que una casa era distinta cuando en ella había
vivido un escritor, un pintor, un músico: el arte une mundos, historias, como
el barrilete, como la foto de Montana. Al ver la casa donde vivieron los
poetas, una mezcla maravillosa de admiración y respeto me dejó sin atenuantes
frente a la emoción: qué hombres, capaces de tanto con tan poco: lápiz, papel, palabra,
poesía.
La foto de Julio Montana prueba que es posible
moverse entre los tiempos, y sin diferencias, entre los tiempos de los vivos y
de los muertos, y de esta manera transcurrir en ambas sintonías: entrando y
saliendo de los recuerdos y del “mientras tanto” de nuestros días. Pensando en
esta poética realidad que prueba la foto, la maravillosa permeabilidad de ciertos
límites, es que aparece la imagen del amigo Catón. Puedo imaginarlo parado al
lado de Montana mientras hacía la foto. Porque de tanto andar preguntando por
él a la gente, tengo la sospecha de que su quehacer cotidiano no se quedó fijo en
una Gualeguay otra. La figura de Catón se relaciona con la vida en ambos
mundos, en el cruce de los tiempos. La memoria que posee la ciudad sobre su
personaje, que acompañaba a los muertos al cementerio, lo hace libre en el
viento que pasa a través del entramado temporal. Los días de Catón derivan como
si se tratara de una pandorga que, en vez de surcar cielo, elige el río de la
vida y el del recuerdo. Al menos dos ríos más corren al lado del Gualeguay.
Es Gualeguay una ciudad en el límite, por un lado,
la chatura de un cotidiano que muchas veces aplasta cualquier atisbo de
introspección, y por otro, su poética que abre este entrecruzamiento de mundos
y tiempos.
Todos estas puertas abiertas gracias al arte en la
foto de Montana: imágenes, historias, reflexiones, ocurrencias, más el
fantástico estado de ficción de quien esto escribe, que me termina ubicando en
el fuera de cuadro que Montana tiene en la foto, desde donde en el presente se ve
y recuerda. Sé al igual que él que una diferencia de diez, doce años, esa categoría
cierta de pasado reciente, transforma el cuadro en presente. Memoria y
actualidad, en eso pienso, en la encrucijada donde los hombres y sus fantasmas
se las ven con la historia.
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