domingo, 12 de abril de 2015

Julio Montana cuenta su aldea

Hace unos días, leyendo una biografía del poeta Julián Centeya, reparé en las últimas líneas del poema “El barrio”: “No se ven ciertas cosas si no se llevan dentro. / El barrio –lo que dije- va a la muerte conmigo”. Pensé en que la imagen/pensamiento era una gran verdad.
Había espiado a través de las redes sociales el trabajo del fotógrafo Julio Montana. Cada tanto veía fotos distintas, lejanas o extrañas a su quehacer como fotógrafo social. En ellas aparecía su ciudad: calles y río, la gente “haciendo” el cotidiano. La percepción: fotos realizadas a otro ritmo, en total libertad. Entre estas presencias apareció una foto en especial: blanco y negro, con el aroma del tiempo en cada rincón. Esa foto, en la que aparece la casa donde vivieron tres poetas: Juanele, Villanueva y Gamboa Igarzábal; en la que se ve a tres gurises alrededor de una pandorga en ascenso, y que me impulsara a escribir “Leer una foto” (El Debate Pregón 08/03/15), me llevó hasta la charla con Julio. Previo a ese momento pude ver unas cien fotos del Montana artista, y mientras hablábamos vi una docena más.
Julio me cuenta el encuentro con el oficio: “No me gustaba leer. Miraba revistas todo el tiempo, y leía con las imágenes. Creo que eso fue básico para prenderme a las imágenes. Y alguna vez vi fotos de Raota, en la época en que se hizo conocido. Yo estaba en quinto año, y me dije ¿qué hago? Me interesó la fotografía, empecé a averiguar. Fui a hablar con el fotógrafo Andre Baranoff, muy buen fotógrafo, un artista, para que me diera una mano, me dijera lo que podía hacer. Él me pinchó todo el globo, me dijo que no tenía que estudiar fotografía, que era caro y difícil, que no iba a conseguir cámara, que me dedicara a otra cosa. Me fui muy enojado, porque me pinchaba un tipo que sabía, y que además lo hiciera de semejante forma. No sé, creo que eso me incentivó para seguir”. Me llamó la atención la postura del fotógrafo: “Sí, él es un tipo muy especial. Seguí preguntando, encontré el Foto Club Buenos Aires. Hice un curso básico, uno intensivo, eso duró un año, pero yo necesitaba más información, y solo iba dos veces por semana. Averigüé por una carrera de dos años en una escuela privada, cursaba todos los días, había laboratorio y materias afines, cosas que yo nunca había visto. El título era algo así como técnico en fotografía profesional. Todo esto pasó entre el 97 y el 2000”.
Julio para estudiar tuvo que salir de Gualeguay: “Viví 3 o 4 años en Buenos Aires, en Congreso. Intenté buscar laburo allá, trabajé en una revista digital de una financiera. Busqué, estaba medio de jeta en la casa de unos amigos, pero para ese momento me habían dicho que si volvía tenía trabajo en Kodak de Gualeguay. Me cansé de dar vueltas en Buenos Aires, la verdad, nunca me hallé en la ciudad, no me gustaba, me gustaba el pueblo y me vine. Buen sueldo y laburando en el rubro, de alguna manera era lo mío. Estuve del 2000 al 2008”.
Pagó el precio de su formación hasta que decidió sacar el ancla: “Cuando me fui de Kodak, donde trabajaba mucho haciendo fotos y laboratorio, pensé que iba a tener más tiempo, pero no, todo lo contrario. Empecé a trabajar de manera particular. Los años en Kodak me hicieron conocido, fue un semillero, yo era un ‘socialero’, y eso me permitió hacerlo por mi cuenta apenas salí de Kodak. Nunca más paré”.
Julio coloca sobre su escritorio, hablamos en su local de la calle La Paz, una docena de fotografías, algunas con el marco de paspartú que indican la posibilidad de haber sido expuestas. Me cuenta: “Esta es de la misma serie de los que remontan el barrilete, es sobre la misma calle de la casa de Juanele, mirá, acá también está el barrilete (utiliza esta palabra, no pandorga), está bien la foto, y en color. Mucho de lo que se ve en la foto ya no está (señala las casas), es una foto sacada con rollo”. Hay una foto de un pibe que sostiene un perrito en una mano, sonríe a la cámara: “Iba mucho a Puerto Ruiz a sacar fotos, tiempo libre que tenía, me iba para el puerto. Ese es un nenito que vendía perritos por un peso”. Una copia de gran tamaño, con el marco blanco, anuncia una imagen maravillosa: “Esta es del Parque Quintana inundado, hoy ya no se inunda. Es una de las fotos que más me gusta, muy lograda. El perro arriba del tobogán, toda la escena, y en color. En esa época trabajaba en el laboratorio de Kodak, y entonces tenía la posibilidad de meterle mano a los colores, forzaba los negativos para lograr mayor color”. Hay varias fotos de una yerra: “Saqué muchas fotos en el campo del doctor Rodrigo Ayala”. Impresiona la foto de una mujer, un retrato: “Esta viejita es la madre del Bebe Torres, que fue basurero de Gualeguay toda la vida, y encargado del Balneario Municipal. Me la encontré sentada en el quiosquito que hay en el Parque, me arrimé y le hice un par de fotos”.
Tienen mucha fuerza sus retratos. Pregunto por el puente que se tiende entre el fotógrafo y el personaje a retratar: “Si no entrás en contacto no hay foto buena, tiene que haber charla amena, y más en un retrato, porque si la persona no se relaja, no lográs una buena mirada, una buena foto. Es casi imposible, podés robar una que otra, pero nada más”.
Hay fotógrafos que eligen preparar las tomas, o como mi amigo Eduardo Noriega, al que muchas veces le gusta un paisaje y entonces hace guardia esperando que algo suceda dentro del escenario. Pregunto por la preferencia de Julio: “Tengo muy pocas fotos preparadas, me gusta la foto casual”. Me señala una que es preparada: “Estaba en lo Ayala, y en el paisaje había mucha mugre, gorros, jockeys, muchos elementos nuevos que no me tentaban para sacar fotos. Me acordé del baño, que es espectacular de viejo, entonces hicimos la foto. Ese es Lichi Ziperovich”.
El río y la pesca tienen lo suyo en el mundo de Julio: “Me gusta fotografiar la pesca. Fui mucho a la toma vieja, cerca de Paso de Alonso. Ahí encontré a este viejito, estaba en una ranchada, cerca de una carpa de plástico. Sentado en una silla chiquita de madera, bajo un espinillo, cerca tenía un pescado grande, lleno de moscas, no me olvido más. Vivía ahí, solo, tirado. Hablamos dos o tres horas, me contó que había sido maquinista en Buenos Aires, y que después había vuelto a la pesca. Alguien me dijo que tenía varios hijos y que cuando se fue a Buenos Aires, los hijos fueron a parar al Hogar Escuela. Un hombre que vivió casi toda su vida del río, que quería estar cerca del río. Tenía las manos muy arruinadas, y las uñas muy blancas, eso me impresionó”.
Julio hizo la otra fotografía, la distinta, mientras trabajó en Kodak: “Después no, no tuve más tiempo para pararme en la esquina”. Lo lamenta, se le nota en la mirada: “Sí, me gustaba mucho, era y es un cable a tierra. No sé por qué dejé de hacerlo, creo que ni yo le encuentro una explicación. O tal vez tenga el tiempo, pero es como que dejé de ver las cosas, de buscarlas. Iba mirando todo el tiempo, buscando el momento de la foto. La estudiaba, la pensaba. Salía de trabajar a las 6 de la mañana y me iba a fotografiar el amanecer o la inundación. Dejé de hacerlo. Fui artesano, y andaba en bicicleta, y vos ves las cosas de otra forma, hoy subís al auto y no podés parar, traés nenes, los llevás, el auto te mata, no caminás”.
Las vueltas de la vida, principalmente las económicas: dejar de ser empleado, tener una casa y no pagar alquiler, las necesidades de la familia: “Todo eso te va llevando a que hagas netamente lo comercial, lo comercial te va comiendo”. Julio se queda pensando: “Calculo que volveré a hacerlo, cuando algo me interese, tengo ganas de hacer un ensayo fotográfico sobre las islas del Ibicuy, con la gente de las islas… claro que todo es tiempo y plata, hoy todo es plata, el consumismo neto”.
Cuando esta cuestión quedó planteada, Julio me dijo: “Perdí el ojo”. Señaló la repetición de lo comercial como la causa principal. Después él mismo corrigió. Sabe que ese mundo es recuperable, emparejando un poco la receta y volviendo, por ejemplo, al río con la cámara. Mientras tanto disfruta la posibilidad de poder vivir del oficio que eligió.
Expuso dos o tres veces. En el Jockey Club con Lichi Ziperovich, Mateo López, y Mato Francisconi, malabarista, ya fallecido; después recuerda una muestra en el Club Social, organizada por Graciela Saavedra. “Siempre en conjunto, nunca me largué solo”, agrega.
Julio no tiene fotógrafos admirados, no sigue el trabajo de otros. Recuerda haber visto, en épocas de estudio, obra de Cartier-Bresson.
“Siempre me interesó contar mi pueblo, y disfrutaba haciéndolo. Viajé poco, una vez a Jujuy. Mi foto es pueblerina, los personajes, el paisaje, los parroquianos, la mayoría de mis fotos son de Gualeguay”. Esta es su declaración de principios.

Luego de la charla y las fotos, pienso en las líneas de Julián Centeya. Pienso: sí, claro que tiene razón: si adentro no hay, no habrá afuera. Por eso Julio puede contar su barrio, su aldea: la cuenta con tranquilidad, solo tiene que mirarse.

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