Prefiero a esos escritores que admiten la existencia
de caminos diversos para llegar a la creación, que admiten con tranquilidad que
los transitan un poco por intuición, otro poco porque el trabajo a través de
los años les ha enseñado a ver ciertas señales, y porque finalmente tienen la
valentía, ante la pasión ineludible por escribir, de afirmar que no son dueños
de ninguna verdad, que la duda los nutre y los salva. Esos mismos autores son
los que saben de un costado mágico de los días, y que hasta ahí se llega a
través de la observación del paisaje y las criaturas, el trabajo a conciencia, la
sinceridad salvaje, y que todo este quehacer, este oficio de palabrero, debe
realizarse en entera libertad. Un escritor posee diversas almas, entre ellas se
funda el diálogo maravilloso que posibilita el hallazgo de la mirada y la voz
propia. Desde este escenario de escritura elijo hablar del escritor Daniel
González Rebolledo y su próximo libro, ya en el horno de la imprenta: “Todo
teatro. La yegua blanca y otros textos”.
La historia de la relación de González Rebolledo con
el teatro tiene distintos capítulos. Extenso sería detallarla. Elijo contar que
a los 20 años se dio cuenta de que quería ser actor. Asistió a la Escuela Nacional
de Arte Dramático a mediados de los ‘60. No la terminó y partió a estudiar con
el maestro del taller de actuación: Jorge López. Caminó Buenos Aires mientras
buscaba “encontrarse”. En 1979, en Gualeguay, fundó el grupo de teatro Gente de
la Legua, en recuerdo de los cómicos de la legua del medioevo. Doce años en la
Legua, actuando y dirigiendo. El oficio que le daría de comer: profesor de
matemáticas, lo llevó a Oberá, Misiones, en 1982. Allí adaptó a Nicolás Gogol:
Diario de un loco, para un unipersonal, esta fue su primera experiencia con la dramaturgia.
Volvió a casa y a Gente de la Legua. En el marco del Encuentro Latinoamericano
de Teatro, Concepción del Uruguay en 1991, hizo un curso de dramaturgia con
Mauricio Kartún. En ese escenario aparecen elementos de lo que luego sería la
obra La Yegua Blanca con la que González Rebolledo obtendría el premio Fray
Mocho. Dos temas tenía en su pensamiento: la maledicencia y los personajes populares
de su pueblo.
En las palabras previas a la primera edición de la
obra, el autor anota: “Rastreados los antecedentes del mito del Lobisón o
Licántropos griego, supe de La Yegua Negra, cuento del italiano Corrado Alvaro,
‘La Corza Blanca’ de Gustavo Adolfo Bécquer, del folklore francés en su ciclo
de leyendas sobre Metamorfosis de una joven en Corza Blanca, Cabra Blanca,
Cierva Blanca o Liebre Plateada. ‘Metzengerstein’ de Edgar Allan Poe y las
metamorfosis similares del Ramayana. En el folklore del litoral argentino y
riograndense brasileño, el Lobisón, el Chancho Gente, entre otros, nos dan
prueba fehaciente de la universalidad del mito y sus diferentes tratamientos.
La Yegua Blanca como variante de este mito, surge solamente en Gualeguay”. En
otro fragmento, explica: “Recordé que el relato me había sido contado por mi
madre, entre otros de Solapas y Luces Malas, en la infancia campesina.
Investigué nuevamente el tema, aún vivo en la memoria de mi pueblo. Por lo
menos tres mujeres habían encarnado el mito de la Yegua Blanca en distintos
tiempos, pero una de ellas, la primera, habría sido la que dio origen a la
versión más popular y trascendente. Tuve acceso a distintos miembros de la
familia que aún recordaban de su niñez, a aquella hermosa y delicada mujer que
no había transpuesto el umbral de la puerta de calle por largos años, y había
envejecido, como en los relatos Garcíamarqueanos, entre la sala del piano, las
publicaciones de la National Geographic recibidas por correo, las labores
blancas, los ingenuos juegos en los patios perfumados de jazmines y oleofragans,
con esos innumerables sobrinos que iban llegando a alegrar su soltería,
cultivando un mundo al amparo de la Maledicencia que la acechaba tras los altos
tapiales, en la calle, para perseguirla con el estigma”.
"La foto de tapa es una fotografía tomada en Tucumán por Catalina Boccardo de Buenos Aires, e intervenida plásticamente por Juan Carlos Eberhardt de Paraná." |
El autor explica las razones de la próxima edición,
su contenido: “Hacía tiempo que venía pensando en una reedición, pero junto a
una docena de obras más escritas a lo largo de unos 20 años. Además de ser mi
obra más difundida por haberse estrenado en distintas regiones, es un texto muy
solicitado por alumnos de profesorados de letras de la provincia, como sucede
acá mismo en el Instituto Adveniat. Es editado por la Fundación Editorial La
Hendija de Paraná. Algunas de estas obras se han estrenado, un buen porcentaje,
otras se han publicado y estrenado a partir de premios de edición, algunas están
inéditas aunque estrenadas, otras inéditas y no estrenadas. Hay desde sencillos
planteos dramáticos para talleres de actuación, hasta monólogos, dramas
musicales, y una performance poético-musical”.
En apariencia, un cierre: “Ni que me hubiera
dedicado a escribir teatro toda mi vida. Me quedó claro con este libro que,
además de los otros géneros en los que he escrito y publicado (novela y poesía),
y en los que sigo escribiendo, la dramaturgia lleva una evidente ventaja de
producción, aunque tendiendo en esta etapa de mi vida, como a cesar, no sé si
deseo seguir escribiendo teatro. Hice una bonita fogata sin esperar a San Juan,
que es cuando suelo quemar lo que no deseo ver más, con las versiones múltiples,
apuntes, correcciones, que había acumulado durante tanto tiempo. El libro es también
un cierre”.
Daniel da señales de la presentación del libro: “Se
hará en la sala de La Hendija en Paraná, calle Gualeguaychú casi
9 de Julio, el jueves 18 de junio, sala 2, a las 20,30 hs., donde algunos
importantes referentes de la escena paranaense desarrollarán fragmentos de
algunas de las obras, y por supuesto, también participaré con un fragmento de
la última performance que vengo haciendo desde hace algún tiempo: Sexalescencia,
texto que cierra el volumen. La foto de tapa es una fotografía tomada en
Tucumán por Catalina Boccardo de Buenos Aires, e intervenida plásticamente por
Juan Carlos Eberhardt de Paraná”.
Pregunto a González Rebolledo sobre el teatro, sobre
la escritura para teatro, y contesta mucho más, sentimiento y reflexión en la
palabra del hombre de Finisterre: “El teatro es el mayor legado que nos dejaron
los antiguos para contarnos, vernos, sentirnos, conocernos. Es el juego
dramático vinculando en el presente al actor y al espectador en un momento
único e irrepetible, es la inmediatez del suceso que los conmueve al unísono y
que no podrá repetirse del mismo modo, nunca más. Cuando escribís ficción,
siempre contás historias, pero intentás que esas historias modifiquen,
inquieten, interpelen, acusen, atemperen, diviertan, conmuevan. Al hacerlo
desde el texto que va a ser escena, que va a ser visto, pasás a un estado que
no sé si estará categorizado, sería algo así como una esquizofrenia múltiple,
porque sos el personaje que está diciendo y sintiendo un parlamento, pero
también sos el otro, los otros que están o no en escena, y sos el espectador
que está ‘viendo’ la escena. La multidimensionalidad, podríamos decir si tal
cosa existe, se da en tu cabeza, en tu cuerpo todo, en tu hemisferio creativo
que está como un motor al máximo de su potencia, si esta analogía mecánica
pudiera ser posible. Quiero decir que primero el dramaturgo ‘ve’ toda la
escena, a cada personaje, incluso en la reescritura aparecen lo que se llama (o
podría llamarse, ya no sé si invento categorías) el ‘clima’ de tal o cual
escena, entonces allí aparece algo que es propio del texto dramático, algo que
los directores en general arrojan al tacho de los desperdicios, lo que los
griegos nos heredaron con su bonito nombre: las didascalias, es decir las
acotaciones que el dramaturgo da como necesarias para que tal o cual escena
tenga ese ‘clima’ que él ve en su cabeza, que él siente que debería estar allí
como algo imprescindible. He seguido un largo proceso de aprendizaje, como todo
camino en el arte, para llegar al texto dramático en cada uno de los que se
publicarán en este libro. No hay recetas, hay que tirarse a la pileta. Sé que
mi mayor beneficio como dramaturgo fue haber sido antes, durante y después,
actor y director de teatro, porque ello me allanó en gran medida llegar a
escribir una obra de teatro, pero entiéndase que también hay prestigiosos
dramaturgos que nunca antes actuaron ni dirigieron, para mí en particular resultó
esto. En algunas obras sencillas, lo que llamo juegos dramáticos para talleres
de actuación, tomé improvisaciones bajo consignas y las pasé a la escritura, lo
cual no es la llamada ‘creación colectiva’, en verdad no creo mucho en esa
categoría, siempre hay un guía, una cabeza que arma las piezas del
rompecabezas, que le busca la vuelta a tal o cual escena para que se convierta
en escena dramática, porque también, por si no lo dije, el dramaturgo mientras
reescribe, generalmente y al menos en mi caso, piensa ‘qué está haciendo este
personaje mientras dice esto’, la acción, otro aditamento imprescindible del
texto dramático, y salta la acotación, la didascalia que le aclara el panorama,
que enriquece, facilita o molesta, por qué no, al actor o director que va luego
a tomar la obra, pero al que el dramaturgo le allanó el camino para seguir. Sos
el que escribe, el que actúa, el que dirige, el puestista, el iluminador, el
sonidista, el utilero, y hasta te diría el dueño de la sala, para terminar
siendo el espectador que se sienta y mira lo que todos estos, en los que vos
mismo te desdoblaste, han construido. Y todo esto sin hablar del conflicto, el
núcleo duro, pero de eso se han escrito tratados, sólo te digo que sin
conflicto no hay escena”.
Ventajas maravillosas tiene el cronista cuando se
encuentra con tantas palabras y conceptos tan bien ubicados. Recomiendo leer y
escuchar a Daniel González Rebolledo: y hacerlo con la misma libertad con la
que él escribe.
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