Charlar con un escritor, y todavía más, con un
poeta, el último escalón a habitar en el cielo terreno de la escritura, puede
significar la aparición de un nuevo universo en nuestro horizonte, porque
semejante vastedad puede ser una persona; y puede suceder, además, que ese
poeta pueda llevar a puerto feliz su palabra, su quehacer, su crónica de vida,
para así parir libros que se ganen en los pliegues esenciales de la memoria del
lector. Me acaba de ocurrir esta maravilla: “Mansa Tuca” de Ricardo Maldonado
es libro para recordar, hoy, ahora, en este después de lectura, y es libro para
la remembranza de mañana.
Hace unos días tuve la oportunidad de charlar una
hora con Maldonado en casa de Jorge García, autor de Historia de Tres Bocas.
Patio al fondo, plantas, sol de domingo, y pensamientos alrededor de la
escritura. La revista El Tren Zonal ya nos había encontrado en las vías del
ciberespacio. Pude saber que a Maldonado le gusta hablar de su trabajo, como
poeta y como editor con Ediciones del Clé. Hay en su relato una pista feliz:
disfruta de lo que hace y por tanto intenta transmitirlo. Además de esta señal
comprometida con su quehacer, entre sus palabras aparecen ciertos autores que
dan pista de su conocimiento. Autores, por ejemplo, como Daniel Moyano y
Enrique Molina. Maldonado sabe muy bien de qué habla. Fue una alegría escuchar
a alguien que recordara la única novela que escribiera el poeta Enrique Molina:
Una sombra donde sueña Camila O’Gorman. Maldonado conoce muy bien los
intersticios misteriosos de la creación literaria. Hablando de literatura no le
quedan cabos sueltos. Hombre de palabra tranquila. La sensación es que aquello
que nombra, ocurre.
El universo posible en el encuentro con un poeta, lo
completa el fruto de su trabajo; en el libro termina la tarjeta de
presentación, es el último desafío: ver de qué manera el hombre esfuma
felizmente sus manos en la sustancia palabrera. Maldonado me obsequió “Mansa
Tuca”. En la tapa se informa: poema, y se avisa de la distinción: Premio
Literario Anual “Fray Mocho”, Poesía, 2007. Un cd completa la edición: el autor
dice el Poema, y canta un puñado de canciones.
Mansa Tuca es el personaje central del poema: “(…)
Voces de adentro te apodaron Mansa Tuca, / de gurí te cargaron así, / personaje
a contracanto del olvido, / saliendo de aquella fragua / de humildes bajo
aguacero, / bajo inclementes caridades, / bajo cerrazones patronales; / hijo de
los hijos de aquellos criollos de Galarza / (…)”. Maldonado construye su Poema
como un narrador hace lo propio con una novela. Trece poemas/capítulos que
tienden puentes entre sí para contar la historia de Mansa Tuca. Cada uno de
esos poemas sostiene la parada en una esquina propia, individual, a la vez que
entra en el movimiento circular que posee el Poema, el todo, el libro. La
sensación es de movimiento, como si el Poema hecho de poemas fuera el aro que
Mansa Tuca empujaba con el alambre en su niñez.
Pienso en el Poema, y me digo que lo circular me
lleva también frente a la imagen del oleaje en el mar, la manera de irse y la
manera de llegar, o me deja frente a una puerta vaivén por donde pasa el Mansa
Tuca, un negro de la loma, el que se fue a Buenos Aires, y el que ahora regresa
buscando las señales, las identidades, las memorias de otro tiempo en su Entre
Ríos.
Partió al exilio: “(…) con los pasos que te llevaron
a insistir / con el timbre de la ciudad, / hasta que te atendieran ‘cabecita
negra’, / Mansa Tuca, ‘un tuerto más’, (…) Llaves para espiar, expiado
entonces, / flaco el fulano, taller al fondo, grasa, / negro con overol, fosa
para ver desde abajo, / mundo arriba y hurón abajo, / pedazo de fiambre y vino
tinto entre los fierros, / toda una vida entre los fierros, / y el Gardel de
traje escaso / sólo tres veces en la vida: / de novio, de casado, de recordado
aniversario… / y después, bocado de rutina, / los asados de los viernes en el
taller, / el truco entre aceites, llaves y soldadora, / pescas en Brazo Largo
una vez al año, / y Entre Ríos guardado como un secreto que hiere / o esquela de
traición hallada en el seno, / como aquellos alambres que sacan tiras todavía /
y hoy venís a cruzarlos / por si acaso quedan libertades / en este rincón del
planeta, / y qué planeta para portarlo entre dos orejas / y llevarlo hasta el
perdón dulce de las canciones, / milongas como vos, décimas como vos: / Camisa
rota de sol de noche”.
El relator hace memoria, pura imagen, una: “(…) Y
llorabas largo por todas las ánimas en blanco, / y era escasa la grasa para la
torta frita / que las tardes de lluvia hacían saltar como arco iris / de la
olla abollada de mamá, / para riqueza del mundo / con casamiento de comadrejas
/ y paladar de quedar esperando más. (…)”. Luego otra: “(…) Pero la ciudad no
quiso saber nada de canjes: / tus huellas allá, tu sudor acá… partido en dos, /
renunciar al propio estado, / fuiste obligado a un repudio de raíces, / a dar
diente contra vida, (…)”. Mansa Tuca volvió: “(…) Hoy saliste a recorrer las
calles / y los que se quedaron se pusieron viejos, / y tantos ya juntaron sus
alpargatas, / y estás como Auscarriaga, peluquero / que volvió a recorrer en el
cementerio / a tantos que les cortó el pelo por años / cuando vivía por acá,
cuando vivían / los que ahora viven sólo de pensamiento, / de postura
indefensa, de perdidos en la loma… / y te dan sentido en la señalización de la
ausencia. / ¿No es así acaso como vuelven las bandadas?, / recuperando quizás
una saudade, / un dolor exquisito de pecho, / una neblina campera en los ojos,
/ un giro de trescientos sesenta grados / en tu lechuza cascoteada, / porfiado
en la vuelta, / escurriendo en el sueño / una emoción que solivianta su peso /
y vuela hacia esta orilla (…)”.
El relator es quien da pista de la vida de Mansa
Tuca, lo muestra en Buenos Aires, vuelve a ubicarlo en Entre Ríos, en las ceremonias
de un regreso, en las ceremonias del pasado. Alguien que lo conoció muy bien, o
quizá, me digo, por qué no, el mismo Mansa Tuca viéndose desde otra de sus
almas: “(…) Y así estamos, ahora, vos cruzando la calle, / venciendo al niño
que se te cruza por delante, / y yo con mi dolor de mandíbula trabajada / por
la carcoma del castellano”.
La voz guía del Poema tiene una sintonía melanco, de
saudade, frente al tiempo y el lugar perdidos, adiós a un paraíso que nada
tenía de regalado. Enfrenta a Mansa Tuca a un espejo “que se comió el azogue”,
lo enfrenta a las bondades y dolores propios del ejercicio de la memoria: “(…)
y porfiás por volver a ser, ya tan lejos / cuanto más cerca de ésta, tu raíz, /
tu aire en forma de raíz, tu empiezo”.
No podía faltar en este regreso, el amor:
“Inolvidables manzanillas / en el cabello de ‘la rusita’, / te esperaba a la
vuelta / como la vida no te esperó, / nadie más fue a esa esquina que te dice /
el valor de una flor bajo pollera, / manzanas del rey para el paria que osó ese
huerto. / No sabés si habrán cantado tan lindo los zorzales / como esa pollera
que se abría / y qué resplandor cuando pasaba mirándote / como la vida no te
miró / y te aromaba con inciensos de rito antiguo; (…)”.
Ricardo Maldonado ejercita pinceladas como lo hace
un artista plástico: toques, destellos del color y claridad colocados
estratégicamente en la pintura del paisaje de vida de Mansa Tuca. Por ejemplo
en el poema referido a su encuentro con la Rusita, aparece esta pincelada: “(…)
una auténtica justicia social para vos (…)”, y cuando refiere un encuentro en
un viejo galpón, cierra el poema de esta manera: “(…) con estrellas de gatos
maestros en el arte de amar”. Líneas fantásticas como: “(…) y había lechuzas
que te seguían con agüeros suspensivos. (…)”. Más pinceladas: “(…) y el bicho
canasto de tu memoria, te espera (…)”; “(…) y eras un cuzco miserable detrás de
las achuras. (…)”.
Hay en el Poema todo la presencia del lugar y su
gente, una memoria con algunos nombres propios, supongo habitantes de una
lejana Galarza: los González, la panadería de Pedrazzoli, la farmacia de Carlos
Burone, pero se percibe que en el libro los paisajes se aúnan, las memorias
también, señales verdaderas pariendo referencias ficcionales, y no por ello
menos ciertas que las de origen. Todo este mundo en movimiento para contar a
Mansa Tuca que, podría decirse, como en la historia de tantos viajeros, fue una
víctima más de las barbaridades que muchas veces, demasiadas, puede propinar la
vida. En el espejo donde Mansa Tuca se mira y recuerda con nostalgia (“(…) jamás
un regalo que no te hayas regalado a solas, / despuntando al hombre en cada
masturbación, / robando mandarinas, / haciéndote el loco para que no te caguen
a palos, (…)”.), aparecen variados dolores, y a veces, el toque de felicidad. Se
sabe, la felicidad es un arte efímero: “(…) El esqueleto que has enderezado /
como a tu suerte ladeada, de ladera y abismo, / de árbol caminante meado por
los perros; y estás aquí, sin muchas ganas de hablar / mientras sube el humo
del cordero degollado / hacia la noche con sus tropelías celestes, / y el aroma
se tiende con ladridos / hacia las últimas biznagas que verás en tu vida, / en
este Galarza que has visitado / a la espera del último desarmadero, / (…) sólo
hay un testigo y está en tu espejo / al desabrochar un silbido con sed de
acordeón, / de explicar algo más de tanto que se resbala / y cae por la
barranca de cierta altura de la vida / y se moja hasta las verijas, hasta el
sentido. (…)”.
“Mansa Tuca”, un libro para construir memoria.
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