Antes de llegar a Gualeguay con la historia de
mis días, sabía que los hombres habían llegado a la Luna. Claro que nunca
imaginé que yo mismo podría llegar hasta ella. La misteriosa dama de blanco de
la noche, la novelista, la poeta, la última botonadura que, ubicada justo a la
altura de la cintura, libera el vestido de la oscurecida sábana de cielo y
estrellas, está más a la mano en esta capital de la cultura.
La Luna, en esta ciudad de Gualeguay, tiene
otra presencia, otra sustancia. Ocurre lo mismo, me digo, que con la presencia
de la torta negra entre las facturas. En Buenos Aires la susodicha torta es una
factura más, o todavía peor, es la que queda entre las últimas: es la que
espera al hambriento, que en la cúspide de la desesperación, ya no repara en
colores y preferencias. Los gualeyos hacen culto a la torta negra, bocado que
se encuentra entre lo infaltable si es que la vida se viera circunscripta a la
isla más chiquita de Las Lechiguanas.
La Luna en Buenos Aires juega siempre a las
escondidas entre edificios de mayor o menor pelaje. La Luna de la porteñidad es
mujer esquiva, difícil, solo ella dispone cuándo se deja ver, cuándo se muestra
llena y desbordante. Deja todo el trabajo de la noche a quien contempla, a
quien le gusta soñar. La que era mi Luna de Buenos Aires es, y vaya extrañeza,
una variante, todavía más especial, de mujer entrerriana: una especialidad
arisca entre las damiselas. Hablo de extrañeza porque precisamente la Luna
entrerriana sabe de la poesía explícita de la entrega.
El caballero de Providence, Howard Phillips
Lovecraft (1890-1937), escritor norteamericano que abriera las puertas de mi
imaginación, autor de obras como “El color que cayó del cielo”, “El caso de
Charles Dexter Ward”, “El horror de Dunwich”, por citar algunas, anotó una de
sus verdades absolutas en uno de sus cuentos: los gatos saltaban a la Luna
desde los tejados más altos de algunas mansiones.
Porque el salto no era posible desde todas las
casas, le expliqué a mi hija Julia mientras mirábamos por la ventana cómo el
gato negro y blanco del vecino caminaba las alturas del negocio Bellezas rumbo
a la Luna. Lo que veíamos no sucedía a orillas del Miskatonic, sino a unas
cuadras del Gualeguay, dos ríos con historia. Se ve que tanto en Arkham (la
ciudad creada por Lovecraft) como en Entre Ríos, se goza de lunas maravillosas
que fomentan el misterio felino.
Sostenía a Julia en brazos. Le dije: Mirá,
mirá, el gato. Ella lo descubrió y mientras lo seguía con la vista le di
noticia del cuento de Lovecraft. Dije: los gatos saltan a la Luna desde los
techos de las casas altas. Ah, fue su respuesta. Pregunté si ella sabía, y me contestó
que sí. ¿Y quién te contó, un gato? Sí. ¿Un gato que va a Tru-la-la? Sí. ¿Los
gatos van a Jardín? Sí. ¿Y son tus amigos? Sí. Me dije: por qué dudar de su
afirmación. Así que ahora miro a los gatos con una cuota mayor de fantasía. Los
gatos, sus amigos, que andan por los techos altos, y que saltan hasta la Luna
gualeya. Pensé: Ojalá que siempre te acompañen estas amistades.
El jardín Tru-la-la quedaba a tres cuadras de
la casa. Al regreso, Julia, cada noche, buscaba la presencia de la Luna
contando con la ventaja de las casas bajas. Desde el cochecito iba atenta a su
amiga, a veces la descubría entre nubes y daba la nueva señalando apenas un
resplandor.
En la casa de la calle Carmen Gadea 222 Julia,
Evangelina y yo, ya teníamos una Luna de considerables dimensiones. Alumbraba
la renacida planta de laurel, los naranjos, el enano de jardín, perdidos ya sus
colores en medio de la lluvia del tiempo, las chapas oxidadas de la galería
amiga, la alta torre metálica que todavía sostiene, a modo de sentido homenaje,
dos viejas antenas de televisión: otra vez el tiempo haciéndose presente,
acuareleando el pasado con óxido.
Claro que si voy a hablar de Luna gualeya, la sorpresa
mayúscula apareció en nuestro nuevo destino: la casa en zona de chacras. El
plan Procrear nos hizo posible la maravilla de la casa propia y la cercanía con
Luna tan humana, tan amigable con el otro.
Podría afirmar que mi familia goza de la
presencia de una Luna propia. Es la que sale de entre los árboles, a la
izquierda del jardín. Esplendorosa, poética luz que en sus mejores noches nos
permite ver el jacarandá, el espinillo, el durazno, que viven en los fondos del
terreno. La Luna ocasionó el descanso del reflector cercano al churrasquero.
Tan fuerte y clara es su presencia que Julia,
la otra noche, me dijo desde sus tres años que la Luna no tenía ojos ni boca,
que tampoco tenía, y no me dijo pómulos, pero los señaló en papá. Ver tan cara
a cara a su Luna le hizo notar las diferencias con las lunas dibujadas en sus
libros, con las que aparecen en la televisión.
Muchas cuestiones se desvirtúan en Gualeguay
debido a la presencia de semejante Luna. Por ejemplo, la mayor cantidad de
apariciones de hombres lobo en la zona: una Luna tan tentadora agita distintas
sangres. El hombre lobo, confundida su esencia, sale en noches en que
definitivamente no hay la Luna que se sabe necesaria. Esta bestia gualeya tiene
características propias, de ahí mi calma al citar su presencia. Siempre
Gualeguay es amigable, en muchas ocasiones, hasta la bestia más peluda convoca a
la sonrisa. Esta criatura, el hombre lobo, mata sólo la vaquilla que se va a
comer en los fogones del campo, donde corre el mate, el vino y la galleta.
Muchos ciudadanos comunes son aceptados en estos multicolores y distendidos aquelarres
bajo las enramadas, y entonces las bestias y los hombres, gracias a la Luna,
viven de asado en asado.
El escritor Daniel González Rebolledo me
aseguró que lo mismo ocurre con los casos de yeguas blancas en la zona de
influencia de semejante Luna. A diferencia del hombre lobo, la yegua blanca se
entrega al tránsito sobre la carne otra, trata de ser montada por el amor en el
paisaje original: no es lo mismo hacer el amor sabiendo del paisaje, la noche,
la Luna o las primeras gotas de la lluvia más humana y alegre.
Los ángeles del circo (serie, 1985) de Roberto "Cachete" González. |
Es la Luna la que sigue ayudando a Catón, el
llevador de almas de Gualeguay.
La tierra de los hombres está salpicada de
puertos. Si el dibujo se hace a partir de los sentimientos de pertenencia de
las criaturas, el mapa portuario resulta imperfecto y cambiante. Un puerto: un
territorio: una ciudad y su zona de influencia. El hombre que quiere y puede,
elige dónde morir. Y si es bajo una Luna generosa, mejor. Junto a cada puerto
hay un socio de la muerte. Este personaje, durante su vida, y lo seguirá
haciendo durante su muerte, será el encargado de tener trato con los fantasmas
amanecidos. En Gualeguay, el elegido por la suerte o el destino, fue Catón.
Nacido a principios del 1900 y muerto un día cualquiera de 1970. Catón realiza
su servicio con un agregado. Se toma el trabajo de acompañar los cortejos hasta
el cementerio. Luego de la hora de cierre del camposanto, acomoda sus
elementos: balde con agua y jarro, y una bolsa de galleta. Después de la cena
vuelve al cementerio e inicia la recorrida por las tumbas del día. Los
fantasmas lo siguen hasta la orilla del Gualeguay donde Catón toma prestado el
bote pobre de un pescador. La Luna allana los senderos en la tierra y el río. Pregunta
a sus seguidores: Quién quiere partir hacia los confines de la naturaleza, quién
quiere quedarse en la ciudad y el río. Avisa: El que se queda, trabaja más. La
mayoría elige partir. Catón ofrece un jarro con un poco de agua y media galleta
a los que suben al bote. Los cruza de orilla. Dice a los que se quedan: Es más
trabajo porque hay que tentar la memoria de los vivos, cada día. Los fantasmas
aguardan siesteando en la arboleda del parque Quintana. En la oscurecida
construyen un carro de etérea apariencia de lata. Parecido al que llevaba el
hojalatero Torres cuando salía a pasear a su familia feliz en las noches de
carnaval de allá lejos y hace tiempo. Algunos montan la nao, otros tiran de
ella, otros corren contra la brisa. El carro y su compañía baja en los fondos
de las casas, en las plazas, en las chacras. En cada lugar los fantasmas hacen
la vida como si nada los hubiera desplazado. Así se recuesta la memoria en la
noche. La comitiva se establece sobre un último lugar, y allí aguarda hasta que
el sol indica que es tiempo de hacerse niebla, humito, una simple apariencia de
humedad.
Bandadas de ángeles (serie De la Fe, 1985) de Roberto "Cachete" González. |
Hasta antes del sol, es la Luna la encargada de
velar por fantasmas y memorias. Cercana ilumina las rondas entre los árboles,
cercana acaricia a todas las criaturas y sus sonidos: el ladrido del perro, el
canto de las ranas, el silencio de la tierra hecha talco que vuela sobre el
paisaje. Es la Luna la que vela por el sueño de los hombres en la zona de
chacras. A veces camino hasta el borde de la galería y nos miramos bien de
frente. Ella sabe, yo sé. Ella me mira, como no podía ser de otra manera, con
ojos de gata.
Los gatos que llegan a la Luna saben de
reunirse a maullar justo en el centro de la figura del burrito, que cráteres y
sombras dibujan sobre la superficie. Obvio: no maúllan a la Luna, sino al
hombre y sus fantasías.
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