Puedo anotar otra suerte en esta vida: haberme encontrado con el relato
de Ariel Almeida. Un hombre con memoria, y un cariño entero, valiente, frente a
los recuerdos. Cuando era un recién llegado a una lejana Gualeguay, el jefe técnico
de la Compañía Entrerriana de Teléfonos a quien él iba a reemplazar, lo invitó
a la confitería El Águila para charlar y para que conociera a otra gente. Ariel
hoy vive en el edificio que se levanta en el lugar donde estuvo la confitería.
El tiempo, el dios y diablo que gusta de cambiar los paisajes mientras hacemos
la vida, siempre nos tienta con el inventario de la mirada y las anécdotas.
Ariel Amado Almeida nació en 1923: “Participé de los dos siglos: XX y
XXI. Hice la primaria, luego la secundaria en la Escuela de artes y oficios,
las escuelas técnicas de hoy. Seguí estudiando en las escuelas internacionales
que daban cursos por correspondencia desde Buenos Aires. Una introducción
formidable a la telefonía. Hoy, el 80 % de lo que estudié es obsoleto. Fue
reemplazado por centrales electrónicas. Yo trabajaba con centrales
electromecánicas. Las fabricaba en Estocolmo, Suecia, la firma Ericsson”.
El principio de la historia: “Nací en Concordia. Llegué a Gualeguay por
trabajo. Me becaron dos veces, una en la escuela, y otra en la Compañía del Este
Argentino, donde hice un curso de mantenimiento de motores Diesel y tableros.
Cuando cumplí 18, la Compañía Entrerriana de Teléfonos pedía un alumno de la
escuela. Arranqué en el 41 y me jubilé en el 89. Estuve 4 años en Concordia, 5
en Villaguay, y 40 acá. A Gualeguay llegué a fines del 51. Tengo 92, mi señora
falleció hace tres años, mis dos hijos nacieron en Villaguay, tengo 6 nietos y
10 bisnietos, no me puedo quejar”.
Me muestra imágenes del ayer. Ariel guarda material para hacer una
historia de la telefonía, técnica y anecdótica, de la zona: “Este es de los
primeros conmutadores de Gualeguay, atendidos por telefonistas, hay uno en el
museo Ambrosetti. Tenían un par de clavijas con las que se conectaban los
números de teléfono reproducidos al frente. Cuando empezaba la comunicación se
colocaba un reloj que marcaba cada tres minutos. Yo atendía la central
automática Ericsson: selectores, motores que producían el zumbidito mientras se
marcaba, buscadores, que eran los encargados de encontrar los números que se iban
a comunicar. Cuando recién entré, un día a la semana nos tocaba ser
telefonistas. Los selectores había que lavarlos con nafta, solventes, ajustarlos
y colocar repuestos dos veces al año. En la empresa éramos los de la administración,
los de las redes, los guardahilos de los ramales, y nosotros en la parte
técnica. Yo además atendía las centrales semiautomáticas y los conmutadores de
Galarza, Larroque, Tres Bocas, Carbó, Puerto Ruiz, Lazo. Almeida despliega un
plano: “Gualeguay era distrito. Todas estas son líneas internacionales, de
cobre, venían desde Paraguay, pasaban por Concordia, Tala, hasta llegar acá;
seguían a Carbó, Ibicuy, de donde salía un cable subfluvial que llegaba hasta
Alsina, provincia de Buenos Aires. Los guardahilos recorrían hasta Ibicuy en
zorra por las vías, no había otra forma de llegar”.
Casilla central semiautomática de Tres Bocas (Ariel Almeida) |
La mayor altura de Gualeguay tiene una historia: “En 1963 se construye
la torre con una antena parabólica de 3 m. Es una antena autosustentable, tiene
106 metros de altura, 13 metros entre pata y pata, y las patas están enterradas
10 metros bajo tierra, puede soportar vientos de hasta 220 km por hora.
Apuntaba hacia San Pedro, donde había un mástil de la misma altura y con una
antena igual: transmisora y receptora. Con la señal siempre había que vencer el
horizonte, que nada atravesara la señal porque se producía lo que se llamaba el
desvanecimiento. Esto reemplazó al cable subfluvial que un día se llevó el ancla
de un barco. Hoy la llenaron de antenas para cubrir el servicio de celulares.
Cuando se hizo no existían las plataformas que tiene ahora ni el gusano de
seguridad. Si alguien se cae, queda enganchado”. Almeida aclara sobre la
seguridad por una razón. Se podría pensar en él como en una especie de valiente
adelantado en la acción de fotografiarse a sí mismo, las hoy famosas selfies: “Me
saqué la autofoto, tenía 40 años, subí de audaz, tenía toda la polenta, y solo
tenía para valerme manos y pies. Apenas agarrado con los pies en un fierrito.
Qué locura”. Ariel trepó la torre y se tomó la foto: su cara, parte de la
antena parabólica, y allá lejos las casas bajas de Gualeguay.
Pregunto por el lugar de trabajo: “Manejé equipos Ericsson, Siemmens,
equipos japoneses. Tuve jefes rusos, alemanes, italianos y lituanos, excelentes
todos. Trabajábamos en un salón enorme, recostado sobre calle 25 de Mayo, tenía
doble ventana, doble puerta: el enemigo de la central era el polvo. Estaba todo
cerrado, se entraba con ropa limpia, había que limpiarse los zapatos, y el piso
se cubría con un aceite. Yo vivía en una casa que me daba la empresa, al lado,
por ser el encargado de la parte técnica”.
La hija de Almeida en los primeros tramos de la antena. |
Quiero saber cómo era el ambiente de trabajo: “Había mucha disciplina,
no existía ese acercamiento con el jefe que puede haber ahora. Había mucho
respeto y había que cumplir con las tareas. Tuve un personal excelente, muy
buena gente”. Recuerda a Juan Betendorff de Gualeguaychú, y al compañero Juan
Couma, que fuera el padrastro de Cachete González. Lo recuerda como muy buena
persona.
Ariel dibujó y pintó toda su vida. Un autodidacta que podía dibujar la
casilla de la central en Tres Bocas. También dibujar y pintar el rostro de su
mujer, y es más, escribir un poema de amor a un lado. Ese cuadro está en una de
las paredes de su departamento. Leo el poema y me digo que quien lo escribió es
lector, y no solo de manuales técnicos: “Me llamo Ariel por el escritor
uruguayo José Enrique Rodó, autor de ‘Ariel’, que fue un personaje de ‘La
tempestad’ de Shakespeare; y me llamo Amado por el poeta Amado Nervo. En mi
casa había libros y diarios, mis padres eran lectores. Ellos me invitaron a
leer ‘La divina comedia’ de Dante Alighieri, ‘Crimen y castigo’ de Fiodor
Dostoievski, ‘Taras Bulba’ de Nikolai Gógol”. Afirma Ariel: “Una bailarina de
ballet transformada por la música es lo más bello del mundo”.
El Gualeguay de ayer no era fácil: “Gualeguay, cuando llegué, era la
mitad. El gran problema que teníamos cuando íbamos a Mansilla, Galarza, eran
los caminos, todo tierra, era un drama quedarse atracado en el barro. O había
que ir en un tren carguero. Fui varias veces a Mansilla, cargado de
herramientas, y tuve que esperar a las 2 de la mañana a que vuelva el carguero.
Una vez el cambista me vio sentado y me invitó a comer guiso carrero. Y otra, en
Ibicuy, en la estación de Holt, se me iba el tren, el jefe de estación me grita
que lo corra, un guardahilos se quedó con las herramientas, y alcancé el último
vagón. Era un reservado, había un inglés con traje de fumar en un hermoso sofá.
Tocó un timbre y vino un sirviente de librea que me llevó a los vagones de
pasajeros”.
Desde la torre (1). |
Estas aventuras en las vías llevaron a Ariel hasta un recuerdo lejano: “Yo
fui ferroviario, también mis hermanos, mis padres, los tíos de mi mujer, la
familia era de Monte Caseros, Corrientes. Yo vivía a dos cuadras de la estación
de Concordia, me dormía escuchando los trenes en maniobras. Frente a mi casa
estaba la barraca Staud que pertenecía a unos alemanes. Tenían un depósito enorme
de lana de oveja. Yo andaba en los 13 años, 1936/37. Los sábados llegaban
camiones de las colonias alemanas cargados con muchachos vestidos con ropa
color caqui, la ropa que usaban los del Fürher, con la esvástica en un
brazalete. Entraban a la barraca y les pasaban películas sobre la preparación y
los armamentos que tenía Alemania para la guerra. Como yo era conocido de los
criollos que cuidaban el lugar, me dejaban mirar por una ventanita en la puerta”.
Desde la torre (2). |
Ariel Amado Almeida dice que su vida estuvo dedicada al trabajo y a la
familia. Su compañera estuvo enferma por muchos años. Se lo ve orgulloso,
agradece a Dios por la vida, no importa que no haya podido viajar o estudiar.
Recién hace un año y medio que comenzó a estudiar pintura en Espacios. Habla
maravillas de su profesor: Martín Lucero. Su sensibilidad y su humor, es hombre
que practica la fina ironía, lo lleva también a la fabricación de “presencias”;
digo presencias, porque Ariel me explicó que como no tenía perro, se fabricó
uno (vive sobre un mueble, lo acompaña una tarjeta, de un lado el detalle de
los materiales utilizados en su construcción, como corchos y tapitas plásticas;
y del otro un poema sobre el origen del compañero); también lo acompaña un
Chino de su invención, personaje al que Ariel le ha hecho hasta la ropa.
Desde la torre (3). |
Sobre los adelantos en este presente dijo: “La tecnología ha tenido un
avance tremendo, se habla a Europa apretando unos botoncitos, pero claro, por los
celulares, los chicos ya no hablan ni con los padres. La familia se ha alejado”.
Pregunto por los amigos en Gualeguay: “Se han muerto todos: los Aschkar,
Ricardo Fabris, los Morec, que tenían una heladería y venta de chacinados;
Arturo Rodríguez, que le gustaba ir al balneario, cuando había arena blanca y
agua transparente; y el Negro Barrios, que tenía el bote ‘La sirena’, y que le enseñaba
a nadar a todo el mundo”.
Subimos a la terraza del edificio, desde los imaginarios techos de El
Águila vimos cómo transitaba el río del tiempo sobre Gualeguay.
Me encanto leer esto de Don Ariel, lo conozco desde chico ya que soy amigo de sus hijos Roberto y Susana y fue paciente mio hasta que me jubile de bioquímico.
ResponderEliminarAriel es mi tío abuelo. Que hermosa nota! Gracias
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