Otra
vez la muerte haciendo esquina en la ciudad/río de Gualeguay; en este caso, en
la casa, en el taller amado, en la historia de vida de Rosa Elyn Díaz,
ceramista y escultora.
Día
miércoles, de mañana. Acabo de escuchar la noticia en la radio. Fue
instantáneo, me ganó la tristeza. Enseguida su imagen apareció desde la
memoria, y luego más imágenes y algunos retazos de su relato. ¿Era Rosa Elyn mi
amiga?, al parecer no, solo hablamos dos veces; pero, sin embargo, apareció el lamento
que señala cercanía. Busqué entonces entre mis sensaciones, investigué dentro
de mi tristeza, y pude descubrir que sí soy amigo de Rosa Elyn, y es más,
también recordé, luego de la noticia, que por lo general, entre mis tantos
amigos que se fueron con la última de las damas, las historias del después se
tejen, de manera inevitable, con una parte de ausencia, porque en efecto,
parece que la persona no está, y a la vez con una parte de presencia: esos
puntos en el tejido del refugio que prueban una distinta manera de estar y perdurar
en la memoria humana. Hace unos años hablo de la presencia de la ausencia, una
manera de escribir “memoria”. Humana memoria, y dentro de este universo
misterioso, memoria de vida simple, y memoria de encuentro artístico. Entonces,
Rosa Elyn Díaz ha muerto, y luego la tristeza de este cronista, y después
entender, una vez más, los intersticios por donde transcurre la vida cuando esta
ha rozado los intrincados caminos que nos pueden llevar hasta el arte; un trago
corto de vino con sabor a felicidad y placer que nos exige una vida de trabajo
y encuentro.
Solo
dos veces hablé con Rosa Elyn, desde la primera vez que escuché su segundo
nombre que la pensé personaje de novela (podría hallarla con seguridad en una
historia de Tolkien). La primera vez fue en su taller, con motivo de la
entrevista que le realizara para este espacio, en agosto de 2017, y luego la
noche de la inauguración de su muestra en el Museo Quirós, en septiembre. En su
taller, vencido el nerviosismo, Rosa Elyn se permitió el rodaje de su palabra,
su historia. En cambio, en la noche del Quirós, estaba nerviosa, otra vez, de
felicidad, pero no sé si pudo cambiar esa sintonía; anduvo de emocionada a cada
momento, apenas pudo hablar al público presente, cuestión que no importó; su
obra completó la necesidad de palabrera sustancia.
Quiero
contar de qué manera llegué hasta la vida y obra de Rosa Elyn Díaz. El artista
plástico y amigo: Maxi Crespo, es su sobrino. Cuando lo entrevisté para conocer
su trabajo como plástico, por abril del año pasado, en su relato apareció una
primera pista. Maxi, habitante de la sintonía de la abstracción, me contaba de
sus inicios, de la fundación de su manera de pintar, ¿cómo pintar el río en
medio de la abstracción?: “Esa es mi búsqueda. Empecé a bocetar y estudiar a
los 17 años, pero esto viene de más atrás. Tengo una tía que es ceramista: Rosa
Díaz. Yo la ayudaba cuando tenía 6, 7 años. Todo su trabajo era figurativo.
Cuando fui a la escuela de arte, la mayoría de mis compañeros hacían lo que
veían en el cotidiano: un florero, una silla. Yo no veía solamente la silla,
veía el defecto y trabajaba sobre él, que le faltara un pedacito o la presencia
de un clavo, eso me fue llevando a buscar el más allá de cada momento, de cada
figura. Hay un lugar no visible, está, lo que pasa es que hay que verlo”.
Y
desde los días del origen, Maxi cuenta un hecho decisivo: “Todo tiene que ver
con el tema de los olores. Nunca tuve necesidad de trabajar de chico, mis
viejos nos dieron todo. Pero a los 15 quise trabajar; me lo permitieron
mientras siguiera estudiando. Estuve un año de lavacopas y conocí un chico, un
poco más grande que yo. Un día lo ayudé a mudar en la casa de los padres una
pila de ladrillos, había que llevarla al fondo. Terminamos de acarrear los
ladrillos y en el piso quedó todo un polvillo rojo. Me acerqué, y el olor que
largaba el ladrillo húmedo me hizo acordar al preparado que hacía mi tía con
los ladrillos. Eso me llevó a querer hacer una masa y armar unos cacharros. Ese
fue el inicio, ahí empecé a dibujar y pintar, a expresarme. Volvió aquello que
había mamado de chico al lado de Rosa Díaz”.
Rosa
Elyn había nacido en 1942 en Gualeguay. Dejó pocas veces su aldea natal, y las
veces que lo hizo fue para aferrarse a su pasión por modelar: vivió y estudió
en Gualeguaychú y Fray Bentos (Uruguay). En la entrevista apareció la nena que
fue: “Desde chica lo mío fue el barro, siempre me castigaban porque yo me
perdía en el campo, y andaba amasando barro al lado de las vacas; vivía
embarrada. Me gustaba dar forma, hacer formas; tenía 4 años, y sabía que quería
jugar con barro. Después, con los años, me di cuenta de qué era aquello que me
atraía”.
En
aquella mañana en su taller pude ver una figura mediana, un homenaje a
Piazzolla; Rosa Elyn dijo: “Es un automatismo en alambrina; la estaba
trabajando y se me cayó al piso. Y ella quedó parada, se notaba que se quería incorporar,
quería ser algo, insistía, entonces la levanté; estaba como esperando que la
completara. Fue cuando supe que tenía que hacer el bandoneón; lo hice en cartón
y listo. El material es cemento blanco y yeso, patinado”. Era esta la primera
señal de la maravillosa relación entre ella y sus figuras: unos personajes con
voluntad propia: “quería ser algo, insistía”.
Me
contó: “Trabajé la arcilla roja de la zona, la junté en bolsas cuando hicieron
el pozo en la calle para el paso de la red cloacal. Llegué a amasar 700 kilos;
con parte de ella modelé el bombero, y todavía guardo una buena cantidad. Me
quedaron pocos trabajos en este material: el minuán, y otras cuatro figuras. En
el incendio del vagón perdí 14 esculturas. Tengo ganas de volver a hacer La Riña,
una de las perdidas”.
Observé
en aquella entrevista que en Rosa Elyn existía un diálogo mágico, un delicado puente
emotivo entre la hacedora y sus criaturas dotadas de voluntad: “Hablo con todas
mis figuras, siempre. A este busto le digo: ‘Vos sos un ejercicio’, fue mi
primer trabajo figurativo, es el portero de la escuela de arte, me sirvió de
modelo; siento que él sufre dentro de esa forma tan cerrada, como la Mona Lisa,
tan perfecta en forma; ya no me nacía copiar, en cambio sí hacer la Mujer Mono,
llena de imperfecciones, y siempre con esos brazos, como si quisieran decir
algo más. Amo a mis figuras”. En la nota consigné que la relación de Rosa Elyn con
sus personajes, me recordaba a mi gente: la que había nacido para habitar mis
novelas.
Ella
me dijo: “He sido muy feliz trabajando en estas figuras; era como una fiebre,
venía al taller y no me iba más; mi mamá me traía la comida, y siempre recuerdo
mi tallercito en el vagón de tren. Los momentos en el taller fueron de una gran
felicidad, con tanto para sentir”.
De
manera inevitable en un hacedor, la vida y la obra: “En cerámica guardo una
maternidad que tiene en el centro un gran hueco; digo que soy yo, que no fui
madre; recuerdo que estaba cansada de modelar y no podía hacer la panza; era de
madrugada. Le dije que ella era una caprichosa, y entonces agarré el cuchillo;
eso me quería decir: ‘Vos no me pongas el hijo’. Es una maternidad frustrada. Y
en esa otra maternidad había hecho a la mujer en la posición de amamantar, pero
no le había hecho el bebé; ella, desde la inclinación de su cabeza, lloraba, y
tenía un problema en la mano; claro, no podía agarrar bien, entonces rompí una
parte y coloqué el bebito; ahí cambió todo, ahora hay paz”. Percibí que podía preguntar
sobre el tema: “A estas figuras las podía hacer y no me dolían. Era chiquita
cuando escuché en casa dos o tres partos de mamá; y gritaba ella, y el nene; yo
dije: ‘Nunca, los voy a hacer de barro’. No me quise casar y no quise tener
hijos. Y además éramos muchos; era chica, siempre había un bebé para cuidar, y
yo quería jugar; todo eso te va marcando. Esas fueron mis decisiones”.
Pienso
que Rosa Elyn era una mujer valiente y muy sincera. Confesó: “Tengo una soledad
multitudinaria, nunca estoy sola; estoy llena de ideas, de proyectos, de momento
no los hago, por la enfermedad, pero ya los haré”. También me dijo: “Así voy
transitando hacia el lugar que me corresponde. No le tengo miedo a la muerte.
Solo quiero poder hacer algunas esculturas más”.
Pienso
en que Rosa Elyn falleció ayer, pero sin embargo, aquí está presente, y podrá
estar presente cada vez que el plástico Maxi Crespo recuerde o cuente de sus
inicios. En la historia de Maxi la presencia de Rosa Elyn fue decisiva.
Pienso
que por dos razones fui y soy amigo de Rosa Elyn. La primera es porque me
siento cercano de cada persona que, de manera sincera, tiene la osadía
necesaria en la vida para enfrentar algunos de los caminos que pueden llevarnos
hasta el arte. Su manera de contar vida y obra, su mirada mientras se daba la
palabra, se quedaron en mi memoria. Su presencia en el relato de Maxi habla de
mi amistad, y por ello mi tristeza; pero también mi alegría, aquí la segunda
razón: cuando pienso en el diálogo que Rosa Elyn mantenía con los otros mundos,
por ejemplo, ese en que viven sus figuras: que la escuchaban, que le hablaban -porque
esa es la manera mágica de conversar que los seres humanos deberíamos recordar
siempre-; y entonces pienso, y me digo, que si Rosa Elyn ya hablaba con otros
seres vivos -que están para quien quiera saber de su maravilla: sus amadas
esculturas-, no va a tener problema en partir y volver de las memorias y de los
lugares de esta ciudad/río de Gualeguay; una ciudad que señalo como aldea en el
límite, una aldea de frontera, donde los mundos se tocan: el de los vivos y el
de los muertos. Hay buenos fantasmas en las calles de la memoria de esta
ciudad/río, y hay una buena cantidad de personas que sabe que están vivas, y
que esa vida a conciencia los mantiene atentos al paisaje, a la gente y otra
vez: a la memoria. En la ciudad/río de Gualeguay se cruzan entonces el mundo de
los vivos y de los muertos, y también el mundo privado donde habitan las
figuras de Rosa Elyn Díaz junto a la mismísima escultora. Ella bien lo sabía. Tranquila
se fue a ocupar el lugar que le correspondía.
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