domingo, 20 de mayo de 2018

Rosa Elyn Díaz en la memoria


Otra vez la muerte haciendo esquina en la ciudad/río de Gualeguay; en este caso, en la casa, en el taller amado, en la historia de vida de Rosa Elyn Díaz, ceramista y escultora.
Día miércoles, de mañana. Acabo de escuchar la noticia en la radio. Fue instantáneo, me ganó la tristeza. Enseguida su imagen apareció desde la memoria, y luego más imágenes y algunos retazos de su relato. ¿Era Rosa Elyn mi amiga?, al parecer no, solo hablamos dos veces; pero, sin embargo, apareció el lamento que señala cercanía. Busqué entonces entre mis sensaciones, investigué dentro de mi tristeza, y pude descubrir que sí soy amigo de Rosa Elyn, y es más, también recordé, luego de la noticia, que por lo general, entre mis tantos amigos que se fueron con la última de las damas, las historias del después se tejen, de manera inevitable, con una parte de ausencia, porque en efecto, parece que la persona no está, y a la vez con una parte de presencia: esos puntos en el tejido del refugio que prueban una distinta manera de estar y perdurar en la memoria humana. Hace unos años hablo de la presencia de la ausencia, una manera de escribir “memoria”. Humana memoria, y dentro de este universo misterioso, memoria de vida simple, y memoria de encuentro artístico. Entonces, Rosa Elyn Díaz ha muerto, y luego la tristeza de este cronista, y después entender, una vez más, los intersticios por donde transcurre la vida cuando esta ha rozado los intrincados caminos que nos pueden llevar hasta el arte; un trago corto de vino con sabor a felicidad y placer que nos exige una vida de trabajo y encuentro.
Solo dos veces hablé con Rosa Elyn, desde la primera vez que escuché su segundo nombre que la pensé personaje de novela (podría hallarla con seguridad en una historia de Tolkien). La primera vez fue en su taller, con motivo de la entrevista que le realizara para este espacio, en agosto de 2017, y luego la noche de la inauguración de su muestra en el Museo Quirós, en septiembre. En su taller, vencido el nerviosismo, Rosa Elyn se permitió el rodaje de su palabra, su historia. En cambio, en la noche del Quirós, estaba nerviosa, otra vez, de felicidad, pero no sé si pudo cambiar esa sintonía; anduvo de emocionada a cada momento, apenas pudo hablar al público presente, cuestión que no importó; su obra completó la necesidad de palabrera sustancia.
Quiero contar de qué manera llegué hasta la vida y obra de Rosa Elyn Díaz. El artista plástico y amigo: Maxi Crespo, es su sobrino. Cuando lo entrevisté para conocer su trabajo como plástico, por abril del año pasado, en su relato apareció una primera pista. Maxi, habitante de la sintonía de la abstracción, me contaba de sus inicios, de la fundación de su manera de pintar, ¿cómo pintar el río en medio de la abstracción?: “Esa es mi búsqueda. Empecé a bocetar y estudiar a los 17 años, pero esto viene de más atrás. Tengo una tía que es ceramista: Rosa Díaz. Yo la ayudaba cuando tenía 6, 7 años. Todo su trabajo era figurativo. Cuando fui a la escuela de arte, la mayoría de mis compañeros hacían lo que veían en el cotidiano: un florero, una silla. Yo no veía solamente la silla, veía el defecto y trabajaba sobre él, que le faltara un pedacito o la presencia de un clavo, eso me fue llevando a buscar el más allá de cada momento, de cada figura. Hay un lugar no visible, está, lo que pasa es que hay que verlo”.
Y desde los días del origen, Maxi cuenta un hecho decisivo: “Todo tiene que ver con el tema de los olores. Nunca tuve necesidad de trabajar de chico, mis viejos nos dieron todo. Pero a los 15 quise trabajar; me lo permitieron mientras siguiera estudiando. Estuve un año de lavacopas y conocí un chico, un poco más grande que yo. Un día lo ayudé a mudar en la casa de los padres una pila de ladrillos, había que llevarla al fondo. Terminamos de acarrear los ladrillos y en el piso quedó todo un polvillo rojo. Me acerqué, y el olor que largaba el ladrillo húmedo me hizo acordar al preparado que hacía mi tía con los ladrillos. Eso me llevó a querer hacer una masa y armar unos cacharros. Ese fue el inicio, ahí empecé a dibujar y pintar, a expresarme. Volvió aquello que había mamado de chico al lado de Rosa Díaz”.
Rosa Elyn había nacido en 1942 en Gualeguay. Dejó pocas veces su aldea natal, y las veces que lo hizo fue para aferrarse a su pasión por modelar: vivió y estudió en Gualeguaychú y Fray Bentos (Uruguay). En la entrevista apareció la nena que fue: “Desde chica lo mío fue el barro, siempre me castigaban porque yo me perdía en el campo, y andaba amasando barro al lado de las vacas; vivía embarrada. Me gustaba dar forma, hacer formas; tenía 4 años, y sabía que quería jugar con barro. Después, con los años, me di cuenta de qué era aquello que me atraía”.
En aquella mañana en su taller pude ver una figura mediana, un homenaje a Piazzolla; Rosa Elyn dijo: “Es un automatismo en alambrina; la estaba trabajando y se me cayó al piso. Y ella quedó parada, se notaba que se quería incorporar, quería ser algo, insistía, entonces la levanté; estaba como esperando que la completara. Fue cuando supe que tenía que hacer el bandoneón; lo hice en cartón y listo. El material es cemento blanco y yeso, patinado”. Era esta la primera señal de la maravillosa relación entre ella y sus figuras: unos personajes con voluntad propia: “quería ser algo, insistía”.
Me contó: “Trabajé la arcilla roja de la zona, la junté en bolsas cuando hicieron el pozo en la calle para el paso de la red cloacal. Llegué a amasar 700 kilos; con parte de ella modelé el bombero, y todavía guardo una buena cantidad. Me quedaron pocos trabajos en este material: el minuán, y otras cuatro figuras. En el incendio del vagón perdí 14 esculturas. Tengo ganas de volver a hacer La Riña, una de las perdidas”.
Observé en aquella entrevista que en Rosa Elyn existía un diálogo mágico, un delicado puente emotivo entre la hacedora y sus criaturas dotadas de voluntad: “Hablo con todas mis figuras, siempre. A este busto le digo: ‘Vos sos un ejercicio’, fue mi primer trabajo figurativo, es el portero de la escuela de arte, me sirvió de modelo; siento que él sufre dentro de esa forma tan cerrada, como la Mona Lisa, tan perfecta en forma; ya no me nacía copiar, en cambio sí hacer la Mujer Mono, llena de imperfecciones, y siempre con esos brazos, como si quisieran decir algo más. Amo a mis figuras”. En la nota consigné que la relación de Rosa Elyn con sus personajes, me recordaba a mi gente: la que había nacido para habitar mis novelas.
Ella me dijo: “He sido muy feliz trabajando en estas figuras; era como una fiebre, venía al taller y no me iba más; mi mamá me traía la comida, y siempre recuerdo mi tallercito en el vagón de tren. Los momentos en el taller fueron de una gran felicidad, con tanto para sentir”.
De manera inevitable en un hacedor, la vida y la obra: “En cerámica guardo una maternidad que tiene en el centro un gran hueco; digo que soy yo, que no fui madre; recuerdo que estaba cansada de modelar y no podía hacer la panza; era de madrugada. Le dije que ella era una caprichosa, y entonces agarré el cuchillo; eso me quería decir: ‘Vos no me pongas el hijo’. Es una maternidad frustrada. Y en esa otra maternidad había hecho a la mujer en la posición de amamantar, pero no le había hecho el bebé; ella, desde la inclinación de su cabeza, lloraba, y tenía un problema en la mano; claro, no podía agarrar bien, entonces rompí una parte y coloqué el bebito; ahí cambió todo, ahora hay paz”. Percibí que podía preguntar sobre el tema: “A estas figuras las podía hacer y no me dolían. Era chiquita cuando escuché en casa dos o tres partos de mamá; y gritaba ella, y el nene; yo dije: ‘Nunca, los voy a hacer de barro’. No me quise casar y no quise tener hijos. Y además éramos muchos; era chica, siempre había un bebé para cuidar, y yo quería jugar; todo eso te va marcando. Esas fueron mis decisiones”.
Pienso que Rosa Elyn era una mujer valiente y muy sincera. Confesó: “Tengo una soledad multitudinaria, nunca estoy sola; estoy llena de ideas, de proyectos, de momento no los hago, por la enfermedad, pero ya los haré”. También me dijo: “Así voy transitando hacia el lugar que me corresponde. No le tengo miedo a la muerte. Solo quiero poder hacer algunas esculturas más”.
Pienso en que Rosa Elyn falleció ayer, pero sin embargo, aquí está presente, y podrá estar presente cada vez que el plástico Maxi Crespo recuerde o cuente de sus inicios. En la historia de Maxi la presencia de Rosa Elyn fue decisiva.
Pienso que por dos razones fui y soy amigo de Rosa Elyn. La primera es porque me siento cercano de cada persona que, de manera sincera, tiene la osadía necesaria en la vida para enfrentar algunos de los caminos que pueden llevarnos hasta el arte. Su manera de contar vida y obra, su mirada mientras se daba la palabra, se quedaron en mi memoria. Su presencia en el relato de Maxi habla de mi amistad, y por ello mi tristeza; pero también mi alegría, aquí la segunda razón: cuando pienso en el diálogo que Rosa Elyn mantenía con los otros mundos, por ejemplo, ese en que viven sus figuras: que la escuchaban, que le hablaban -porque esa es la manera mágica de conversar que los seres humanos deberíamos recordar siempre-; y entonces pienso, y me digo, que si Rosa Elyn ya hablaba con otros seres vivos -que están para quien quiera saber de su maravilla: sus amadas esculturas-, no va a tener problema en partir y volver de las memorias y de los lugares de esta ciudad/río de Gualeguay; una ciudad que señalo como aldea en el límite, una aldea de frontera, donde los mundos se tocan: el de los vivos y el de los muertos. Hay buenos fantasmas en las calles de la memoria de esta ciudad/río, y hay una buena cantidad de personas que sabe que están vivas, y que esa vida a conciencia los mantiene atentos al paisaje, a la gente y otra vez: a la memoria. En la ciudad/río de Gualeguay se cruzan entonces el mundo de los vivos y de los muertos, y también el mundo privado donde habitan las figuras de Rosa Elyn Díaz junto a la mismísima escultora. Ella bien lo sabía. Tranquila se fue a ocupar el lugar que le correspondía.

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