Ocupar un lugar alrededor de una mesa de café es una manera muy placentera de festejar la vida. Orbitar una mesa de café con cierta regularidad, o sea habitar un café o una de aquellas confiterías que parecían detenidas en el tiempo, es tener un lugar en primera fila para enterarse y ser parte de la respiración misma del universo ciudadano. ¿Cómo se es parte?, compartiendo una charla, ejerciendo la amistad, leyendo un libro, conociendo gente, festejando la belleza de una damisela, o dejando que la mirada salga de fiesta por la ventana. En Buenos Aires hay cafés denominados como notables, son lugares donde se intenta (y muchas veces se logra) guardar una memoria de la identidad de la ciudad. Es cierto que estos cafés muchas veces están revestidos por una pátina molesta adosada para el turismo, pero los hay auténticos (por ejemplo el “Margot”, el “Cao”, “El Federal”, “
Escuché a varios
memoriosos de Gualeguay hablar de un hito en su historia, y entre esas palabras
e imágenes del recuerdo descubrí un asomo de lamento. Cuando sobre la mesa
cercana al churrasquero aparece el nombre de la confitería “El Águila”, los
corazones ensayan un redoble de alegría y silencio.
Figueroa
Hermanos estaba formada por Ricardo y Germiniano Benjamín, que fueron los
dueños de la confitería. En la búsqueda de información tuve la suerte de hablar
con Daniel Figueroa, hijo de Ricardo, y por su recomendación tener una charla
con Aarón Jajan, de una memoria prodigiosa.
Aarón avisó que
en el lugar donde se posó “El Águila”, la esquina de San Antonio y 1º de Mayo,
existió antes otro bar, el “Burgos”, y que los Figueroa, antes de arrancar en
esa esquina en los primeros años del 40, tuvieron otro boliche: “Se llamaba ‘El
43’ , en
Urquiza y Sarmiento, fue en la década del 30. Yo era un muchacho muy chico y supe,
porque todavía tenía pantalón corto y hasta no tener los largos no se podía ir
al café, que el lugar era una especie de ‘L’. Ricardo era hincha de Boca y Germiniano
(Quinano) era de River. En el espacio que daba sobre Urquiza, donde atendía
Ricardo, había una radio. El otro espacio orientado hacia el norte era de
Quinano, que también tenía su radio. Se escuchaban los partidos, en una radio
Boca, en la otra River. Hermoso lío se armaba cuando jugaban Boca y River, una
hinchada en cada sector. En los campeonatos de fútbol barrial llegaron a participar
sus equipos: los Quinano y los Ricardo”.
Daniel Figueroa
comienza su relato: “Soy nacido en el 43. Trabajé desde los 14 hasta los 20,
más o menos de 1956 a
1962. ‘El Águila’ estaba ubicada frente a Plaza Constitución. Sobre 1º de Mayo
había dos ventanales grandes a la plaza y una puerta de entrada en el medio. En
la esquina estaba la puerta vaivén que está en el Museo Ambrosetti. Sobre San
Antonio ventanales y puerta igual a las de 1º de Mayo. Del lado de la plaza
también había una puerta y una vidriera que pertenecían a la confitería, porque
era bar y confitería, y también heladería. Tenía piso de madera, un palco suspendido
en uno de los ángulos del salón donde tocaba una orquesta los sábados y domingos.
Las mesas y sillas eran de madera, típicas de bares como los de Buenos Aires.
Era un salón muy grande y presentaba en el centro dos columnas anchas”.
Quien recuerda propone
la descripción de un día típico en “El Águila”: “A las 8 ya estaba abierto. Desayuno
a la mañana. Había clientes a los que el mozo les llevaba, sin mediar pedido
alguno, el café con leche con ‘bay biscuit’ con manteca, mermelada o dulce de
leche, y el diario. Los que no tenían la necesidad de pedir, tampoco pagaban. Se
les cobraba a fin de año. Ninguno fallaba, valía la palabra. Iban camino al
trabajo. Después seguía la sección café: de 11 a 12.30, por lo general
gente de Tribunales. A las 13 comenzaba la sección juegos: tute chancho,
chinchón, ajedrez, dominó, hasta las 15.30 o 16. Se tomaba café, ginebra, cogñac
‘Boussac’, que antes era de buena calidad. Era gente de los comercios cercanos.
Para comer había sánguches, no había cocina. Tipo 19 empezaba la sección
vermouth, se vendían 200 vermouth, 300 cafés por día. En la sección noche había
gente que ocupaba siempre las mismas mesas, grupos de más o menos cuatro
personas, a las que el mozo les llevaba una botella, ginebra o whisky. Si la
terminaban pedían otra, si quedaba se hacía una marca en la etiqueta, y se
guardaba para la próxima. Dejaban la propina al mozo y se iban. Ellos pagaban
por mes. Serían unos quince o veinte grupos. Jamás hubo un problema. Además de
la confianza, ayudaba que eran años en que la variación de precios era mínima”.
Figueroa relata
el día destacado de la semana: “El fuerte era el domingo, se vendían muchos
postres y masas. La gente iba a la iglesia y volvían apurados para encontrar
mesa. Se vendía mucho vermouth y aperitivos: ‘Ferro Quina Bisleri’, ‘Hesperidina’,
‘Batido’, ‘negrito’, le decían, ‘Cinzano’, ‘Gancia’, ‘Quilmes cristal e
Imperial’. Se llenaba. La gente de paso compraba en la confitería, y los que se
habían tomado el vermouth compraban para llevar. Los juegos eran de 13 a 17, se tomaba café y
bebida fuerte. A la noche había que hacer cola para entrar. En verano había
mesas afuera”.
Aarón Jajan
tiene una detallada memoria de los músicos: “La orquesta se llamaba Gómez
Madera. Alfonso Gómez fue un extraordinario violinista. Madera tocaba el
contrabajo. El pianista era Acosta, que era administrativo en la Policía. También
tocaba el violín Delfor Montañés. En el bandoneón desfilaron algunos: Bolita
Muñoz, Mundi Selimán, el rengo Alfaro. Artistas de mi pueblo que han dejado un
muy buen recuerdo en la gente, eran buenos. Los ‘Té danzantes’ de ‘El Águila’
eran muy concurridos. Yo llegué al bar de la mano de mi trabajo, era speaker de
‘Difusora Popular’, institución dirigida por Carlos Germano y nacida el 1º de
enero de 1939. ‘Difusora Popular’ tenía distribuidos cuatro parlantes en la
plaza Constitución y un puñado más en distintos lugares de la ciudad. Se
pasaban charlas de médicos, mucha música y se daba información sobre los
músicos y sus obras, así conocí personas que me acercaron a las charlas en las
mesas de ‘El Águila’”.
Los trabajos que
realizaba el pibe Daniel Figueroa en el bar eran simples: “Hacía mandados,
atendía el teléfono, alcanzaba un café con leche a una mesa”. A los once años,
en 1954, Daniel perdió a su papá. Su tío quedó al frente del negocio.
En “El águila”
toda la vajilla tenía estampado el nombre de la casa. Se escuchaba radio todo
el día: fútbol, box, las carreras de Fangio. Y entre los habitués, había
personajes, cuenta Daniel: “Iba don Pedro Bolfo, francés, a tomar café a las
11, sombrero, sobretodo y bastón. Tenía muchos dichos y me quedó uno grabado
que siempre repito: ‘Tenga en cuenta m’hijo, 90 no son un peso’. A los meses me
dijo: ‘Acuérdese, el que tiene 90 no tiene un peso, le faltan diez’. Había
choferes esperando en el bar, entre ellos: Chafa, que era el chofer del doctor
Francisco Crespo, que vivía haciendo cruz con ‘El Águila’. El doctor Guías Díaz,
un muy buen abogado que llegó a ser juez, era distraído. El auto por lo general
lo dejaba sobre San Antonio. Andaba siempre apurado, tomaba café y salía por la
otra puerta para Tribunales. Como a la una llamaba para saber si había dejado
el auto en la esquina. Un día se lo olvidó cerca de la cancha donde había ido a
ver fútbol. Se dio cuenta después de caminar catorce cuadras”.
Transitaron las
mesas de “El Águila”: “Roberto ‘Cachete’ González, amigo mío, en Buenos Aires
nos veíamos siempre en el ‘Florida Garden’. Iban Derlis Maddonni, Asef Bichilani,
Carlos Mastronardi, que era amigo de papá, y Juan José Manauta”.
Figueroa recuerda
ciertas reglas del lugar: “Todos de saco y corbata, así tuvieras quince años.
Un domingo no podías entrar con botas de campo. Había muchas familias. Un día llegó
Ramón Mihura, que fue gobernador de la provincia. Era domingo a las siete de la
tarde, bien vestido, pero de botas. Pidió whisky. Mi tío que era bastante cascarrabias,
llamó a los tres mozos: el “chueco” Pino, Medina y Fara, mandó a uno: ‘Dígale
al señor Mihura que se retire, así no puede estar’. El recién llegado
respondió: ‘Yo soy Mihura de la estancia tal, y fui gobernador de Entre Ríos’.
Mi tío contestó: ‘Acá el dueño soy yo, que se retire’. Sucedió delante de toda
la gente. Si alguno se pasaba, lo suspendían por meses, todos sabían que era
así, las reglas eran para comportarse bien”.
Germiniano
Figueroa decidió dejar el negocio y se lo alquiló a la familia Ipucha (hoy
dueños del bar y pizzería ‘Apolito’), que mantuvo el nombre de la confitería
hasta que los Figueroa vendieron la edificación hacia finales de los años 60,
entre 1967 y 1968, recuerda Aarón Jajan, que trabajaba para la empresa de
seguros que cubrió la construcción del nuevo edificio en la esquina.
“El Águila” se
guardó en la memoria de muchos, y esto significa que no todo está perdido, más
allá de que tantas personas (incluido quien escribe, un recién llegado a la
ciudad) se lamenten porque “El Águila” ya no sea un destacado punto de
encuentro de Gualeguay. Queda a la vista el reloj de la confitería: se lo puede
ver en la ‘Apolito’, también queda la puerta vaivén en el Museo Histórico Ambrosetti,
y queda la memoria.
Tomo la palabra
del poeta Rubén Derlis, poeta del barrio de Boedo de Buenos Aires. En su libro
“Guía para vagabarrios” se refiere a su barrio y las ausencias físicas: “Por
las calles de Boedo lo invisible permanente rebasa de emociones el alma, hay
que sostener muy fuerte el corazón, amarrarlo a la hombría, para que las
palabras vueltas poemas en cada esquina no le desacomoden peligrosamente los
latidos, porque este es esencialmente un barrio para sentir. (...) En este
barrio, casi no quedan cosas materiales que palpar, talismanes porteños de
invocación para acercar la magia: la puerta y el cancel de la casa donde habitó
un pintor, el café convocante de los últimos y veros bohemios, la mesa
predilecta del poeta junto a una hiniestra inexistente. (...) Quedan escasos
lugares visibles de aquellos que cobijaron a los tantos nombrados...”.
Mi suegro, el memorioso Gustavo Gálligo, me dijo que
todavía guarda el aroma propio de “El Águila”: “Una mezcla de café y madera”. Lo
dicho: lo invisible permanente, todo para sentir.
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