domingo, 20 de octubre de 2013

El café Murugarren

La felicidad puede manifestarse de distintas maneras en esta vida. Un camino seguro para encontrarse con esta dama, tantas veces esquiva, es transitar a conciencia el relato de quien refiere una historia. Quien recuerda, quien hace memoria puede, en muchos casos, ser el artífice de la reconstrucción de un universo desaparecido. Como arquitecto del sueño memorioso que opera maravillas, Aron Jajan, un vecino de Gualeguay, nuevamente me permitió asomarme al río desde donde se expresan sus recuerdos. Así como trajo desde el pasado las palabras de Jorge Luis Borges cuando se colocó el busto de Carlos Mastronardi en el cementerio; y desde una noche de Buenos Aires: el encuentro azaroso con un Mastronardi a punto de entrarle a la caminata nocturna; así como descubrió los nombres de los músicos que integraban la orquesta que tocaba en la confitería El Águila, o como cuando narró los primeros tiempos de la Difusora Popular donde él ofició de speaker, de la misma manera, ante mi consulta, me invitó a su casa para hablar y para reconstruir un lugar mítico de la historia de su ciudad. Ante mi pregunta, contestó: Sí, estuve en el café Murugarren.
El Murugarren estaba ubicado en la esquina de Rivadavia y Maipú. Hoy estaría haciendo cruz con la sucursal del Banco de Entre Ríos. Aron recuerda: “El café era de Mariano Murugarren. Tuvo dos hijos, Mario Lionel, que murió joven, y Aída, que se casó con Hugo Tomera, que tenía una bicicletería y además era ciclista, y se fueron a vivir a Concepción del Uruguay. El Murugarren no fue vendido a nadie, cerró sus puertas durante los años 50. Desconozco el año de su fundación, mis recuerdos pertenecen a la década del 40”.
Aron refiere el paisaje que rodeaba al café, y en él encuentra la razón de ser para la existencia del lugar: “Era costumbre en los pueblos la concurrencia de los varones al café, y esto me gustaría explicarlo. Las comunicaciones de hoy no existían, los diarios llegaban por tren, esto de tener mañana a la mañana el diario de Buenos Aires, no existía. La radio, que era el otro medio informativo, si estaba nublado o llovía, había descargas, interferencias, y sólo se escuchaban ruidos. Había una casa cuya publicidad era: “No compre ruido, compre radio en Casa Cadario”, que era representante de la RCA Víctor. Lógicamente la gente tenía el café y el cine, que era muy importante, como diversión; en Gualeguay llegaron a funcionar tres cines. Tampoco existía la costumbre de cenar afuera con la familia. Era cuestión de los varones ir a alguna parrilla, a algún bodegón. Por eso el café Murugarren, al mediodía y a la noche estaba prácticamente lleno”. Jajan, como si estuviera viendo cómo ocupan sus mesas, hace mención de ciertos habitués: “Iban comerciantes del barrio como Nicolás Curi, que tenía zapatería, se tomaba un café o jugaba un partido de truco. Enfrente del café vivía un árabe, Acen Morabes, que era el empresario del cine Variedades, que estaba donde ahora está la casa Eventos, y en ese local, que está muy bien puesto, se conservan las máquinas proyectoras del cine. Iba Cherkasky, paisano mío, y que tenía una fábrica de caramelos. También Carlos Alberto Burone. Recuerdo a uno de los mozos: Roberto Osafrain, que después se fue de Gualeguay, y no lo vi nunca más. Iba mucho un señor que vivía pegado al café, donde ahora está Espacios, don Cándido Arribillaga. También concurría Francisco Guerra, peluquero. Anselmo Batta, que era boletero del cine”. Aron menciona una competencia: “En el café hubo en una oportunidad un Campeonato Argentino de Truco, que se jugó en todo el país. El Murugarren fue una de las sedes, y salieron ganadores de esta zona Anselmo Batta y Francisco Guerra, que después fueron a jugar a Buenos Aires. No recuerdo en qué puesto quedaron. Esto fue a finales de la década del 30”.
En la altura: detalle del frente original del Murugarren.
Consulto por la geografía íntima del café: “Tenía la entrada por la ochava, el mostrador al frente, con la radio Philips y la máquina del café sobre la barra. Piso de madera. Dos laterales acompañaban las veredas sobre Rivadavia y Maipú. Había dos mesas de billar, una al final de cada lateral. Estaban siempre ocupadas, había que pedir turno. En la pared del fondo de uno de estos laterales, colgaba un cuadro inmenso, no sé quién lo pintó, era una vista panorámica del pueblo de Mariano Murugarren. Había mesas para tomar un café, un trago, y mesas donde se jugaba al Truco, Chinchón, Escoba. Iniciaba su gran actividad al mediodía, a la tarde cerraba, y abría hacia la nochecita. Daba una vidriera a cada calle, y poseía alguna ventana de esas que se corría una parte para que entrara algo de aire. Las vidrieras tenían un mármol de base que llevaba grabado, en letra cursiva, el nombre: Café Murugarren. Y recuerdo el mármol del umbral de entrada, estaba gastado, tenía una comba, no sé qué negocio hubo antes”. El relato de Jajan regala dos fotos de estación: “La máquina del café largaba un vapor constante, y se fumaba mucho. En las noches de invierno, los vidrios estaban totalmente empañados, había una especie de niebla. Una escena que recuerdo muy bien, era característico de todas las noches de invierno”. Y en el estío: “En verano se colocaban mesas en la calle, sobre Maipú, y unas pocas sobre Rivadavia. El hombre se quedaba en la vereda a tomar aire antes de ir a la casa. Había ventiladores, pero hacía calor. Los concurrentes a lo sumo se quitaban el saco, y quedaban con los tiradores. Eran años en que íbamos de saco y corbata a mirar chicas a la plaza”.
Aron pinta una situación que hoy parece de otro mundo, ¿cómo era ser un muchacho entre “los hombres”?: “Yo era un pibe, pero mi trabajo en la Difusora Popular me permitió entrar a lugares como El Águila o el Murugarren. Yo no era nadie, pero era una figurita conocida dada la importancia que tenía la Difusora. Además era amigo del hijo de Murugarren. Entraba al café, me veían charlar con él, y eso me daba oportunidad de acercarme a mirar una mesa de truco de ‘los hombres’. Se sumaba que siempre fui lungo, tuve pantalones largos a los doce. Por todo esto tuve la oportunidad de entreverarme en el montón. Habré observado además alguna conducta de cierta seriedad, porque esos hombres me saludaban. En una de mis primeras entradas vi que estaba don Mariano, que sabía muy bien que yo era amigo del hijo. Era una tarde de llovizna, y empezó a llover fuerte. Entré al café, don Mariano me saluda, estoy en el café, me paro junto a la puerta, y se acerca don Mariano. Se para atrás mío. Era un hombre muy parco, incluso con los amigos. Don Mariano me dirige la palabra: Vamos a tener que hacer como hacen en Tala. Toda la escena era muy importante para mí. Don Mariano me hablaba en el café. Y qué es lo que hay que hacer, don Mariano, pregunto. Me contesta: Y… esperar que pare. Nunca me voy a olvidar de ese día”.
El Murugarren y el cine estaban muy cerca: “El cine Variedades estaba a media cuadra. Al inicio de las funciones, un poco antes, se encendía una campanilla que había en su techo y que sonaba para avisar que empezaba la función. Mucha gente que estaba en el Murugarren marchaba entonces la media cuadra para ir al cine. Ya tenían la entrada. Y lo mismo sucedía con el intervalo. En el cine, al principio, a cada acto se prendía la luz. Después se inventó que al primer rollo se lo podía pegar al segundo, y después se incorporó un proyector más, y se empezaron a dar dos películas. Éramos como los porteños. En el intervalo la gente se iba al café. Volvía a repetirse el aviso para los del Murugarren y para los que habían salido a fumar a la vereda”. Consulto si con el regreso había algún tipo de control: “Éramos pocos y nos conocíamos todos. Además se repartía a domicilio el programa con el estreno de interés, porque el grupo concurrente era conocido. El que hacía de portero muchas veces no pedía ningún comprobante. Yo no sé si era mejor, si era más lindo, cuando se es joven todo se ve mejor, pero sí sé, y eso lo puedo discutir con cualquiera que era la época en que el apretón de manos era un compromiso y la palabra la firma de la rúbrica del contrato. Yo era el hijo de fulano, usted era el hijo de fulano, se sabía que mi viejo o el suyo iban a responder por cualquier macana de los hijos”.
Pregunto por escritores habitués: “Sin ninguna duda que Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Chacho Manauta, fueron al Murugarren. Recuerdo a Marcelino Román, un escritor que vivió en Gualeguay mientras trabajaba para el diario ‘El día’”.
Aron habla del público asistente: “La misma gente era de la barra de El Águila, del Murugarren, del Irún de los hermanos Iriarte, que estaba en Maipú y San Antonio, frente al edificio de la radio. No había una división, una única pertenencia”. Y sobre la composición variopinta de ese público, recuerda: “Había árabes, judíos, españoles, italianos, y era muy lindo escucharlos durante el juego del truco, porque el castellano no lo dominaban bien. Un italiano no decía voy, decía vengo. Pero nadie largaba una carcajada, apenas una sonrisa, todo era con mucho respeto. Y nosotros, los jóvenes, los respetábamos, eran “los hombres” que tenían comercio, unas vidas que para uno eran un escalón muy alto. Uno se sentía distinguido porque algunas de esas personas nos hablaban”.
El memorioso de Aron dibuja una estampa del fundador del café: “Cuando Mario, el hijo, fue más grande, el vasco Mariano Murugarren, lo dejaba de encargado y se iba a las seis de la tarde: camisa blanca, pantalón blanco y boina. Iba al club pelota a jugar un partido de paletilla. Cuando regresaba se hacía cargo de la noche”.
Al día siguiente de la charla con Aron Jajan, caminé hasta la esquina citada. Ubiqué el banco de Entre Ríos, hice cruz, miré el edificio, abrí la puerta. Hablé con Alfredo, hijo de Andrés Presentado, quien compró en 1959 el local cerrado donde había funcionado el Murugarren. Andrés vendió repuestos de auto hasta 1969, antes había dividido el local en dos. Alquiló la esquina para venta de autos usados; en un local más chico, sobre Maipú, él siguió con sus repuestos. Durante los 70 el local volvió a ser uno, y recibió una seguidilla de boliches bailables, los nombres que perduraron son: “Shalako” y “Un Lugar”. A principios de los 80 y hasta el 83, la esquina se dividió en tres locales, hubo allí desde una oficina de turismo hasta una verdulería. Después de la muerte de Andrés en 1983, Alfredo Presentado volvió con repuestos para autos y así llegó hasta estos días. Durante la charla con Alfredo, luego de explicarle mi quehacer con esta historia, surgió una imagen que después se hizo dato. Pregunté por los mármoles del Murugarren, pregunté si quedaba algún objeto del pasado. Alfredo extendió su brazo izquierdo, señaló, y entonces pude ver en la altura. Dijo: “Ese es un ventilador inglés del Murugarren, el único que queda”. Dijo además que en el sótano está la estantería donde se guardaban las botellas. Pedí verla, pero Alfredo tiene un problema con la puerta vieja que cierra la entrada.
Me cuenta Aron que todavía ve el momento en que las personas se agolpaban alrededor de la radio Philips del Murugarren el 1º de septiembre de 1939. Escuchaban las noticias, y la más importante era que Alemania había iniciado acciones militares contra Polonia. De esta manera comenzaba la Segunda Guerra Mundial… en el Murugarren de Gualeguay.

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