Carlos Mastronardi |
Mientras entraba
en el universo de Emma Barrandéguy, me llamó la atención su último libro
publicado en vida: “Mastronardi-Gombrowicz. Una amistad singular”. Si digo
“singular”, anoto rara. Y para una amistad rara o extraordinaria, hacen falta
al menos dos personajes al tono. Mastronardi era un hombre especial, y Jorge
Luis Borges también, ellos fueron muy amigos. Dice Borges en una entrevista al
diario “El País” de Madrid en 1986: “Pocos hombres conservaron la
soledad con la minuciosidad de Mastronardi. Era un inseparable amigo de la
noche que sabiamente abusó de la noche y del café, que tanto se le parece a la
noche”. También afirma: “Con Mastronardi
profesamos una curiosa amistad. Una amistad que no necesitó de la frecuencia; a
veces pasamos un año sin vernos, pero eso no significaba una sombra en nuestro
trato”. Al tomar conocimiento del ensayo de Barrandéguy, pensé en el extraño
personaje que fue y que sigue siendo el escritor polaco Witold Gombrowicz. Siendo
un declarado admirador de su novela “Ferdydurke” (una maravillosa experiencia
de lectura), escrita en polaco y traducida entre amigos en un café de Buenos
Aires, ya contaba con datos sobre la personalidad de su autor, aunque desconocía
su amistad con Carlos Mastronardi. Busqué en el “Diario argentino” de
Gombrowicz, textos que en su momento se publicaron en la revista y editorial “Kultura”,
fundada en Francia en 1950. Hallé a Mastronardi: “Debe haber sido en 1942
cuando trabé amistad con el poeta Carlos Mastronardi; mi primera amistad
intelectual en la Argentina. La
sobria poesía de Mastronardi le había valido alcanzar un sitio destacado en el
arte argentino. Algo más de cuarenta años, sutil, con lentes, irónico,
sarcástico, hermético, un poco parecido a Lechon, este poeta de Entre Ríos era
un provinciano ornamentado con lo más fino de Europa, poseía una bondad
angelical oculta tras la coraza de lo cáustico; un cangrejo que defendía su
hipersensibilidad. Despertó su curiosidad el ejemplar, raro en el país, de un
europeo culto; a menudo nos encontrábamos durante la noche en un bar… lo que
tenía también para mí un atractivo gastronómico, pues de cuando en cuando me
invitaba a cenar ravioles o spaghettis. Poco a poco le descubrí mi pasado
literario, le hablé de ‘Ferdydurke’ y de otros asuntos, y todo lo que en mí
difería del arte francés, español o inglés le interesó vivamente. Él, a su vez,
me iniciaba en los entretelones de la Argentina , país nada fácil y que a ellos, los
intelectuales, se les escapaba de un modo extraño y aun, a menudo, los
asustaba”.
Witold Gombrowicz |
Gombrowicz (Polonia,
1904-Francia, 1969) llegó al país en 1939, el estallido de la Segunda Guerra Mundial lo
sorprendió siendo parte de una delegación polaca. Su Polonia dejó de existir en
pocos días, la blitzkrieg nazi la partió con sus Panzers. A lo lejos quedó su
familia perseguida. Volverá a Europa recién en 1963. En su diario hace
referencia a las invitaciones a cenar de Mastronardi, porque no fue fácil para
Witold subsistir en nuestro país.
Cuenta
Gombrowicz que a Mastronardi: “No podía decirle todo. No podía hablarle de ese
lugar en mí, penetrado por la noche, que he llamado ‘Retiro’”. Wiltold cuenta
su drama, su eterno lamento sobre la juventud perdida: “A quienes se interesan
en el punto debo aclararles que jamás, aparte de ciertas experiencias
esporádicas en mi temprana juventud, he sido homosexual. No puedo quizás hacer
frente a la mujer, no lo puedo hacer en el terreno de los sentimientos, porque
existe en mí algo frenado, una especie de temor al cariño… sin embargo, la
mujer, sobre todo cierto tipo de mujer, me atrae y me sujeta. Así que no eran aventuras
eróticas lo que iba a buscar a Retiro… Aturdido, fuera de mí, expatriado y
descarrilado, trabajado por ciegas pasiones que se encendieron al derrumbarse
mi mundo y sentir mi destino en bancarrota… ¿qué buscaba? La juventud. Podría
decir que buscaba a la vez la juventud propia y la ajena. Ajena, pues aquella
juventud en uniforme de soldado o marinero, la juventud de aquellos ultrasencillos
muchachos de Retiro, me era inaccesible; la identidad del sexo, la carencia de
atractivo erótico, excluían toda posibilidad de posesión. Propia, pues aquella
juventud era al mismo tiempo la mía, se realizaba en alguien como yo, no en una
mujer sino en un hombre, era la misma juventud que me había abandonado y que
veía florecer en otros”.
En estos textos,
que Gombrowicz publicó en polaco, registró ciertas opiniones sobre el mundillo
literario de la época: “Mastronardi mantenía buenas relaciones con el grupo de
Victoria Ocampo, el centro literario más importante del país, concentrado
alrededor de ‘Sur’, revista editada por la misma Victoria, dama aristocrática,
apoyada en grandes millones, que hospedaba en su casa a Tagore y a Keyserling,
cuya obcecación entusiasta le había ganado la amistad de Paul Valéry, que
tomaba el té con Bernard Shaw y se tuteaba con Stravinski. ¿En qué medida
influyeron en esas majestuosas amistades los millones de la señora Ocampo y en
qué medida sus indudables calidades y su talento personal?-he aquí una pregunta
que no pretendo contestar. El tufo insistente de esos millones, ese aroma
financiero, un tanto irritante a la nariz, me hacía desear no conocerla. (…) No
me apresuraba, pues, a hacer la peregrinación a la residencia de San Isidro.
Por otra parte, Mastronardi temía –y con razón- que el ‘conde’ (porque yo me
había proclamado conde) fuera a comportarse extraña o aun descabelladamente y
tampoco se daba prisa en introducir a mi persona en estas reuniones”.
Witold vivió un
tanto escondido entre las sombras de los aledaños del centro literario de la
gran ciudad, centro en el que mandaba una postura que él despreciaba con
entusiasmo. Recuerda que Mastronardi le presentó a Silvina Ocampo, que estaba
casada con Adolfo Bioy Casares. A la cena también fue invitado Borges. Witold
anota en su diario: “A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo
alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París.
Para mí la inconfesable y silenciosa juventud del país era una vibrante
confirmación de mis propios estados anímicos, y por eso la Argentina me arrastró
como una melodía, o más bien como un presentimiento de melodía. Ellos no
percibían ahí ninguna belleza. Y para mí, si había en la Argentina algo que
lograra la plenitud de expresión y pudiera imponerse como estilo, se
manifestaba únicamente en los tempranos estados de desarrollo, en lo joven,
jamás en lo adulto. (…) Pero ellos no veían en esto ningún atractivo, y esa
élite argentina hacía pensar más bien en una juventud mansa y estudiosa cuya
única ambición consistía en aprender lo más rápidamente posible la madurez de
los mayores. (…) Así, Borges, por ejemplo, advertía únicamente sus propios años
y no, por decirlo así, la edad que lo rodeaba; era un hombre maduro, un
intelectual, un artista perteneciente a la Internacional del
Espíritu, sin ninguna relación definida ni intensa con su propio suelo. Y esto
a pesar de que de vez en cuando aderezaba su metafísica (que muy bien podría
haber nacido en la Luna )
con lo gauchesco y lo regional –en el fondo su modo de encarar lo americano era
precisamente europeo-; él veía a la Argentina como un francés culto ve a Francia, o
un inglés a Inglaterra. (…) El arte es ante todo un problema de amor; si
queremos conocer la verdadera posición del artista debemos preguntar: ¿de qué
está enamorado? Para mí era evidente que ellos no estaban enamorados de nada o
de nadie y si lo estaban era de Londres, París, Nueva York, o, en fin, de un
folclore bastante esquemático e inocuo. Pero ninguna chispa auténtica brotaba
entre ellos de esa masa oscura de belleza ‘inferior’”.
En el prólogo a
“Memorias de un provinciano” de Mastronardi, Conrado Nalé Roxlo incluye el
poema “El forastero”. Emma Barrandéguy en su libro señala este “extraordinario
poema” como una obra que retrata a Mastronardi “y ¿por qué no?, a Gombrowicz
también”. Ella ejemplifica con la primera estrofa. Es la que muy bien se puede
vislumbrar a ambos: “Renuncia este hombre opaco y extraviado / al juego de los
otros, a la unánime empresa / de probar el sabor del mundo cierto, / como si el
tiempo que iracundo arroja / el hueso del presente codicioso / a la despierta
voluntad de todos, / nunca lo hubiera visto, / como si la hermandad innumerable
/ que rueda hacia el dolor y la delicia / no pudiese rendirlo a sus verdades
claras”. Coincidentes en las ideas, distintos en la manera de transitar la
realidad. Mastronardi esquivando la discusión, Witold ejerciéndola. Los dos
respetando su naturaleza. El resto del poema citado es muy de Mastronardi, un
reflejo contundente, habla de su vida en la “mansa demora” donde a conciencia
desarrolló su soledad; y deja en claro que, por ejemplo, por elección se quedó
afuera de ciertas obligaciones para con la mujer, la pareja, el matrimonio, los
hijos: “Quien sabe cuántas noches lo asociaron al quieto / reino de las
personas ilusorias, / donde el castigo es tenue y es vaga la delicia, / y así
en mansa demora miró correr los años, / pues quiso confundirse con mentidas
criaturas / para que fuera leve también, y no de hierro, / el plazo de los
actos cardinales / que son nuestros sepulcros sucesivos”.
Anota Emma:
“Mastronardi se ufana de su soledad y tal vez también de su soltería, pero
durante su transcurso vital en Buenos Aires convive con una hermosa mujer
intelectual brasileña y hasta pasa con ella una larga temporada en Brasil”. En
cambio Gombrowicz, cuenta Emma: “(…) por su don de gentes, encuentra, ya viejo,
su compañera. Mastronardi, por su idiosincrasia, culmina su vida en un
geriátrico”.
Rita Gombrowicz,
la mujer de Witold, viajó a la
Argentina y recabó material para su libro “Gombrowicz en
Argentina 1939-1963” ,
que fue publicado en 2009.
El ensayo de
Emma Barrandéguy sobre estos dos
escritores, de vidas tan singulares, es conciso, se ajusta a la búsqueda entre
las señales descubiertas en la vida y obra de ambos. Es preciso en su planteo,
y a la vez invita a una recorrida mayor sobre estos autores. Por momentos,
Emma, establece y deja latente en el pensamiento del lector, una novela de
misterio.
En “Cuadernos de
vivir y pensar” (1984) de Carlos Mastronardi, una especie de diario de
escritor, que abarca de 1930
a 1970, en el que se consignan pensamientos sobre el
tiempo, la realidad, la vejez, la escritura, el arte, y donde su autor también
cita a otros autores, Gombrowicz aparece expresando la siguiente propuesta: “El
polaco Gombrowicz, cuando se encuentra con escritores sudamericanos suele
decirnos: declaren ustedes ‘su’ mundo y ‘su’ íntimo sentir; sin ninguna
voluntad de emulación, sin pensar en situarse junto a Paul Valéry y Thomas
Mann, y entonces se lograrán ustedes plenamente. Pero olviden los modelos
externos y, en especial, los modelos europeos”.
Un consejo de escritor que muy bien le vendría hoy a
tanto autor confundido de esta patria.
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