domingo, 27 de octubre de 2013

La presencia de Derlis Maddonni

En distintos lugares de Gualeguay hay obra del artista plástico Derlis Maddonni. En el museo Quirós, en el museo Ambrosetti, en casa de gualeyos a los que les gusta el arte. El pintor dice presente también en mi casa de recién llegado a esta ciudad. Junto a varios cuadros de mi padre, hay un Maddonni que mi viejo me obsequió cuando supo que venía a vivir a los pagos de su colega.
Tuve noticia de su vida y obra en Buenos Aires. Mi amigo, el poeta de Boedo y Coghlan: Rubén Derlis, había sido amigo de este otro Derlis, curiosamente nacido como él, en la ciudad de Chivilcoy. A propósito de este detalle, el poeta Derlis suscribió una humorada contundente: “Todos los Derlis somos nacidos en Chivilcoy”.
Los gualeyos allegados a los diversos territorios del arte saben de Maddonni y su obra. Mientras pensaba en esta nota, le pedí al Derlis poeta, unas líneas de recuerdo para su amigo. El resultado es el siguiente texto titulado: “El otro Derlis: Tuve noticias de las andanzas plásticas de Derlis Oscar Maddonni  en los últimos escalones de la década del 60. En un viaje a Paraná –aún había que acercarse a su verdor en balsa y el paisaje era invictamente ecológico–, el grabador y dibujante Hipólito Vieytes me invitó a su casa-estudio; allí, entre xilografías (de él), poemas (míos) y gatos (de la casa) disciplinadamente zen, me habló por primera vez del versátil Maddonni que, al igual que él, vivía en Entre Ríos y lo emocionaban los atardeceres de las islas desde esa costa, donde también supo acompañar el silencio de algún pescador a recorrer el espinel. Pero mucho antes de eso: 1) había sacado partida de nacimiento en Chivilcoy, 2) a finales de los años 30, y 3) rubricaba igual nombre, aunque en otra posición en la línea; tres datos de filiación idénticos a los de quien esto escribe.
Ahora vivía en San Martín 37, Gualeguay. Lito Vieytes me dio su dirección, y creo que al regresar a Buenos Aires le envié un libro, del que seguramente acusó recibo, pero no lo recuerdo.
Unos años después de esto (¿1971 o 1973?), bajando desde Misiones con Beatriz Mazliah –entonces mi esposa–, en uno de los tantos viajes que hicimos por el país en el “Chumbulo” –Renault 4 tan juntador de polvo de caminos al igual que nosotros–, hicimos un alto en Gualeguay con intención de conocer a Maddonni, pero como habíamos llegado imprevistamente, no encontramos a nadie, así que “nos pelamos la frente”, como solía decir mi madre cuando iba de visita y daba con una puerta cerrada. Así que seguimos nuestro itinerario rumbo a la capital.
Finalmente logramos conocernos en Palermo a principio de los años 90. Tenía un departamento en este barrio, cerca de la plaza Güemes, para sus recaladas porteñas. Todas las veces que nos encontramos –no fueron muchas, pero sí intensas– lo hacíamos en el café Pablo’s de Cabrera y Medrano. Allí hablamos de casi todo lo que se podía hablar por estar a nuestro alcance, y dejábamos de lado otras que, si bien también estaban a nuestro alcance, no nos interesaban.
Tenía una finísima percepción de la línea, y eso era fácil de apreciar en sus magníficas tintas de trazo suelto pero preciso; buen conocedor de cómo juega el volumen sobre el papel, le daba mucha importancia al ‘vacío’ que rodeaba su dibujo, porque pese a no ‘existir’ este vacío, era necesario, vital, ya que era el que armaba la espacialidad para que dominara la figura. Es decir, el vacío del papel, su blancura, como un ‘trazo invisible’ que debía armonizar con el ‘trazo visible’ que  plasmaba el artista.
Hablando con muy poco respiro acerca de las estéticas propias y de las aprendidas, o de los problemas de lenguaje que no pocas veces plantea un poema, se nos iba la tarde toda vez que nos encontrábamos. Pero nada tenían de ceremoniosas y menos de acartonadas estas charlas, Maddonni estaba tan lejos de esto como de pensar que un dibujo acerca de un tema dado podía salir de un primer intento, de ahí que siempre sobre lo sugerido hacía no menos de diez bocetos.
Estos encuentros indefectiblemente se enmarcaban con sus grandes risotadas y su permanente buen humor. Bebedor de los buenos, se tomaba su tiempo para beberse dos o tres cervezas; dije beberse y no compartir, porque yo para entonces ya llevaba varias décadas sin alcohol. Y a propósito de esto viene a cuento el breve diálogo de cierta tarde: ¿Te tomás una cerveza o un vino?, me preguntó. Le respondí que no, que hacía mucho ya que había dejado de beber. ¿Y qué vas a tomar? ¿Café? No, un té o un jugo de naranja; dejé el café hace años… Entonces me miró con asombro y sentenció: ¡Che, mirá que no hay peor cosa que morirse sano! Y nos largamos a reír.
En 1996 me puse a preparar ‘Viento Solar’ con miras a editarlo un año después. Le escribí preguntándole si me lo quería ilustrar; rápido vino el sí con alegría, y le envié los originales con contento. El libro apareció en noviembre de 1997, con una tinta en la tapa y nueve en el interior. Pero para poder recoger esa cosecha hizo muchos dibujos, como era su costumbre. Algunas de estas tintas, que habían quedado como alternativa por si se quería agregar más ilustraciones al volumen, finalmente no se publicaron, y las conservo; otras volvieron a sus manos.
Su alter ego era un tal Oliverio, personaje mediante el cual llevaba adelante sus disquisiciones acerca del arte y otras materias afines al mismo, que luego de masticarlas mentalmente las plasmaba en un cuaderno. Cierta vez llegué a hojear estas páginas con reflexiones y pensamientos escritos de su puño y letra y por supuesto ilustrados con dibujos personalísimos; esto fue en una de las que llamo sus ‘llegadas’ a Buenos Aires, pues su estadía nunca era de varias semanas –al menos en el tiempo al que hago referencia–  porque siempre parecía deseoso de volver a la tranquilidad de su lugar, al sereno discurrir de su río.
En nuestra correspondencia, ambos firmábamos de la misma manera: ‘el otro Derlis’; y de igual forma ocurría si, estando en el café palermitano que nos reunía, llegaba algún conocido; fuera éste de su lado o del mío, la anticeremonia de presentación era idéntica: ‘el otro Derlis’. Y nos poníamos a hablar de lo que surgiera.
Hubo una última vez en que nos vimos, pero no recuerdo cuál fue; esto es fácil de explicar porque todos nuestros encuentros se parecían: hablábamos de Entre Ríos, de pintura, de poesía, de Juanele, de los amigos que compartíamos tanto en esta planicie bonaerense como en aquellas cuchillas entrerrianas, y sobre todo de lo que en ese momento estábamos abordando con igual pergeño, lapicera o lápiz mediante, según el oficio elegido, porque a los dos nos esperaba, siempre, una página en blanco”.
Voy hacia el comedor, paso frente al cuadro de Maddonni. Camino hacia el escritorio: y otra vez desde el soporte vidriado, me espía su gente. Creo ver en las figuras: la suerte de un padre que descansa una mano sobre el hombro del hijo. Las manos tiemblan, las caras igual, como dice el plástico Vicente Cúneo, Derlis buscaba reflejar el movimiento y lo lograba. Pero viendo esta tinta de 1978 adivino otra cosa: tiemblan las manos, y tiemblan las caras, las cabezas, porque Derlis, como artista intimista, sabe que no somos uno, sino varios: ¿y si el pintor representó las distintas almas?
A poco de llegar a Gualeguay tuve la suerte de mantener una charla con el escritor Daniel González Rebolledo. En un momento recuerdo que dijo que extrañaba mucho a Maddonni. La muerte le había robado uno de sus compañeros de charlas y proyectos. De la misma manera que hice con el otro Derlis de Buenos Aires, le pedí a González Rebolledo de Finisterre, su refugio en Gualeguay, un recuerdo del amigo. El texto es el siguiente: “La risa de Maddonni: A veces creo oírla aún en determinadas circunstancias que tienen relación con el arte y sus cultores pueblerinos: la risa de Derlis, con todo su ser, con su ronquera del pucho, con su removerse en la silla desde donde nos daba cátedras magistrales sobre el Arte Universal y particularmente sobre el dibujo y la pintura, sus Dones del Espíritu.
En los inicios de los 80 lanzamos una revista satírico-humorística pero con fuerte contenido artístico e ideológico en clave comarcal, La Loca De Al Lado, que nos mantuvo bastante ocupados y nos reunía frecuentemente en el taller de Derlis, al lado de su vivienda en calle San Martín, con el Cary Pico, ya que los tres ‘armábamos’ literalmente lo que saldría luego por el sistema off set del recientemente creado diario ‘El Supremo’ de Gualeguay, que ya no existe.
Esos momentos de la artesanía del diseño y de la elección de los contenidos y de los dibujos que tanto Derlis como Cary hacían allí nomás, a mano alzada, quedarán por siempre en mi memoria, porque nos divertíamos enormemente y escuchábamos con avidez, entre página y página, a este artista generoso, talentoso, que escondía a un hombre tímido, bastante distanciado del mundillo social pueblerino, de una profunda introspección que no le resolvía, sin embargo, la cuestión de ser un ‘artista incomprendido’ en su medio.
Vaya si aprendimos de Maddonni, vaya si lo extrañamos después cuando su enfermedad lo retuvo más tiempo en Buenos Aires que en Gualeguay, hasta que dejó de estar para siempre entre nosotros, no del todo, claro, porque como decía al principio, suele ocurrir inesperadamente, como un disparo en la noche campesina, que a veces su risa vuelve, y nos lo devuelve de otro modo, nos lo completa, como sus dibujos originales en las tapas de nuestras primeras ediciones de jóvenes escritores de provincia”.
Pienso en el artista en referencia a estos testimonios de amigos, y me digo que debe ser uno de los mejores premios a una vida, que haya memoria sobre el quehacer apasionado en la amistad y el oficio. Quise escribir esta nota sin citar exposiciones, premios, o adjuntar opiniones de entendidos en la materia. Maddonni posee todas esas pistas y tienen su importancia, pero será en un próximo texto. Sí quiero citar algunas palabras del plástico Vicente Cúneo, pero porque ante todo están dichas desde la alegría frente al trabajo notable de un par, y de un amigo. Cúneo estaba emocionado al recordar a Maddonni: “Qué fino dibujante, admirable. Y admirable la extensión de la línea para decir un montón de cosas en el trayecto. Fijate una obra, una cara y una mano, vos seguís la línea, no se corta. Él lo practicaba, hay maestría, fuerza y convicción. Yo veía cuando lo hacía. Empezaba a dibujar con una línea que iba y venía sin levantar el lápiz, el pincel, y aparecían mágicamente las cosas que tenía dentro de su cabeza, de su corazón. Con qué soltura, con qué osadía trabajaba, era un misterio. Algo fantástico”.
Hace unos días conseguí “Camino hecho” de la poeta Emma Barrandéguy. En la tapa un dibujo de Derlis. En el interior se reproduce el dibujo y se puede apreciar la dedicatoria que lo acompañaba: “Para Emma Barrandéguy, hermana en la irreverente obsesión de hacer un mundo nuevo. Derlis, Gualeguay, 25/4/90”.

1 comentario:

  1. Nunca me atreví a visitarlo a Derlis, acaso mi corta edad y mi vergüenza me lo impedían... era para mi la puerta de ingreso a ese mundo del jazz, la poesía y la pintura que ya empezaban a gustarme, más los relatos de mi vieja que compartió un programa de radio con el en LT38 hicieron que se convirtiera en alguien atractivo para mi. Nunca me anime a decirle : recomiendemé un libro! al menos como para iniciar una charla... Simplemente lo observaba fascinada cada vez que lo cruzaba. Por edad fui/soy más cercana al querido Cary. :) abrazooooo grande!

    ResponderEliminar