En
distintos lugares de Gualeguay hay obra del artista plástico Derlis Maddonni.
En el museo Quirós, en el museo Ambrosetti, en casa de gualeyos a los que les
gusta el arte. El pintor dice presente también en mi casa de recién llegado a
esta ciudad. Junto a varios cuadros de mi padre, hay un Maddonni que mi viejo
me obsequió cuando supo que venía a vivir a los pagos de su colega.
Tuve
noticia de su vida y obra en Buenos Aires. Mi amigo, el poeta de Boedo y Coghlan:
Rubén Derlis, había sido amigo de este otro Derlis, curiosamente nacido como
él, en la ciudad de Chivilcoy. A propósito de este detalle, el poeta Derlis
suscribió una humorada contundente: “Todos los Derlis somos nacidos en
Chivilcoy”.
Los
gualeyos allegados a los diversos territorios del arte saben de Maddonni y su
obra. Mientras pensaba en esta nota, le pedí al Derlis poeta, unas líneas de
recuerdo para su amigo. El resultado es el siguiente texto titulado: “El otro
Derlis: Tuve noticias de las andanzas plásticas de Derlis Oscar Maddonni en los últimos escalones de la década del 60.
En un viaje a Paraná –aún había que acercarse a su verdor en balsa y el paisaje
era invictamente ecológico–, el grabador y dibujante Hipólito Vieytes me invitó
a su casa-estudio; allí, entre xilografías (de él), poemas (míos) y gatos (de
la casa) disciplinadamente zen, me habló por primera vez del versátil Maddonni que,
al igual que él, vivía en Entre Ríos y lo emocionaban los atardeceres
de las islas desde esa costa, donde también supo acompañar el silencio de
algún pescador a recorrer el espinel. Pero mucho antes de eso: 1) había sacado
partida de nacimiento en Chivilcoy, 2) a finales de los años 30, y 3) rubricaba
igual nombre, aunque en otra posición en la línea; tres datos de filiación
idénticos a los de quien esto escribe.
Ahora
vivía en San Martín 37, Gualeguay. Lito Vieytes me dio su dirección, y creo que
al regresar a Buenos Aires le envié un libro, del que seguramente acusó recibo,
pero no lo recuerdo.
Unos
años después de esto (¿1971 o 1973?), bajando desde Misiones con Beatriz
Mazliah –entonces mi esposa–, en uno de los tantos viajes que hicimos por el
país en el “Chumbulo” –Renault 4 tan juntador de polvo de caminos al igual que
nosotros–, hicimos un alto en Gualeguay con intención de conocer a Maddonni,
pero como habíamos llegado imprevistamente, no encontramos a nadie, así que
“nos pelamos la frente”, como solía decir mi madre cuando iba de visita y daba
con una puerta cerrada. Así que seguimos nuestro itinerario rumbo a la capital.
Finalmente
logramos conocernos en Palermo a principio de los años 90. Tenía un
departamento en este barrio, cerca de la plaza Güemes, para sus recaladas
porteñas. Todas las veces que nos encontramos –no fueron muchas, pero sí intensas–
lo hacíamos en el café Pablo’s de Cabrera y Medrano. Allí hablamos de casi todo
lo que se podía hablar por estar a nuestro alcance, y dejábamos de lado otras
que, si bien también estaban a nuestro alcance, no nos interesaban.
Tenía
una finísima percepción de la línea, y eso era fácil de apreciar en sus
magníficas tintas de trazo suelto pero preciso; buen conocedor de cómo juega el
volumen sobre el papel, le daba mucha importancia al ‘vacío’ que rodeaba su
dibujo, porque pese a no ‘existir’ este vacío, era necesario, vital, ya que era
el que armaba la espacialidad para que dominara la figura. Es decir, el vacío
del papel, su blancura, como un ‘trazo invisible’ que debía armonizar con el ‘trazo
visible’ que plasmaba el artista.
Hablando
con muy poco respiro acerca de las estéticas propias y de las aprendidas, o de
los problemas de lenguaje que no pocas veces plantea un poema, se nos iba la
tarde toda vez que nos encontrábamos. Pero nada tenían de ceremoniosas y menos
de acartonadas estas charlas, Maddonni estaba tan lejos de esto como de pensar
que un dibujo acerca de un tema dado podía salir de un primer intento, de ahí
que siempre sobre lo sugerido hacía no menos de diez bocetos.
Estos
encuentros indefectiblemente se enmarcaban con sus grandes risotadas y su
permanente buen humor. Bebedor de los buenos, se tomaba su tiempo para beberse
dos o tres cervezas; dije beberse y no compartir, porque yo para entonces ya
llevaba varias décadas sin alcohol. Y a propósito de esto viene a cuento el
breve diálogo de cierta tarde: ¿Te tomás una cerveza o un vino?, me preguntó.
Le respondí que no, que hacía mucho ya que había dejado de beber. ¿Y qué vas a
tomar? ¿Café? No, un té o un jugo de naranja; dejé el café hace años… Entonces
me miró con asombro y sentenció: ¡Che, mirá que no hay peor cosa que morirse
sano! Y nos largamos a reír.
En
1996 me puse a preparar ‘Viento Solar’ con miras a editarlo un año después. Le
escribí preguntándole si me lo quería ilustrar; rápido vino el sí con alegría,
y le envié los originales con contento. El libro apareció en noviembre de 1997,
con una tinta en la tapa y nueve en el interior. Pero para poder recoger esa
cosecha hizo muchos dibujos, como era su costumbre. Algunas de estas tintas,
que habían quedado como alternativa por si se quería agregar más ilustraciones
al volumen, finalmente no se publicaron, y las conservo; otras volvieron a sus
manos.
Su
alter ego era un tal Oliverio, personaje mediante el cual llevaba adelante sus
disquisiciones acerca del arte y otras materias afines al mismo, que luego de
masticarlas mentalmente las plasmaba en un cuaderno. Cierta vez llegué a hojear
estas páginas con reflexiones y pensamientos escritos de su puño y letra y por
supuesto ilustrados con dibujos personalísimos; esto fue en una de las que
llamo sus ‘llegadas’ a Buenos Aires, pues su estadía nunca era de varias
semanas –al menos en el tiempo al que hago referencia– porque siempre parecía deseoso de volver a la
tranquilidad de su lugar, al sereno discurrir de su río.
En
nuestra correspondencia, ambos firmábamos de la misma manera: ‘el otro Derlis’;
y de igual forma ocurría si, estando en el café palermitano que nos reunía,
llegaba algún conocido; fuera éste de su lado o del mío, la anticeremonia de
presentación era idéntica: ‘el otro Derlis’. Y nos poníamos a hablar de lo que
surgiera.
Hubo
una última vez en que nos vimos, pero no recuerdo cuál fue; esto es fácil de
explicar porque todos nuestros encuentros se parecían: hablábamos de Entre
Ríos, de pintura, de poesía, de Juanele, de los amigos que compartíamos tanto
en esta planicie bonaerense como en aquellas cuchillas entrerrianas, y sobre
todo de lo que en ese momento estábamos abordando con igual pergeño, lapicera o
lápiz mediante, según el oficio elegido, porque a los dos nos esperaba, siempre,
una página en blanco”.
Voy
hacia el comedor, paso frente al cuadro de Maddonni. Camino hacia el
escritorio: y otra vez desde el soporte vidriado, me espía su gente. Creo ver
en las figuras: la suerte de un padre que descansa una mano sobre el hombro del
hijo. Las manos tiemblan, las caras igual, como dice el plástico Vicente Cúneo,
Derlis buscaba reflejar el movimiento y lo lograba. Pero viendo esta tinta de
1978 adivino otra cosa: tiemblan las manos, y tiemblan las caras, las cabezas,
porque Derlis, como artista intimista, sabe que no somos uno, sino varios: ¿y
si el pintor representó las distintas almas?
A
poco de llegar a Gualeguay tuve la suerte de mantener una charla con el
escritor Daniel González Rebolledo. En un momento recuerdo que dijo que extrañaba
mucho a Maddonni. La muerte le había robado uno de sus compañeros de charlas y
proyectos. De la misma manera que hice con el otro Derlis de Buenos Aires, le
pedí a González Rebolledo de Finisterre, su refugio en Gualeguay, un recuerdo
del amigo. El texto es el siguiente: “La risa de Maddonni: A veces creo oírla
aún en determinadas circunstancias que tienen relación con el arte y sus
cultores pueblerinos: la risa de Derlis, con todo su ser, con su ronquera del
pucho, con su removerse en la silla desde donde nos daba cátedras magistrales
sobre el Arte Universal y particularmente sobre el dibujo y la pintura, sus
Dones del Espíritu.
En
los inicios de los 80 lanzamos una revista satírico-humorística pero con fuerte
contenido artístico e ideológico en clave comarcal, La Loca De Al Lado, que nos
mantuvo bastante ocupados y nos reunía frecuentemente en el taller de Derlis,
al lado de su vivienda en calle San Martín, con el Cary Pico, ya que los tres ‘armábamos’
literalmente lo que saldría luego por el sistema off set del recientemente
creado diario ‘El Supremo’ de Gualeguay, que ya no existe.
Esos
momentos de la artesanía del diseño y de la elección de los contenidos y de los
dibujos que tanto Derlis como Cary hacían allí nomás, a mano alzada, quedarán
por siempre en mi memoria, porque nos divertíamos enormemente y escuchábamos
con avidez, entre página y página, a este artista generoso, talentoso, que
escondía a un hombre tímido, bastante distanciado del mundillo social
pueblerino, de una profunda introspección que no le resolvía, sin embargo, la
cuestión de ser un ‘artista incomprendido’ en su medio.
Vaya
si aprendimos de Maddonni, vaya si lo extrañamos después cuando su enfermedad
lo retuvo más tiempo en Buenos Aires que en Gualeguay, hasta que dejó de estar
para siempre entre nosotros, no del todo, claro, porque como decía al
principio, suele ocurrir inesperadamente, como un disparo en la noche
campesina, que a veces su risa vuelve, y nos lo devuelve de otro modo, nos lo
completa, como sus dibujos originales en las tapas de nuestras primeras
ediciones de jóvenes escritores de provincia”.
Pienso
en el artista en referencia a estos testimonios de amigos, y me digo que debe
ser uno de los mejores premios a una vida, que haya memoria sobre el quehacer
apasionado en la amistad y el oficio. Quise escribir esta nota sin citar
exposiciones, premios, o adjuntar opiniones de entendidos en la materia.
Maddonni posee todas esas pistas y tienen su importancia, pero será en un
próximo texto. Sí quiero citar algunas palabras del plástico Vicente Cúneo,
pero porque ante todo están dichas desde la alegría frente al trabajo notable
de un par, y de un amigo. Cúneo estaba emocionado al recordar a Maddonni: “Qué
fino dibujante, admirable. Y admirable la extensión de la línea para decir un
montón de cosas en el trayecto. Fijate una obra, una cara y una mano, vos
seguís la línea, no se corta. Él lo practicaba, hay maestría, fuerza y
convicción. Yo veía cuando lo hacía. Empezaba a dibujar con una línea que iba y
venía sin levantar el lápiz, el pincel, y aparecían mágicamente las cosas que
tenía dentro de su cabeza, de su corazón. Con qué soltura, con qué osadía
trabajaba, era un misterio. Algo fantástico”.
Hace unos días conseguí “Camino hecho” de la poeta Emma Barrandéguy. En
la tapa un dibujo de Derlis. En el interior se reproduce el dibujo y se puede
apreciar la dedicatoria que lo acompañaba: “Para Emma Barrandéguy, hermana en
la irreverente obsesión de hacer un mundo nuevo. Derlis, Gualeguay, 25/4/90”.
Nunca me atreví a visitarlo a Derlis, acaso mi corta edad y mi vergüenza me lo impedían... era para mi la puerta de ingreso a ese mundo del jazz, la poesía y la pintura que ya empezaban a gustarme, más los relatos de mi vieja que compartió un programa de radio con el en LT38 hicieron que se convirtiera en alguien atractivo para mi. Nunca me anime a decirle : recomiendemé un libro! al menos como para iniciar una charla... Simplemente lo observaba fascinada cada vez que lo cruzaba. Por edad fui/soy más cercana al querido Cary. :) abrazooooo grande!
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