No hay un relato
único de los lugares, los barrios, las ciudades. Existe el puramente
geográfico, la senda de los bustos y los bronces que registra la historia
grande, y existe la escritura de la novela en la que los habitantes de cada
tierra y momento se erigen en personajes de la vida cotidiana. Haciendo sus
vidas construyen la historia de las calles, la historia íntima, pequeña, que a
veces se instala en el relato popular, esos relatos y retratos, verdad y ficción
que van de la mano, en que muchos hombres y mujeres que ya no están, vuelven
cada vez a la vida, por ejemplo, en los alrededores de un churrasquero. Todas
las ciudades tienen su “gente”: personas señaladas por el trajinar de los días,
que hicieron historia simplemente viviendo y contando los detalles de su
pasado. Esos sucedidos son los que van formando una segunda línea del relato
histórico, como una línea de sombra de la historia mayor, donde es posible
encontrar la sustancia de basamento del quehacer emocional de la “gente”.
A poco de llegar
a Gualeguay tuve la suerte de conocer a Deolindo Romero, mi vecino.
Intercambiamos nuestros papeles escritos, y básicamente hablamos. En la charla
dejaba entrever relatos de personas y anécdotas muchas veces relacionadas con
su vida. Aparentaba tener memoria viva, y no me equivoqué. Estuve varios meses
diciéndome: tenés que hablar con Deolindo. Al fin llegó el momento, el relator
bajó de su bicicleta y tomó la palabra: “Gualeguay fue fundada en 1783 por
Tomás Rocamora. También fundó Concepción del Uruguay y Gualeguaychú. Este
hombre trajo indios del norte cuando se disolvieron las misiones. Eran de
dieciséis tribus pequeñas de artesanos, principalmente para trabajar en la
construcción de la iglesia rancho que estuvo en el centro de la plaza
Constitución. Yo nací en lo que inicialmente fue un asentamiento indígena a
orillas del Gualeguay. Los Romero vivíamos al lado del río. El asentamiento
estaba al fondo, al sur del Hipódromo actual, una zona de arroyos y lagunas. Mi
padre nació en 1920, él era tercera generación de esos pobladores originarios. Me
acuerdo que no entendía qué hablaban los hermanos de mi abuela, Martín y
Eufemio, una mezcla de lenguas: quichua, guaraní y no sé qué más. En 1867
debido a la peste, se hizo un cementerio para el lugar. Yo conocí las cruces, jugaba
en el cementerio viejo. Soy nacido en 1942. El asentamiento existió hasta el
52. Estábamos en el centro de las tierras blancas, de las que contó el Chacho
Manauta”.
Le pido a
Deolindo que cuente sobre el asentamiento: “Se vivía de manera primitiva, cada
cual hacía su rancho en cualquier lugar, ahí no había alambrados. Los Romero
eran unas diez familias, más o menos. Había otras familias: Torres, Peña, Miño,
González, había morochos y gringos: Patterson. Era como un barrio. Cerca había
un paso por donde se llevaba la hacienda, y a veces pasaba que se soltaba algún
animal bravo entre el rancherío y había que cuidar a los gurises. Después
empezó la dispersión, muchos se fueron cansados de las crecientes”.
¿Cómo se ganaban
el pan sus habitantes?: “Eran hacheros, poceros, pescadores, cuidadores de
caballos. Mi papá fue lechero, después hachero junto a sus hermanos, y terminó
de carrero. Las circunstancias lo llevaron al carro, era analfabeto y radical, no
era peronista, y como no tenía el carnet, eso era el año 50, se tuvo que
comprar un carrito para poder trabajar. Mi mamá era Emiliana Arellano
(1913-2003), ella era de una familia acomodada en decadencia, sus padres habían
perdido todo en el juego, y esa gente que no tenía nada se iba a vivir a las
tierras blancas. Así se encontró con mi papá: Ignacio Romero (1920-2005)”.
En el relato
aparece su primera pista para la memoria: “El primer recuerdo que tengo es de
cuando tenía dos años. En 1944 vino una creciente. Los soldados nos llevaron a
una cancha de fútbol, donde ahora es el barrio 25 de Mayo, y nos dieron comida.
El regimiento 3 de Caballería se fue en el 45” .
Pregunto por la
escuela: “Empecé la escuela en el 50, me venía de allá todos los días a la segunda
escuela Marcos Sastre, cuando estaba en la calle Carmen Gadea. La primera
estuvo en Correa y Quintana. Tuve la suerte de hacer la primaria ahí, a medida
que pasaba los grados se agregaban grados, cuando entré había hasta tercero. Mi
papá intentó aprender a leer y escribir en la primera Marcos Sastre, apenas si
lo logró. A la clase entraba todo el que quería aprender, mayores y chicos. Mi
papá y yo tuvimos una misma maestra: Luisa Garagarza, que vivió más de cien
años. Desde cuarto grado tuve que ir a trabajar, era costumbre, pero igual la
terminé. A los talleres se entraba a los doce años. Cuando fui a la escuela
conocí la luz eléctrica, quedé asombrado, y donde me llevé un susto fue en el
baño, yo no conocía, allá eran chozitas, la primera vez que entré justo uno
tiró la cadena, del susto llegué hasta el patio. Yo tuve que aprender todo
desde abajo, para mí pasar la calle ancha era ir alto, si yo venía del monte,
igual con las primeras veces que vi autos. Empecé a conocer el centro en el
carro de mi papá”.
La escuela abrió
a Deolindo un mundo nuevo, y también lo llevó a la asistencia pública: “La
primera vez que me fueron a dar una vacuna, yo me escapé con la aguja prendida
del pecho, yo no conocía nada, estaba nervioso, primero en un brazo, en otro, y
cuando tocó el pecho, me escapé. Cerraron la puerta, me agarraron, yo estaba
loco. Al segundo año superé eso yo solo. En casa pedí ir a darme la vacuna: yo
voy a ir, y cuando llegó el momento tenía todos los nervios, pero en la cabeza
sabía que me tenía que controlar. Y lo hice”.
Fueron años de
esfuerzo: “En la escuela me destaqué mucho por la lectura, y sin tener nunca un
manual, en mi casa no teníamos nada, a los doce años yo estudiaba con una mesa
de luz y un candil. Como tenía que ir a trabajar, los deberes los tenía que
hacer de noche, a la mañana la escuela, a la tarde el taller. Fui el mejor
alumno de cuarto grado. Cuando llegabas a sexto podías presentarte en otros
trabajos, como el banco o a la Casa Bisso ,
pero yo elegí el taller, me gustaba el trabajo”.
Deolindo Romero
fue a trabajar al taller de la carpintería Sperandío, fundada en 1888: “Mi
viejo llevaba con el carro los muebles que fabricaba Sperandío. Cuando tuve
edad, me metió al taller. A los diecisiete años ya era oficial lustrador, fui
muy conocido en Gualeguay por hacer este trabajo. En el taller se hacía de
todo, yo lustraba muebles, si faltaba un carpintero, te ponían ahí, aprender
bien algo llevaba muchos años. La paga era poca, fui oficial mucho antes, pero
bueno, así era el asunto”.
Rescata en su
formación como hombre dos “suertes” para su destino: “Siempre fui gran lector,
me compraba libros, y después hay que tener la fortuna en la vida de tener
buenos amigos que te van guiando, los amigos son la verdadera familia de tu
vida, los buenos amigos. Disfruté las noches de música, de bohemia, de
sincerarme con el amigo. Yo siempre fui candidato a seguir aprendiendo, hasta
hoy soy alumno, por ahí escribo algo, soy amigo de muchos poetas de Entre Ríos”.
La vida laboral
de Deolindo tiene ribetes de personaje de película de miedo, aunque asegura que
él nunca se sintió afectado: “Hice la colimba en Rosario del Tala, en
Artillería a caballo, año 1963, me tocó cuidar las elecciones donde fue elegido
Arturo Illia. Me soltaron el 22 de noviembre de 1963, el día que mataron a
Kennedy. Entro de nuevo a la casa Sperandío. Después me oferta trabajo la
funeraria Otegui. Me dijeron que yo entraba para lustrar ataúdes, que no iba a
tener que andar con los muertos. Sorpresa mía fue cuando tuve que ver con los muertos.
Yo no sabía, como el 1 y 2 de noviembre era día de ánimas, se pedía el lustre de
los cajones en los panteones del cementerio. Durante octubre casi ni pisaba el
taller, trabajaba en el cementerio. Al final, nunca me impresionó trabajar con
los muertos. No había diferencia entre un ataúd que estaba vacío o uno que no.
El cementerio lo caminé mucho, desde 1965. Cerró Otegui y abrió la casa Grasso,
que habían sido empleados de Otegui, año 1969. En Grasso hacíamos de todo,
desde hacer el cajón hasta encajonar. Después me cansé, era mucho trabajo, días
largos. Yo era muy amigo de ellos, pero trabajé hasta el 77. Me llamaron de
Sperandío, estuve 22 años, hasta que cerraron. Después hice changas por mi
cuenta: lustre, tapizado, restauración de muebles. La gente me conoce, de gurí
iba en el carro a llevar muebles, y después la bicicleta, desde que vine de la
colimba no me bajé más de ella. También caminé mucho, porque era deportista,
hice boxeo, fútbol, natación, maratón”.
En relación al
tema de la muerte y sus ceremonias, Deolindo recuerda: “En la ranchada donde yo
me crié se hacía un fuego para atender a los que venían al velorio, un asado.
Se estilaba en las casas: bebida fuerte para los hombres, anís para las mujeres.
Allá se ahogaban muchos chicos: el río, los arroyos. Los acompañamientos de las
criaturas se hacían a mano: los pibes nos turnábamos hasta el cementerio,
llegábamos hechos pedazos. Se pasaba por la iglesia donde había un personaje
que se llamaba Catón, y que acompañaba a todos los muertos de Gualeguay. Él
estaba siempre ahí, preguntaba: ¿Quién es el finadito?, y marchaba para el
cementerio. Era costumbre. Catón vivía en la calle, lo hizo hasta que le llegó
el momento de morir”.
En cada charla
que se da con Deolindo en la puerta de casa, justo cuando él va camino o está
saliendo del almacén de don Enrique, siempre aparece, es inevitable, su pasión:
la historia. Pregunto por el origen de esta elección de vida: “En la escuela me
interesó mucho la historia, prestaba mucha atención, yo no tenía libro, todo lo
entendía en la escuela, donde la maestra exponía el tema. A mí no me mandaban a
cortar figuritas, ¿de dónde las iba a sacar? Saber de San Martín, Belgrano,
pensaban tan lindo, me gustó tanto que quise ser militar. A los dieciséis años
hice un intento en la escuela de suboficiales de Campo de Mayo, pero pedí la
baja. No era lo que yo había pensado, la injusticia me corrió, no me entraba en
la cabeza que me dijeran que esto era verde y yo veía que era blanco. Después
seguí leyendo historia, me interesó el revisionismo. Era deportista y además quería
tener cultura. Leí sobre los caudillos, me interesó Pancho Ramírez. Leí muchos
autores, porque si se escribe desde Buenos Aires, las cosas se cuentan al
revés. Rosas, Urquiza, tipos bravos en tiempos en que a veces no había que
dejar prisioneros y se mandaba a los degolladores. Y de leer sobre personajes de
la historia, llegué a interesarme por la Masonería , otro de mis temas de lectura
preferidos. No tengo método, me gusta conocer, soy autodidacta, como en la
música o la escritura, hago las cosas a mi manera”.
Si pienso en la Gualeguay que estoy
descubriendo, enseguida veo un hombre en bicicleta. Siempre sonriente y con
ganas de comunicarse. Deolindo Romero, el hombre de la bicicleta, aquel que fue
presidente en 1966 del hoy desaparecido club Reconquista, sale en busca, cada
día, de la historia y su gente, todo ese paisaje a la sombra que se acomoda
dentro de la historia grande que se guarda en los libros.
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