Vicente Cúneo |
Hace seis meses
que dejé acomodada en el pasado mi ciudad de Buenos Aires. La anoto como mía,
porque la hice mi compañera a través de los años en incontables mesas de café y
en sucesivos departamentos de paso. En todos estos paisajes estuvo presente mi
escritura. Hoy, a seis meses de respirar los tiempos en la órbita de otra
ciudad, la amigable Gualeguay, sé que Buenos Aires sigue siendo mía porque la
escribo, la habito desde la tinta y la memoria. Ella se vino conmigo, pero no
para florecer en charcos nostalgiosos que posibiliten un lagrimón, sino para
acompañar el relato de las historias de este nuevo paisaje amanecido.
Es cierto que en
Gualeguay me falta el murmullo que habita en cafés como el Cao o el Margot,
donde tan placentero es escribir sobre la mesa elegida. Pero también es cierto
que Gualeguay ofrece una atractiva poética desde la ventana maravillosa del
recuerdo. Por momentos esta ciudad me parece un gran fantasma, uno de los
buenos, que de día se guarda entre los árboles del parque Quintana -necesita
siempre estar cercano al río-, y de tardecita, sale a hacerse lugar en las
palabras de los hombres memoriosos. No sale el fantasma todo, sólo el indicado,
porque el mayor está compuesto por un puñado de fantasmas, cada uno de ellos se
ocupa de un área determinada de la memoria. El interior de un fantasma es, en
esencia, muy parecido al de un hombre: un puñado de almas simples construyendo
el alma guía, porque una multitud de hombres hay en cada hombre.
La memoria
cercana a los cafés, a los libros, a los escritores, a los objetos propios de un
museo, a los hechos anecdóticos que guardan las vidas de los hombres
memoriosos, desde estos sabores es que mi escritura se encuentra conmigo, y
después con quien guste tomarse un momento con la palabra. Imaginen entonces el
principio de esta película: gran plano general de apertura mostrando el
universo gualeyo, una tentación para quien pregunta y anota. En momentos así
gana mi interior el alma de escritor que atento sale en busca -lapicera, papel
y grabador en mano- del fantasma que sepa contar las historias que más me
gustan. En estas situaciones que tienen que ver con el mundo de lo fantástico,
es necesaria la aparición de una figura: el médium, el nexo entre el ayer y el
hoy. El buen destino me ha llevado a encontrarme con algunos de ellos, por eso
puedo sumar historias y pensamientos en las páginas de El Debate Pregón. Gente
aplicada en reconocerse viva mientras son muy concientes de que son fruto del pasado,
de la memoria, mezclada, condimentada, con los vientos cambiantes del presente.
Gente atenta en la identificación precisa de esta vida: una dama que no
pertenece sólo al rumor de nuestros días. Por eso cuentan, recuerdan, por eso
el buen fantasma de la ciudad se expresa a través de ellos.
Gualeguay es más
íntima que Buenos Aires, mucho más quieta, lenta y humana. Cuando camino sus
cuadras cortas, de manera inevitable pienso en los hombres destacados que dio a
la cultura. Entonces camino por donde caminó Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi,
Emma Barrandéguy, por estas calles anduvo Cachete González o Derlis Maddonni, y
me descubro emocionado, como si lo imposible pudiera darse, y entonces,
mientras voy hacia la plaza San Martín con Julia, mi hija, yo pudiera, en
cualquier instante, preguntar: ¿Cómo anda, Juan José Manauta?, ya que no me
animaría a llamarlo “Chacho”. Aclaro que no estoy haciendo literatura,
simplemente me ocurre: me digo que estuvieron donde yo estoy, y así es como la
travesía torna en maravilla emotiva. Me he sentido en un tránsito especial las
veces en que iba camino a la casa de Aron Jajan, un médium excepcional. Las de
Aron son clases de historia, de vida, de valores. Si a un gran testigo de los
días, le sumamos la observación crítica y el pensamiento, el resultado es
precisamente este gualeyo notable. Porque no hace falta haber sido artista
reconocido para honrar la posibilidad de contribuir a la memoria, Aron no lo
es, y tampoco Deolindo Romero, mi vecino, que siempre está buscando entre las
páginas de la historia no oficial, porque lo hace feliz saber, aprender más. Es
un gran conocedor de la ciudad, de su historia, de su gente. También trata de
contarla. En su bicicleta lleva y trae historias, y sospecho que la mejor de
todas, es la de su propia vida.
En mis notas publicadas
en estos meses han pasado varios gualeyos (nativos o por opción) que
contribuyen a la historia de la cultura en esta ciudad. El quehacer cotidiano
de Vicente Cúneo, Marta Argot, Gustavo Gálligo, Leticia Manauta, Marisa
González, Daniel Figueroa, Iris Wulfshon, Alfredo Presentado, Lisandro
Ziperovich, Daniel González Rebolledo, más lo hecho por los notables que ya se
fueron para el barrio del después, y más los que aún faltan invitar a la
charla, todos ellos hacen, construyen, la memoria de esta ciudad.
Como compensación a la falta de murmullo de café en
Gualeguay, el fantasma indicado para esta zona de la memoria, me regaló el
recuerdo de la Confitería El
águila, donde Cachete González, en el baño, sobre uno de los mingitorios,
dibujó al mozo/boxeador: el Chueco Pino; después me contó del famoso café Murugarren;
y entornó apenas la puerta del café Irún, para que sepa que de él todavía me
falta una memoria. El fantasma se encargó de señalarme que en él, el artista plástico
Derlis Maddonni, realizó dos murales en 1967.
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