En los libros pueden
amanecer diferentes magias. Es imposible saber cuántas “sucedieron” desde que
abrí “Los teros de la gracia” del poeta Juan Manuel Alfaro (nacido en Nogoyá en
1955, y habitante de Paraná desde 1976). Alfaro tiene la maestría de unir
memorias desde la palabra más simple: las une acariciando los recuerdos y los afectos.
El poeta traspasó el mayor desafío con que se encuentra todo escritor:
transitar la palabra dentro de un registro sencillo, pleno de sustancia, y lejos
de cualquier adorno efectista. Al mismo tiempo que funda la notable música, es
capaz de fundar, casi diría que como al pasar, y otra vez desde la simpleza,
pensamientos, sensaciones (delicadas y filosas) aplicadas a su oficio, a su
arte de vida: la escritura. Poema y ensayo en la misma tinta. Sus poemas
ofrecen distintas riquezas; hay para todos los gustos: un obsequio para todos
aquellos que quieran saber de la memoria, y de la vida toda en esta tierra
humana.
Avisa el poeta en “El
zorzal”, el primer poema: “En la poesía, como en el amanecer, hay un punto de
inflexión: / el momento en que el zorzal comienza a cantar. // Como si la
música pudiese entrar en el cristal / y en ese instante se cuajara, / ¡diamante
del sonido! (…)”.
Mi casa está en zona
de chacras, y alrededor de ella se convocan, me gusta pensar que para alegrar
los días de infancia de mi hija Julia, cantidad de seres, muchos de ellos:
maravillas aladas, criaturas en estado de pureza. Entre ellas, marca el paisaje
sonoro, aéreo y terreno, las tres dimensiones del alma, la presencia del tero.
En “Los teros” Alfaro anota: “(…) Y quién podrá negar, ¡como que hay Dios!, que
los teros son de buenos augurios, viéndola ahí tratando de hacer pie en un
mundo al que le sale cielo por todos lados… // ¡Y qué importa el resto de la
historia! // Qué mejor que esa imagen de mi madre frotándose las manos como si
perfumase música, bajo los altos teros de la gracia”. No sabía que los teros
eran de buen augurio, y es algo que no voy a olvidar, una verdad salida de un
poema. Una de las primeras magias aparecidas en el libro.
Otra magia la encontré
en “La Solapa”: “(…) Las cortinas levemente anochecen la casa: / huele a ‘flit’
la penumbra, y a jazmines. (…)”. El viaje en el tiempo es perfectamente
posible. Los estímulos, las máquinas del tiempo, lo sabemos, pueden nacer desde
distintas regiones, y una es la escritura. Maravilla cuando el recuerdo del
pibe Alfaro en Nogoyá me lleva a las siestas de mi infancia, allá lejos en
Martín Coronado, provincia de Buenos Aires.
Este mismo
desplazamiento temporal, es más, podría decir que el desplazamiento
experimentado con el poema “El crespín” fue mucho más profundo, diría que fue
un corrimiento espacio/temporal. Porque volví a La Caramba, la casa en las
sierras de los Comechingones, en Merlo, San Luis, la casa de mi amigo y
maestro, el escritor Gabriel Montergous y de Mónica, su compañera. En las visitas
a esa casa escuché por primera vez el canto del crespín. Lo guardé en la
memoria, un interrogante se fundó en mí: el especialísimo canto de este pájaro,
que de manera notable Alfaro refugia en su poema. Leyendo volví a mis días en
La Caramba: “¿Y esa congoja sucesiva? / ¿Es la conciencia o el temblor frente
al abismo? / ¿Algo que suspendido estuviese a punto de romperse? / ¿Entre qué
hojas compasivas, el imposible desahogo? // En el crepúsculo que dura
disolviéndose, / en el aliento último y rosado, / la nota de esa angustia: /
solo, intermitente sollozo de la fronda. // ¿Dónde moras? // ¿Qué inclinación
del aire, / qué declive de cielo ya perdido / te sostiene invisible, / vaguedad
de la pluma, / entre las sombras jóvenes, / sonido hiriéndose a sí mismo, /
agudamente solo, / filo sin término? // Duele sobre el monte / la vana lumbre,
/ la invariable nota, / sola, / frente al temblor de lo irrecuperable. // ¿De
qué remordimientos no terminas de desprenderte / posado ahí, en el límite
imposible, / retirado de todo, / con la inocencia, acaso, todavía, de la
belleza / en las distancias puras / y los vuelos que fueron sin riesgo por las
alas? // Pájaro aún (o apenas pájaro) / entre el ruego y la ofrenda, / como los
otros fuegos, también: / las sombras encendidas de los cielos perdidos”.
Otra magia de Alfaro,
sus imágenes deslumbrantes, y entre ellas la reflexión, en “Sujeto y predicado”
alumbra: “(…) con las cometas que el Flaco Marengo construía ¡y remontaba de
noche! // Se las había ingeniado para que portaran un farolito de su propia
invención, / tan liviano como la llama en la que ardía, / de tal modo que la
cometa –además de su alma levitante- / tenía a la distancia, una emoción de
faro. // (El pueblo era remoto del mar, pero el viento azotaba a los náufragos
contra los eucaliptos). // Ignoro de qué enredos de estrellas descendimos, / cuándo
separamos el fuego y lo repartimos entre todos; / pero sé que en las cenizas de
las luces solas se puede leer la soledad del mundo, / y que al fin nos vamos a
encontrar en lo más bello: / somos la esencia de lo que hemos elegido. // El
predicado dice el alma del sujeto. // El Flaco Marengo remontaba de noche los
cometas”. Cómo olvidar, así viviera 500 años, qué es el predicado de un sujeto,
qué maneras tiene el poeta de marcar la oración de la vida.
Magia de tiempos
entrecruzados en “Gorriones”, poema y ensayo: “(…) De ahí que sigan proclamando
su gozo las lechugas / y se advierta en el plato el placer de recibirlas / como
si recién llegaran de la Creación, / todavía húmedas / y con el reflejo de un
espantapájaros en el ojo de un gorrión, / reflejado, a su vez, en los ojos de
mi madre / que sonríe en la fotografía sobre mi escritorio, / con esa mantita
marrón sobre los hombros, / compadeciéndome del frío de las pinzas y tijeras /
con la que los adláteres de las ligas poéticas mayores / e ilustres adyacencias
/ procederán / en la disección interminable de mi infancia textual / y ¡para
colmo! Con gorriones”.
Alfaro utiliza para
decir el verso libre, y junto a él puede acomodar la prosa poética, en “Lechuzas”
afila la mirada: “(…) En algunas sobremesas familiares, la niñez experimentó en
la piel la sombra de los pájaros despreciados, pero se estaba iluminando para
llevar la edad a todo su horizonte, a su pampa infinita. Si se hubiese
apartado, si hubiese ocultado el corazón, como un diamante, en el centro de la
tierra, no estarían en las facetas de esos rostros, los vértices fugaces de la
alegría, las convergencias eufóricas, los trapos del fracaso, esas como paladas
de tierra del misterio que caían de las voces, los seres que pugnaban por salir
de los ojos y los gestos de esos hombres que, acaso, a través de los naipes,
vivían en las encrucijadas del azar sus valentías y sus miserias, su orgullo y
sus resignaciones; lo más irrevelable de sus deseos. Muestras insignificantes,
quizá, pero muestras al fin de las sombras en la sangre, del viento de la noche
en los latidos, del silencio con que enfrentaban las estrellas y lo poco o lo
mucho que conversarían con la muerte. (…)”.
La poesía de Juan
Manuel Alfaro es memoria pura que anota tratando de explicarse momentos,
sensaciones; el poema, ante todo, es una necesidad, y él, el poeta, el primer
necesitado, en “Perdices”: “(…) Desmedidas imágenes remotas / que, a veces,
parecen tan recientes: / el olor barroso del chiquero, / el degüello sigiloso,
/ las manos bárbaras, / un cajón con sal gruesa, / la manivela lustrosa de la
maquinita de picar y de embutir, / la grasa disolviendo su blancura hasta
cernir esas pepitas de oro de los chicharrones / y la vocecita menuda del
abuelo recitando la interminable ‘Leyenda del mojón’, / y cada uno con el
orgullo de su especialidad, rudimentaria y cierta, como era todo entonces, /
cuando a mi hermano y a mí nos recomendaron que no abriéramos las cimbras, /
porque habría carneada y sería una ‘picardía’ (en lenguaje de entonces, ‘una
lástima’) / caer con un manojo de perdices cuando había tanta comida, tanto
sabor haciéndose y dorándose… (…)”.
En “Monóloro” el poeta
me sorprende iniciando el poema con un movimiento ínfimo: “Crujen los loros en
las palmeras. Como si estuviesen dándose cuerda unos a otros. (…)”. Y luego, decididamente
perturbó, de manera fantástica, mi lectura, mi día, mi vida, mientras leía “De
pájaros volados”: “Cuando a mi madre se le volaban los pájaros / parecía
imposible que la tierra pudiera volver a tener connotaciones azules; (…)”. Este
poema es una maravilla de la creación. En él la imagen de la madre del poeta,
regresando de la memoria, mezclándose en la humedad de mis lágrimas.
Este poema, el libro
todo de Juan Manuel Alfaro, goza en la libertad apasionada de la memoria, deja
en claro el valor que dicha memoria posee para la vida atenta a los estímulos.
No hay presente, sin pasado. No habrá futuro sin pasado. Eso me dice desde la
emoción y el pensamiento, la escritura de este poeta. Escribo, hago mi camino
desde hace una pequeña eternidad, ya se verá si llego a ser escritor, la
categoría de poeta es para notables. Mi camino de contador de historias hoy se
vio reforzado. Tuve la suerte de leer “Los teros de la gracia”. Lo agradecen
mis almas, mis patrias internas. Lo agradece la emoción de mi llanto, el
intento de mi escritura.
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