La Alicia de la que hablo es otra Alicia. No es aquella que se
aventurara en el país donde vivía el sombrerero loco. Es otra, aunque esta
Alicia se parece a la otra en la capacidad de crear un país: el propio: la casa
primera a través del universo de la mirada.
El país de Alicia tiene la siguiente apariencia: “’Retrato de artistas:
en el camino de Tola’ es el título que
la fotógrafa Alicia Schemper eligió para el presente libro, que reúne los
retratos de casi un centenar de figuras del escenario de las artes visuales de
nuestro país; en homenaje a un guía fundamental en su carrera: el destacado
fotógrafo ruso nacionalizado argentino Anatole Saderman, ‘Tola’ para sus
íntimos”. Luego de estas líneas del prólogo, elijo citar otras del texto siguiente:
“Las fotos de Alicia” por Osvaldo Bayer. En referencia a los habitantes de las
fotografías de Alicia dice: “(…) Están también los que se despidieron. Pero
Alicia nos entrega a todos plenos de vida. Libres, para conversar con ellos. Un
libro para abrir todos los días y buscar el rostro amigo para conversar con él
y que nos muestre sus obras. Conversar con los rostros acerca del Arte, por
supuesto, pero también acerca del Arte de vivir. (…)”.
En la misma sintonía, en el texto “En los caminos de Tola” de Raúl
Santana, se consigna: “(…) En cada una de las tomas de este magnífico
imaginario, Alicia pone al espectador frente a fotografías que por obra del
papel, la elección del encuadre y el revelado, han fijado fuera del tiempo, la
vida que huye. Así les confiere un sentido –en su doble acepción de dirección y
sentimiento- que no tendrían en el mundo sensible en el que sin embargo se
inscriben como nuevos seres que habitan un espacio imponderable. Universo en el
que vivos y muertos conviven como rastros de la luz que se han fijado en el
papel y que ahora dialogan, como esas cartas que uno puede releer cientos de
veces para descubrir sin cesar otras cosas. El juego que captura la cámara de
Alicia es la materialización de espacios que, según adonde se dirija la mirada
del retratado, abren o cierran la escena. Si muchas veces el protagonista mira
a la fotógrafa, otras convocando más lejanía pareciera buscar lo que está a sus
espaldas; a estas sutilezas intangibles hay que sumarle otro elemento de fuerte
gravitación: aquella reflexión de Richard Avedon cuando afirma que como dato
esencial del género ‘(…) un retrato fotográfico es la imagen de alguien que
sabe que está siendo retratado y esta certeza es tan importante para la
fotografía como su vestido o apariencia’. (…)”.
En el país de Alicia Schemper, de momento izado en el territorio de este
libro, hay en el texto citado de Santana una máquina espacio/temporal para este
cronista: “Hija de Mauricio Schemper –conocido coleccionista de arte argentino
que posteriormente se instaló como marchand en galería Miró- desde muy niña
Alicia transitó una experiencia singular: conocer a los artistas que
frecuentaban a su padre, a quien por otra parte –casi como una ceremonia-
acompañaba a recorrer las galerías que por entonces comenzaban a proliferar.
Debemos tener en cuenta que esto sucedía en la década del 60, momentos en que
las artes visuales empezaban a producir grandes rupturas incorporando nuevos
caminos que aggiornaban al arte argentino. Cuenta Alicia que en aquellas
visitas a las muestras la gente se sorprendía porque siendo tan chica podía
distinguir a un artista de otro. Sin duda esta familiaridad con obras y
creadores habrá sido muy significativa para ingresar en el intrincado mundo de
las artes y sobre todo su posterior desarrollo como fotógrafa. Y digo ‘muy
significativa’ porque soy de los que creen que esas experiencias tempranas
tienen un efecto fundamental en el desarrollo del imponderable que es la
mirada, no sólo para apreciar las obras, sino también para el misterioso
vínculo que todo artista visual mantiene con la pulsión escópica. (…)”. Mi
viejo, Rolando, me llevó a ver exposiciones, paseos por las galerías, amigos
artistas, poetas, escritores, y por ahí me fui, de viaje directo al pasado. La
misma “experiencia temprana” que, digo, me llevó a tomar mis fotografías
escritas.
En la previa a las fotografías se suma un texto de Anatole Saderman:
“(…) Su propósito es dejar constancias fotográficas de una situación, de un
paisaje, de una persona. Y esto último, casi como el objetivo principal de sus
búsquedas. En efecto, prácticamente no hay fotos de Alicia sin uno o varios
seres humanos como protagonistas. Coincide con Cartier Bresson en creer en la
foto ‘robada’, es decir tomada de improviso, y no como otro gran maestro de la
fotografía contemporánea, Richard Avedon, que exige el concurso del personaje
fotografiado. En su opinión, esta manera de registrar un rostro, una figura,
resulta más fresca, más objetiva, más realista. La riqueza, la variedad, la
calidad de esta exposición demuestran que todo método es válido si está apoyado
en un auténtico talento. (…)”.
Acepté la suma de invitaciones que hay en el libro de Alicia. Supe que
debía escuchar al hombre que habita una de las fotografías, la de la página 46.
Percibí la sintonía de foto robada. En ella aparece mi biografiado, Roberto
“Cachete” González, mi fantasma amigo desde que lo descubriera en su
maravilloso trabajo para el Martín Fierro. Cachete en blanco y negro. Mira a la
cámara, mira a Alicia, mira a la persona que funda el click, el sonido de la
muerte de Roland Barthes, y me digo, a la vez, el sonido de la vida eterna.
Siempre ahí, Cachete sentado en un sillón. Alicia lo encuadró desde unos
centímetros más abajo del vaso de whisky que va camino a la ceremonia del
trago. Estoy seguro, antes del click, Cachete adelantó el vaso con su mano
derecha de entrarle a la maravilla del arte, y ofreció, galante, sí, siempre enamoradizo
Cachete, ofreció, adelantó el vaso en dirección a Alicia, como si acariciara el
ala de un sombrero.
Alicia recortó la pared unos centímetros por encima de una especia de
rulo que rompe con el paisaje tranquilo del pelo del fotografiado. Un rulo de
tinta recortado contra el cielo. Un fragmento de un mueble de madera cierra,
detrás del sillón, el costado derecho de la toma. Casi desde el límite
izquierdo, en línea con el vaso, brota como rama de árbol la mano del artista. Desde
la oscuridad de la ropa aparecen unos momentos de la muñeca y la mano: sus dedos
gruesos en un apenas de fuera de foco, un temblor en la imagen fruto del
movimiento: el viaje hacia el trago.
La mirada de Cachete es la que exhibe el poeta que se ha asomado a los
abismos y las felicidades de la vida. Una mirada de hombre en tránsito, hombre
de memoria atenta a todo aquello que le dio y que hasta ese momento le da la
vida. Entre las almas de Cachete, está la que se ocupa de la tristeza. Como
también lo afirma su obra. Y a la vez esa tristeza aparece matizada por
tonalidades, pinceladas finas, de efímera felicidad. Una lucha, me dice Cachete:
Pegar pedacitos de felicidad cuando hay tanta historia oscura. Porque fue duro,
allá en mi principio. Porque fui pibe de Hogar Escuela, y fui lechero, y
vendedor de golosinas en la puerta del cine. Porque yo estaba y mi papá, no.
Fui de mirar para adelante, sabiendo que siempre hay un detrás de escena, un
detrás de careta o de mirada, esta que me atrapa la piba Alicia. Y hay días en
que tantas ganas tuve y tengo de llorar, y entonces brilla algún color, una
luz, una esperanza, y sí, después o durante la tormenta, pinto. Si es de noche,
mejor. Pinto y brindo, sí, señor, me gusta el brindis, el trago de vino,
después el trago de whisky, porque en cada trago corto fundo mi pensamiento,
mis viajes en el tiempo, me veo, me vuelvo a ver cuando era triste, cuando era
feliz, cuando nada más intentaba la vida. No me importa que murmure la gilada
sobre el trago de Cachete, porque simplemente es mi verdad, es parte de mi
poesía, de mi arte, de mi oficio: preguntarme, verme desprotegido, verme cuando
me como los leones. Es filosofía pura encontrarme en el mundo que encierra este
vaso. A la salud de Alicia, y de mis historias tristes y felices. ¡Salud!, para
que reviente este mundo injusto, porque esa es otra de las miradas que podés
encontrar en mis cuadros. Y mis arrugas, estas, las de la frente, toda mi cara,
en ella dibujé el mapa de mi vida, los días que me trajeron hasta este
maravilloso trago frente a esta piba que me saca la foto.
Pinto una y otra vez mi historia, en Gualeguay y en Buenos Aires, visito
a mis amigos, los que llevo en la mirada, charlo con ellos en el color y la
bebida. Amigos queridos me dejaron, amigos que tengo y amigos que dejaré. Una
larga historia de la amistad puede ser la vida. Siempre me ayudaron para que yo
no perdiera la sonrisa. Tanto agradezco. ¡Salud!, Alicia, por este momento de
muerte y vida eterna. La mano, el vaso, el elixir, temblaron dentro de la
fotografía: rumbeaba la obra de arte hacia el trago.
Alicia Schemper me cuenta que la foto de Cachete la tomó en la galería
Van Riel cuando estaba sobre calle Florida, en el centro de la ciudad de Buenos
Aires. Alicia dice que nunca mantuvo una conversación con Cachete. Le tomó la
foto para una nota sobre el artista que iba a aparecer en la revista Foco, allá
por 1977/78.
La idea del libro empezó a gestarse en 1993, año que también habla de
lejanía. Sin embargo, ahí está Cachete, y tantos otros artistas, en la
eternidad de vida alumbrado por el click de Alicia. Cachete habla, la palabra
en sus ojos.
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