domingo, 18 de octubre de 2015

Los títeres de Cachete González

En cada encuentro con el poeta y editor Ricardo Maldonado, mientras hablamos de libros, de artistas, una y otra vez aparece en escena el buen fantasma de Roberto “Cachete” González. Esta vez Maldonado recordó el día en que le llevó a Cachete, a Buenos Aires, un ejemplar del que en ese momento era su último libro: “Canción o barbarie” (1988), que lleva en su interior un dibujo de Cachete. Rememoraba Maldonado y en un pase mágico del azar dijo: “Y vi esos títeres cabezones que hacía Cachete”. Asombro en el cronista: ¿Títeres?, ¿Cachete hacía títeres?
Trasladé la pregunta a Marisa González, la hija de Cachete. Hablamos una tarde de sábado en mi casa, en nuestra Gualeguay: “Te cuento recuerdos de infancia. Ellos siempre hicieron títeres, y participaba toda la familia. Preparábamos el papel maché: todos cortábamos papelitos, mucho papel. Mi papá y mi mamá hacían títeres, y nosotros también. Tenían una amiga titiritera que se llamaba Marta Campana. Ella me llevó un día a su casa, y me quedé a dormir ahí. Marta tenía como un pequeño escenario, y armó una obra para mí. Estuvo fantástico, yo tendría 5 o 6 años. Nosotros en casa hacíamos títeres, y me acuerdo que papá nos enseñaba. Agarraba un mate de calabaza, y sobre eso montaba la estructura del títere. Hizo un montón, me los acuerdo visualmente. No sé dónde habrán ido a parar. Los títeres eran parte de los juguetes. Mi casa era un taller, los hacíamos, jugábamos. Mi papá los pintaba”.
Pregunto a Marisa cómo se originaba la actividad: “Los dos, mi mamá y mi papá la proponían. Mi mamá también tuvo un don artístico. Desde los retratos que pintaba, ella captaba muy bien la expresión, y hacía esculturas, hizo muchas de un hermano fallecido que adoraba. Ellos hacían títeres, artísticos, no eran perfectos, no era que hacían la cara de Blancanieves, no recuerdo un títere que fuera un personaje de Disney. Los ojos eran botones, los pelos pedacitos de lana. Participábamos todos. Bueno, a nosotros, los hijos, siempre nos hacían participar en todo, hasta hemos pintado en los cuadros de papá. Mamá también pintó en cuadros de papá. Debe haber cuadros que alguna cara de Troilo la debe haber hecho mi vieja, o algún gato. Ellos se ponían de acuerdo, los dos eran hacedores de arte”.
Cachete González por Alicia Schemper. Galería Van Riel (1977/78)
Una familia con títeres: “Los títeres eran juguetes, pero eran, ante todo, la historia en el teatrito. Se hacía todo, desde cortar el papel, pasando por el vestidito, la historia, y la representación. Los títeres tenían nombres. A todos los animales que tuvimos, mi papá le ponía nombres de personajes de Gualeguay. Y a los títeres también. El sapo que había en un jardín de un departamento en la calle República de la India, en planta baja, se llamaba Roque Salatino, que supo tener un auto que usaba de taxi, que era tipo sapo, muy viejo, no me acuerdo la marca. Recuerdo otro nombre: Quitito Pardini, así se llamó un conejo”.
A medida que pido más detalles, Marisa se va encontrando con los recuerdos. La memoria se descorcha: “Tengo imágenes de las caras. Yo era muy chica. Somos cuatro hermanos, y tengo un hermano mayor. Federico, el más chico, no vivió esa etapa. Vivíamos en una casa que estaba en Vera y Frías. Esa fue la época de los títeres, hasta 1966/67. Los títeres se relacionan con esa casa. Era inmensa y todo era taller. Es más, Enrique Aguirrezabala, un amigo de papá, usaba para pintar la habitación de arriba. Era de esas casas chorizo, pero con escaleras de mármol que te llevaban al primer piso. Cinco habitaciones abajo. Todas las habitaciones eran taller, claro que alguna era dormitorio. Nosotros nacimos en Gualeguay, fuimos a Paraná, estuvimos un poco en Vicente López en la casa de mi abuela, también viví en un hotel en la calle Florida, y esa fue la primera casa que tuvimos. Estuve desde los 5 a los 7/8 años”.
Sobre las obras: “Las historias no las recuerdo. Las armaban en el momento, como todas las cosas que pasaban con mis viejos. Surgían espontáneas, pero después quedaba el personaje instalado, siempre pasó así. Los rasgos de ciertos títeres más el nombre, su personalidad formaba parte de las historias, que eran las que cambiaban, nunca el personaje, que ya estaba establecido”.
Cachete fue amigo de Javier Villafañe, notable titiritero, ¿esta amistad lo habrá llevado a incursionar en este territorio?, ¿un arte más que le abría un nuevo mundo para jugar y crear? Dice Marisa: “Los títeres desaparecieron porque también nosotros crecimos, estuvieron hasta ahí, mientras más o menos estuvimos en sintonía con las edades”.
Más sobre la presencia de los títeres: “Uno de los primeros regalos que me hizo una amiga de mi papá, los había traído de Inglaterra, fueron unos muñecos que se llamaban patas largas. Eran novedosos, estaban hechos de algo parecido al trapo. En ese sentido, yo jugaba a poner los muñecos a dormir, y los títeres también iban a dormir, estaban en igualdad de condiciones”.
El recuerdo de los títeres llevó a Marisa a otras historias: “Mi papá juntaba peñachos de palmera, tienen una forma parecida al trapecio. Los pintaba, agregaba elementos, telas, botones, lo que se te ocurra. Esos también eran personajes, no para jugar, porque no eran fáciles de maniobrar, pero estaban colgados en toda la casa. Muchos años después empezó a usarse en las pizzerías unas cajas redondas con unas tapas lindísimas: en el centro lisas, y en el borde labradas, bueno, no te das una idea de la cantidad de tapas que pintó mi papá. Y también dibujó en individuales de papel que venían con una guarda, blancos en el centro; él los veía, se ponía a dibujar, y los regalaba en el bar. Pintaba todos los objetos que te ocurra. Yo tendría unos 8 años, vinimos a Gualeguay, en el tren de Carbó. Nos había comprado a todos una zapatillitas blancas, tipo alpargatas. Todos vinimos con las zapatillas pintadas por él. Por supuesto, cada zapatilla tenía un diseño propio. Para nosotros era medio difícil, imaginate, tenía ese borde, por un lado eran hermosas, pero por otro había que soportar que éramos raros, y entre pibes siempre aparecía un comentario. A veces me daba vergüenza, no era que decía qué hippie, qué genial mi papá. Todas mis amigas festejaban navidad, y en mi casa, el arbolito era un trípode de madera, todo decorado con cosas. Pero mirá las vueltas de la vida, hace un tiempo me encontré con compañeras de la primaria y me decían que les encantaba mi árbol y mi familia, que era descontracturada. Yo cuando era chica no lo vivía así”.
Marisa me trajo de Buenos Aires un ejemplar del libro “Retrato de artistas” de la fotógrafa Alicia Schemper. Dentro del libro me encontré con la mirada, el click, sobre Cachete, y desde Cachete la mirada hacia quien se asome a la intimidad de la toma. Cachete mira como lo hace Velázquez desde Las Meninas.
Me cuenta Marisa: “Me pasó de ver las fotos de este libro y empezar a unir nombre con cara, porque hay un montón de pintores que los conozco de mi infancia, que venían a mi casa, mi papá era muy sociable. Mi casa estaba llena de gente todo el tiempo. Reuniones de mesas largas, era increíble. Me parece que haber escuchado desde chico ciertos discursos te da un plus. Ver que en una mesa se paraba alguien y decía un poema. Algo en la cabeza te produce. Saber que hay un discurso distinto al común”.
Recuerda Marisa que en la casa de los títeres había ciertas reglas, como: “En esta época me acuerdo, estaba en auge ‘la felicidad, jajaja’, teníamos prohibido escuchar a Palito Ortega. Papá había comprado un tocadiscos Winco, y también unos discos con música para niños en francés. Él quería otra cosa para nosotros”.
Son varias las charlas que mantuve con Marisa desde que trabajo en el rescate de la vida y la obra de Roberto “Cachete” González para estas notas en El Debate Pregón; notas que espero, mañana, terminen guardándose con forma de libro. Marisa nunca había hablado de los títeres que hacían Cachete y Lydia. Hice el comentario. Me dice: “Son recuerdos que están, pero uno los va callando, por cotidianos, por simples”. Los títeres pintados por Cachete eran parte del juego de relación que se establecía en la familia. Agradezco la punta del ovillo que me regaló el poeta Ricardo Maldonado.
Me cuenta el amigo Gustavo Gandini, memorioso ciudadano de Gualeguay: “Estaba recordando que el Dr. Roberto Beracochea, cuando fue mi profesor, relataba que estaba Cachete en Europa, y ya se le había terminado el dinero de la beca. Le quedaba aún una semana para su vuelta, y no quería perderse la visita a los museos. Decidió entonces comprar tabletas de chocolate para alimentarse hasta el viaje”.

Cachete González, muchos hombres en el hombre: el artista notable, el hombre que fue con su pintura de Gualeguay a Europa, el que mejor ilustró el Martín Fierro, el que pintaba zapatillas, el que hacía que un trípode de madera fuera árbol de navidad, el hombre que llevaba el recuerdo de otros hombres de su tierra para nombrarlos en animales y títeres. Cachete, el hombre que comía chocolate en el Louvre.

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