En cada encuentro con el poeta y editor Ricardo Maldonado, mientras
hablamos de libros, de artistas, una y otra vez aparece en escena el buen
fantasma de Roberto “Cachete” González. Esta vez Maldonado recordó el día en
que le llevó a Cachete, a Buenos Aires, un ejemplar del que en ese momento era
su último libro: “Canción o barbarie” (1988), que lleva en su interior un
dibujo de Cachete. Rememoraba Maldonado y en un pase mágico del azar dijo: “Y vi
esos títeres cabezones que hacía Cachete”. Asombro en el cronista: ¿Títeres?,
¿Cachete hacía títeres?
Trasladé la pregunta a Marisa González, la hija de Cachete. Hablamos una
tarde de sábado en mi casa, en nuestra Gualeguay: “Te cuento recuerdos de
infancia. Ellos siempre hicieron títeres, y participaba toda la familia. Preparábamos
el papel maché: todos cortábamos papelitos, mucho papel. Mi papá y mi mamá hacían
títeres, y nosotros también. Tenían una amiga titiritera que se llamaba Marta
Campana. Ella me llevó un día a su casa, y me quedé a dormir ahí. Marta tenía
como un pequeño escenario, y armó una obra para mí. Estuvo fantástico, yo
tendría 5 o 6 años. Nosotros en casa hacíamos títeres, y me acuerdo que papá
nos enseñaba. Agarraba un mate de calabaza, y sobre eso montaba la estructura
del títere. Hizo un montón, me los acuerdo visualmente. No sé dónde habrán ido
a parar. Los títeres eran parte de los juguetes. Mi casa era un taller, los
hacíamos, jugábamos. Mi papá los pintaba”.
Pregunto a Marisa cómo se originaba la actividad: “Los dos, mi mamá y mi
papá la proponían. Mi mamá también tuvo un don artístico. Desde los retratos
que pintaba, ella captaba muy bien la expresión, y hacía esculturas, hizo
muchas de un hermano fallecido que adoraba. Ellos hacían títeres, artísticos,
no eran perfectos, no era que hacían la cara de Blancanieves, no recuerdo un
títere que fuera un personaje de Disney. Los ojos eran botones, los pelos
pedacitos de lana. Participábamos todos. Bueno, a nosotros, los hijos, siempre
nos hacían participar en todo, hasta hemos pintado en los cuadros de papá. Mamá
también pintó en cuadros de papá. Debe haber cuadros que alguna cara de Troilo
la debe haber hecho mi vieja, o algún gato. Ellos se ponían de acuerdo, los dos
eran hacedores de arte”.
Cachete González por Alicia Schemper. Galería Van Riel (1977/78) |
Una familia con títeres: “Los títeres eran juguetes, pero eran, ante
todo, la historia en el teatrito. Se hacía todo, desde cortar el papel, pasando
por el vestidito, la historia, y la representación. Los títeres tenían nombres.
A todos los animales que tuvimos, mi papá le ponía nombres de personajes de
Gualeguay. Y a los títeres también. El sapo que había en un jardín de un
departamento en la calle República de la India, en planta baja, se llamaba
Roque Salatino, que supo tener un auto que usaba de taxi, que era tipo sapo,
muy viejo, no me acuerdo la marca. Recuerdo otro nombre: Quitito Pardini, así
se llamó un conejo”.
A medida que pido más detalles, Marisa se va encontrando con los
recuerdos. La memoria se descorcha: “Tengo imágenes de las caras. Yo era muy
chica. Somos cuatro hermanos, y tengo un hermano mayor. Federico, el más chico,
no vivió esa etapa. Vivíamos en una casa que estaba en Vera y Frías. Esa fue la
época de los títeres, hasta 1966/67. Los títeres se relacionan con esa casa.
Era inmensa y todo era taller. Es más, Enrique Aguirrezabala, un amigo de papá,
usaba para pintar la habitación de arriba. Era de esas casas chorizo, pero con
escaleras de mármol que te llevaban al primer piso. Cinco habitaciones abajo.
Todas las habitaciones eran taller, claro que alguna era dormitorio. Nosotros
nacimos en Gualeguay, fuimos a Paraná, estuvimos un poco en Vicente López en la
casa de mi abuela, también viví en un hotel en la calle Florida, y esa fue la
primera casa que tuvimos. Estuve desde los 5 a los 7/8 años”.
Sobre las obras: “Las historias no las recuerdo. Las armaban en el
momento, como todas las cosas que pasaban con mis viejos. Surgían espontáneas,
pero después quedaba el personaje instalado, siempre pasó así. Los rasgos de
ciertos títeres más el nombre, su personalidad formaba parte de las historias,
que eran las que cambiaban, nunca el personaje, que ya estaba establecido”.
Cachete fue amigo de Javier Villafañe, notable titiritero, ¿esta amistad
lo habrá llevado a incursionar en este territorio?, ¿un arte más que le abría un
nuevo mundo para jugar y crear? Dice Marisa: “Los títeres desaparecieron porque
también nosotros crecimos, estuvieron hasta ahí, mientras más o menos estuvimos
en sintonía con las edades”.
Más sobre la presencia de los títeres: “Uno de los primeros regalos que
me hizo una amiga de mi papá, los había traído de Inglaterra, fueron unos
muñecos que se llamaban patas largas. Eran novedosos, estaban hechos de algo
parecido al trapo. En ese sentido, yo jugaba a poner los muñecos a dormir, y los
títeres también iban a dormir, estaban en igualdad de condiciones”.
El recuerdo de los títeres llevó a Marisa a otras historias: “Mi papá juntaba
peñachos de palmera, tienen una forma parecida al trapecio. Los pintaba,
agregaba elementos, telas, botones, lo que se te ocurra. Esos también eran
personajes, no para jugar, porque no eran fáciles de maniobrar, pero estaban
colgados en toda la casa. Muchos años después empezó a usarse en las pizzerías
unas cajas redondas con unas tapas lindísimas: en el centro lisas, y en el
borde labradas, bueno, no te das una idea de la cantidad de tapas que pintó mi
papá. Y también dibujó en individuales de papel que venían con una guarda, blancos
en el centro; él los veía, se ponía a dibujar, y los regalaba en el bar.
Pintaba todos los objetos que te ocurra. Yo tendría unos 8 años, vinimos a
Gualeguay, en el tren de Carbó. Nos había comprado a todos una zapatillitas
blancas, tipo alpargatas. Todos vinimos con las zapatillas pintadas por él. Por
supuesto, cada zapatilla tenía un diseño propio. Para nosotros era medio
difícil, imaginate, tenía ese borde, por un lado eran hermosas, pero por otro
había que soportar que éramos raros, y entre pibes siempre aparecía un
comentario. A veces me daba vergüenza, no era que decía qué hippie, qué genial
mi papá. Todas mis amigas festejaban navidad, y en mi casa, el arbolito era un
trípode de madera, todo decorado con cosas. Pero mirá las vueltas de la vida, hace
un tiempo me encontré con compañeras de la primaria y me decían que les
encantaba mi árbol y mi familia, que era descontracturada. Yo cuando era chica
no lo vivía así”.
Marisa me trajo de Buenos Aires un ejemplar del libro “Retrato de
artistas” de la fotógrafa Alicia Schemper. Dentro del libro me encontré con la
mirada, el click, sobre Cachete, y desde Cachete la mirada hacia quien se asome
a la intimidad de la toma. Cachete mira como lo hace Velázquez desde Las
Meninas.
Me cuenta Marisa: “Me pasó de ver las fotos de este libro y empezar a
unir nombre con cara, porque hay un montón de pintores que los conozco de mi
infancia, que venían a mi casa, mi papá era muy sociable. Mi casa estaba llena
de gente todo el tiempo. Reuniones de mesas largas, era increíble. Me parece
que haber escuchado desde chico ciertos discursos te da un plus. Ver que en una
mesa se paraba alguien y decía un poema. Algo en la cabeza te produce. Saber
que hay un discurso distinto al común”.
Recuerda Marisa que en la casa de los títeres había ciertas reglas,
como: “En esta época me acuerdo, estaba en auge ‘la felicidad, jajaja’,
teníamos prohibido escuchar a Palito Ortega. Papá había comprado un tocadiscos
Winco, y también unos discos con música para niños en francés. Él quería otra
cosa para nosotros”.
Son varias las charlas que mantuve con Marisa desde que trabajo en el
rescate de la vida y la obra de Roberto “Cachete” González para estas notas en
El Debate Pregón; notas que espero, mañana, terminen guardándose con forma de
libro. Marisa nunca había hablado de los títeres que hacían Cachete y Lydia.
Hice el comentario. Me dice: “Son recuerdos que están, pero uno los va
callando, por cotidianos, por simples”. Los títeres pintados por Cachete eran
parte del juego de relación que se establecía en la familia. Agradezco la punta
del ovillo que me regaló el poeta Ricardo Maldonado.
Me cuenta el amigo Gustavo Gandini, memorioso ciudadano de Gualeguay: “Estaba
recordando que el Dr. Roberto Beracochea, cuando fue mi profesor, relataba que
estaba Cachete en Europa, y ya se le había terminado el dinero de la beca. Le quedaba
aún una semana para su vuelta, y no quería perderse la visita a los museos. Decidió
entonces comprar tabletas de chocolate para alimentarse hasta el viaje”.
Cachete González, muchos hombres en el hombre: el artista notable, el
hombre que fue con su pintura de Gualeguay a Europa, el que mejor ilustró el
Martín Fierro, el que pintaba zapatillas, el que hacía que un trípode de madera
fuera árbol de navidad, el hombre que llevaba el recuerdo de otros hombres de
su tierra para nombrarlos en animales y títeres. Cachete, el hombre que comía chocolate
en el Louvre.
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