Escribió el poeta
Juan Manuel Alfaro en “Sujeto y predicado” de su libro “Los teros de la gracia”:
“(…) con las cometas que el Flaco Marengo construía ¡y remontaba de noche! //
Se las había ingeniado para que portaran un farolito de su propia invención, /
tan liviano como la llama en la que ardía, / de tal modo que la cometa –además
de su alma levitante- / tenía a la distancia, una emoción de faro. // (El
pueblo era remoto del mar, pero el viento azotaba a los náufragos contra los
eucaliptos). // Ignoro de qué enredos de estrellas descendimos, / cuándo
separamos el fuego y lo repartimos entre todos; / pero sé que en las cenizas de
las luces solas se puede leer la soledad del mundo, / y que al fin nos vamos a
encontrar en lo más bello: / somos la esencia de lo que hemos elegido. // El
predicado dice el alma del sujeto. // El Flaco Marengo remontaba de noche los
cometas”. Alfaro dice el fuego y la memoria, dice ignorar desde qué enredo
hicimos pie a tierra, y cuándo hicimos justicia con el fuego.
Diría que este
poema fue una última caricia para que en mi escritura naciera el impulso. Las
vivencias se guardan en la memoria; a la susodicha memoria se invitan imágenes,
sospechas, dolores y felicidades, visiones de futuro; varios universos entran
en las almas de quien escribe, así fue siempre, y luego, cuando la tinta, en
cualquiera de sus formas: roja sobre papel, virtualidad oscura sobre la pantalla,
empieza con el laborar de los nacimientos, se descorchan distintas botellas,
algunas conocidas, identificadas, y otras sin un adn consciente que diga de su
nido. De esta manera voy construyendo la palabra que ojalá arda en el fuego, el
mío y el de tantos. Todos deberíamos ser conscientes del fuego.
Foto de Pablo Merlo. |
Si miro hacia el
pasado reciente, reconozco una presencia casi fantasmal en la historia de mi
fuego. Una foto. Un retrato, un primerísimo plano del fuego. Vi la imagen mientras
revisaba la obra del fotógrafo Pablo Merlo de Paraná. Fue un momento feliz
entrevistarlo, y entre sus fotos encontré de esas que uno llama “notables”.
Hoy, día en que desperté sabiendo que necesitaba escribir sobre el fuego -porque
el fuego, su presencia, había llenado mi vaso- surcó el horizonte de mi memoria
un rastro entrevisto, un fantasma amigo que se había subido a mi bote de
escritor, y entonces me hacía señas, me reclamaba. La foto de Merlo, debía
volver a la foto. Un impulso. Lo hice. Acabo de hacerlo, y podría decir que esa
foto es la última vuelta de llave en la cerradura que abrió mis ganas de
escritura. Hay en la foto la apariencia de un perro, de un lobo, de un perro
lobo, de un hombre lobo mordiendo el fuego, viviendo en él, siendo humano,
desesperadamente humano, entre valentías y miedos, cuando al mismo tiempo siente
la caverna originaria, y otra vez, allá lejos y hace tiempo, sabe de eternas
incertidumbres. Es que así puede sentirse un hombre cuando permite abandonarse,
dejarse caer, recostarse, “dejarse” de uno mismo para ser “todos los que somos”
en profundidades inimaginables. Todo puede suceder frente al fuego. Merlo se
identifica con él, dice que es sagrado, que es una conexión ancestral. Sí, en
eso andamos, me digo, de tránsito entre los flancos de la naturaleza. “(El
pueblo era remoto del mar, pero el viento azotaba a los náufragos contra los
eucaliptos)”, así dijo el poeta.
De qué manera se
fue llenando mi vaso, desde dónde viene la pista, porque uno siempre trata de
identificar orígenes, comprender más. Por suerte esta tendencia cada vez me
tienta menos, digo que es un aprendizaje de vida: hay instancias en que no son
necesarias tantas preguntas o búsquedas. Hay una sintonía mágica en los días, y
en ella, muchas veces, se manifiesta cierta sensación que definiría como
“poética”; la poesía es naturaleza, es madre dentro de la misma naturaleza, la
replica pero sólo en el tránsito de parir lo poético. Entonces puedo decir que
estoy escribiendo sobre el fuego porque objetivamente terminó el invierno,
porque el fuego me dio calor, en definitiva, porque los elementos reconocibles
estuvieron en su lugar, pero luego, por qué el fuego, por qué me pasa un cielo
cuando lo miro: es nacimiento y presencia de otra especie.
Llevo el fuego en
la memoria. Desde mediados de otoño data el descubrimiento íntimo del fuego.
Hace tan poco tiempo. Y lo lamento. En zona de chacras la casa estuvo pensada
con un ambiente grande y en el medio una estufa, el hogar, la casa del fuego
dentro de la casa. Quizá haya sido una intuición más profunda que una simple
decisión estética la que nos llevó a pensar en la real valía del fuego dentro
del refugio, la caverna. Lo dicho, los orígenes, el por qué: lo tomo como
regalo de la poesía. Con el fuego en casa, y sin luces encendidas, los cuadros
de mi viejo aparecen pintados sobre la roca. Paisajes de gamas bajas sabiendo
de otras luces y otras sombras, y otra vez: la poesía.
Poesía encontrarnos
frente a las llamas: la pequeña Julia con su primer invierno con escarcha
reconocible, mamá Evangelina y papá, en la charla, el silencio, la
contemplación y el beso. Los tres iluminados por el calor de la vida. Sentados
en el sillón, en la memoria, para mejor contemplar y entender los días.
Hay un proceso
previo a la presencia del fuego: el inicio de la ceremonia espiritista. El
acopio de madera seca, y madera no tan seca, pequeñas ramas: palitos trozados
jugando a los palitos chinos, piñas secas, piel de eucalipto, noticias viejas
abolladas en el papel del diario, el cartón de las cajas de los ravioles que
hace Rosy. Una sopa en dique seco. Acomodo con paciencia, revisando las
posibles rutas de ascensión de las llamas para así mejor coronar la cima.
Apunto con el fósforo en tres lugares. Las tres Marías resaltan en el
cuadrilátero de Orión marcado con ladrillos. Primero el humo y las primeras
palabras de la madera. Palabra y silbo, desánimo y fuerza, y hasta el último
lamento de la memoria en su manera de transformarse en el camino de la ceniza:
“(…) pero sé que en las cenizas de las luces solas se puede leer la soledad del
mundo, / y que al fin nos vamos a encontrar en lo más bello: / somos la esencia
de lo que hemos elegido (…)”, dijo el poeta. Y ahora recuerdo a otro poeta:
Víctor “Pajarito” Cuello hablando del fuego: “(…) de cualquier cosa deja
cenizas y esa ceniza es la misma cosa, pero que vive de otra manera. Cada tanto
‘destruyo’ con fuego algo para poder conservarlo de verdad y en toda su
magnitud. Mi ‘fuego’ a veces no necesita llamas. Mi silencio, mi perdón, mis
lágrimas ‘queman’ eficazmente y dejan todo limpio y renacido de las cenizas”.
Hablo de sesión
espiritista frente al fuego (y él, el mejor médium cuando en la casa reina el silencio,
y hablo de presente aunque el invierno ya pasó, porque el fantasma de este
momento vive cotidiano en la caverna de mi memoria): me quedo contemplando a
conciencia al amigo. Dos hielos bailan sobre el vidrio, unos tragos de scotch
caen desde la altura ideal, el fuego que aguarda en el vaso acaricia los
elementos. Cómo pude vivir más de cincuenta años sin haber conocido la
maravilla de la existencia de una estufa a leña. Cómo es que no sabía de tomar
un trago de whisky frente a las llamas.
Soledad, fuego y
whisky, los tres componentes fundamentales para que el hombre pueda encontrarse
con sus abismos, sus patrias internas, sus almas, con todos los títeres que
fue, pero que ya no será. Tragos cortos que habilitan la reflexión, la mirada,
el calor, la memoria.
Camino hasta el
ventanal del fondo, vuelvo al sillón. Inicio el trago con la mirada en la
ceremonia. Una luz al frente de la casa, y una luz al fondo, para que quien
necesite llegar hasta mi lugar en zona de chacras, lo haga. Son bienvenidos, me
digo, los vivos y los muertos. Mejor los muertos, sus buenos fantasmas.
Miro el fuego, me
voy de gira por memorias, propias y ajenas. El fuego, ¿por qué el fuego me
nombra la cantidad de fantasmas que me acompaña? Nunca estoy solo. No viví solo
en los departamentos alquilados en Buenos Aires, nunca viviría solo en
Gualeguay. Mi fuego convoca fantasmas de vivos y muertos.
Hasta que encendí
por primera vez la estufa no sabía de las bondades del fuego. Me hace ver,
comprendo todavía más sobre esta vida cuando estoy frente a él. Puedo ver a mis
muertos mejor iluminados por el fuego que vive en mi casa. Me ven cuando
escribo, habitan los alrededores de la mesa, se detienen con la mirada sobre
los cacharros de la cocina, escuchan mi blues, mi tango. Me digo que ellos, a
su vez, ejercitan, saben de su memoria. Me verán en ella como yo los veo
habitar la mía. Es que la noche, el fuego, esta fantástica soledad comunitaria,
este trago corto de vida con dos hielos, me invita, me acompaña, y sí, por qué
no, también me condena a saber a cada momento que se acerca la pérdida de todo
lo recibido. La naturaleza da, y cobra en especias: sustancia y memoria.
Cuando retiro las
cenizas de la estufa hago míos, otra vez, los tantos recuerdos consumidos en la
noche, durante el pensamiento y el trago. Cuando junto las cenizas de la estufa
en la lata de dulce de batata, mi urna funeraria, cuando suelto la lluvia de
cenizas en el jardín, me hago yo mismo ceniza, memoria, para seguir estando, de
otra manera, en la naturaleza, y en la naturaleza de la poesía. Lo dijo el otro
poeta. Que hablen aquellos que saben del fuego.
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