El amigable ambiente de la vieja casona
de calle Belgrano, el refugio de Elsa Serur y Eise Osman, siempre me pareció un
paisaje perfecto para recibir la visita de un fantasma. Mucha madera en la
casa, muebles de película, cuadros en las paredes (Cachete González, Antonio
Castro), y libros, muchos libros; es el libro una herramienta mediúmnica
fundamental para el contacto con los vivos y los muertos. Y a la hora de pensar
en un fantasma, qué mejor que el aparecido haya sido el buen fantasma del poeta
Carlos Mastronardi, que habitara durante algo más de un año en la casa junto a
los Osman. Me digo: a Elsa Serur pudo haberle sucedido el encuentro, casi me
inclino a que el encuentro y la charla con el fantasma fue verdad; o bien pudo
ella, teniendo perfecto registro del aroma que amanece cada vez en la casa,
imaginar que el poeta regresaba, y entonces todo el relato sigue siendo verdad
verdadera por esencia, respeto y cariño al poeta, y porque solo de esta manera
la escritora pudo consignar de forma feliz la visita dentro de su libro: “Diálogos
con Carlos Mastronardi” (Universidad Nacional del Litoral, 2009).
Elsa abre el juego: “En una tarde
desapacible del otoño del 76 –cuando su viaje a Buenos Aires, por razones de
salud, era inminente-, don Carlos Mastronardi me entregó un sobre abierto, con
una nota en su interior, en la que me autorizaba a disponer de sus pertenencias
literarias, y un paquete cerrado, mientras decía, no sin tristeza en la voz:
‘Le dejo estos recuerdos. Confío en usted’.
Con acongojado respeto los guardé.
Eise y yo sabíamos que no podría
regresar. Creo que él también lo intuía. En silenciosa complicidad nos miramos
los tres.
Pasó mucho tiempo sin que nos
atreviésemos abrir el manojo de papeles que el poeta dejó en mis manos pocos
días antes de morir.
Con el transcurso del tiempo, decidimos
conocer el secreto que guardaba aquel misterioso envoltorio. Nos encontramos
con dos rollos de hojas sujetadas por una piola, algunas de ellas manuscritas y
otras escritas a máquina; y en la parte superior de cada una la letra ‘B’,
envueltas cuidadosamente en un papel donde se leía: ‘BORGES’ (es un ensayo
inédito sobre su amigo). Y, además, dos sobres muy bien atados. Uno con hilo
sisal, que decía: ‘cartas, familia, amigos’ y, otro, con una cinta color rosa y
un gran título en letras de imprenta: ‘EROS FLUMINENSIS’. (…) Desatamos el moño
color rosa y nos encontramos con cartas escritas por sus mujeres amadas
(Haydée, Laura Verget, Maruja, Eduarda Beracochea y Valentina), y otras de puño
y letra del poeta. (…)”.
Las cartas de enamorada de Haydée, durante
1924, llegaban a Buenos Aires desde Gualeguay. Las de Laura Verget, entre 1931
y 1932, también desde la ciudad/río. Eran cartas simples, la voz de dos
muchachitas que creían en un primer y eterno amor. Pero Mastronardi trabajaba
la distancia; exigía, celaba, sospechaba, prometía, pero siempre a distancia,
sin ensuciarse demasiado. Anota Elsa: “El poeta sostuvo toda su vida que un
artista no debía casarse”. Al parecer, el tablero seguro de sus movimientos
tembló un tanto debido a su interés por Maruja, escritora y profesora
universitaria de La Plata. Él tenía interés, pero ella no tanto; ella le ganó
de mano y puso distancia a su pretensión. Dice Elsa: “Fue una relación de
iguales a nivel intelectual, que transcurrió durante los años 1936 al 1937”.
Entra en escena la siguiente enamorada:
“(…) No podemos precisar en qué fecha comenzó a festejar a Eduarda Beracochea,
su compañera de toda la vida, a quien le dedica ‘Luz de provincia’. Los dos
eran de Gualeguay y pertenecían al mismo grupo de vecinos. Además Eduarda estaba
emparentada con su gran amigo, el poeta Juan L. Ortiz. Era tía del escritor
Roberto Beracochea, a quien en su juventud Mastronardi frecuentaba y, en su momento,
fue favorable para el acercamiento de la pareja”. Pero sí consigna Elsa que las
cartas de Eduarda se dan mientras él intenta llegar hasta Maruja.
![]() |
Elsa Serur |
Continúa Elsa: “(…) Ella sabía, conocía
las debilidades de su compañero y sin embargo continuaba aceptándolo cada vez
que él regresaba a la casa que tenían en común, luego de una aventura amorosa,
que a veces duraba años, como la que mantuvo con Valentina, con quien se fue a
vivir a un departamento céntrico (en Buenos Aires) y luego a Brasil. Eduarda
continuó esperando su regreso y contestando con amabilidad las cartas que el
poeta le enviaba –en tono amistoso-, donde solía interesarse por su salud. A
veces, en las de ella, encontramos cierta amargura contenida. Nunca
interrumpieron la amistad epistolar”.
Eduarda al fin se fue a vivir con él a
Buenos Aires, pero debido a la salud de su padre, Mastronardi regresa a
Gualeguay. Entonces las cartas de amor de Eduarda que antes viajaban desde
Gualeguay, llegaron después desde Buenos Aires. El poeta, al parecer, siempre tenía
a mano la posibilidad de la distancia. Eduarda regresa a la aldea natal en
1949. Pero Mastronardi se va a vivir con Valentina, una historia que llega
hasta 1967. En el 53 se va a vivir a Río. Cuenta Elsa: “Valentina era una mujer
bonita y muy culta. Él solía decir en su vejez que había tenido una amiga
brasilera con la que había aprendido mucho de Hegel.
Eise, entonces, le decía: ‘¡Hegel y algo
más, don Carlos!’.
‘-¡Por supuesto, por supuesto, amigo
Osman!’ –respondía con picardía.
Fue una relación apasionada e
intelectual. Donde concurrieron la razón y la pasión en un encuentro único,
aunque Mastronardi nunca abandonó a Eduarda”.
El libro de Elsa Serur parece una
película de misterio, un ensayo, una novela asombrosa, pero armada de hechos y
desesperaciones reales, desesperadamente humanas, y en la desesperación siempre
hay lugar para las sintonías de cierta locura; es decir, ninguna novedad en el
terreno donde los hombres tratan de escribir la novela propia, esa que hable de
la ficción del amor en cada uno. El libro se torna apasionante y triste, por un
lado, pero también con situaciones que bien podrían encajar en un plan de
acción tramado con frialdad. Me digo que este paisaje tanto se parece al
tránsito de los hombres por la vida: haciendo lo que pueden. Mastronardi
planeaba, puede ser, pero ¿hasta dónde no era imposibilidad?, ¿alcanzaba con
repetir que había nacido artista?, quién sabe. El trabajo de Elsa Serur es
inteligente; el relato es el encuentro con el fantasma del poeta, quien durante
esa noche relee las cartas que recibió en el pasado. No sé cuánto hay de
ficción en los diálogos, mucho ha hablado Elsa en su casa con el poeta; se
apoya además la autora en pasajes del excelente “Memorias de un provinciano”
(1967), un puñado de poemas, y las cartas de las enamoradas; por momentos las pienso
como víctimas de la víctima.
![]() |
Carlos Mastronardi |
De las cartas señalo este fragmento de
Maruja, un par por quien se interesó, pero la que también hubiese sido devorada
por alguna distancia a la mano: “(…) Dentro de media hora parto para Roma, de
allí seguiré al norte de Italia, luego a Francia. Le escribiré desde otra parte
del mundo. Tan ausente como ésta. Y a mi regreso mil cosas tendré para contar o
para callar. Todo es lo mismo. La belleza aturde, espanta. Es el sentido de la
perfección eterna que nos muestra irremediablemente imperfectos”.
En una carta después del final,
Valentina hace una enumeración: “Momentos que recuerdo: Cuando te hablaba y,
dormido, te dabas vuelta y me pasabas el brazo por la cintura. / Cuando por la
mañana nos despertábamos juntos y, sin apuro, conversábamos acostados, yo con
la cabeza en tu hombro. / (…) Cuando me decías que yo te había enseñado el placer
y yo sentía que era cierto. / (…)”. Luego de la lista, el cierre: “Y el último
recuerdo –cuando me llamaste por teléfono en la tarde del 31 de diciembre de
1962 para decirme que me complacías –que no irías a ninguna parte-, que me
esperabas. Y esa noche del 31 al 1°. Fue la última vez que creí en vos y me
sentí feliz a tu lado. / Dijiste además, en tantos años, muchas cosas hermosas
y recordables. Infinidad de veces las habrás dicho con sinceridad. Pero después
mentiste tanto que todas tus palabras quedaron contaminadas de falsedad –y ya
no es grato recordarlas. (…)”.
En otra carta de Valentina se refiere a
la indefinición del poeta, y a Eduarda, porque ella, obvio, también sabía: “(…)
Hace tres años que te digo: te quiero, dejad la piedra, venid conmigo. Hace
tres años que te digo sos libre, si querés la piedra, quédate con ella. Hace
tres años que me buscás, siempre arrastrando esa piedra y siempre presente en
mi vida. Yo no puedo eliminarte de mi vida, es algo que no depende de mi
voluntad. Si te veo, te deseo. Tu insistencia es prueba de que significo algo
para vos. Bueno, ya lo sabemos. Saberlo, para mí, es un bien. Pero no puedo
seguir viéndote, siempre atado a la piedra, contemplar infinitamente mi
fracaso, mi incapacidad para liberarte de la piedra, la frustración de mis
deseos, la vacuidad de una adhesión tuya que te hace venir y venir –cuando te
digo que no vengas- y emocionarte, y abrazarme, pero nunca olvidar a la piedra,
nunca dar un paso, para no tropezar”.
Mastronardi terminaría viviendo con
Eduarda, a la que también, en sus cartas, apremió con dudas, celos, en Haedo,
provincia de Buenos Aires. Eduardita soñaba con el regreso a Gualeguay, pero
falleció luego de que los Osman les ofrecieran su vivienda. Solo el poeta
volvió a la ciudad/río, y vivió cerca de un año y medio en la casona de calle
Belgrano.
En este tiempo de final ya no había
cartas, esas cápsulas de tiempo hoy tan en desuso en la sociedad de la
velocidad. Hacía tiempo que no pensaba en cartas, en la espera del cartero. Y
hacía tiempo que no pensaba en la profunda realidad de ser escritor de la
novela propia, porque todos quisimos escribir nuestra ficción alrededor de tema
tan sospechado como el amor.
Elsa Serur anota la
voz del fantasma en el final de “Conversaciones con Carlos Mastronardi”, una
novela de “verdadera” ficción documentada, una lectura notable: “(…) Fue en
esta vieja casa donde quedaron mis papeles y mi alma. Por eso regreso por las
noches y camino lentamente por las habitaciones silenciosas, buscando mis
recuerdos. Y entre esos recuerdos quedó aquel de los domingos, cuando salíamos
a dar vueltas en el auto y contemplábamos las glicinas y las rejas y luego nos
acercábamos al cementerio para dejar un ramo de crisantemos amarillos sobre la
tumba de Eduardita”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario