Cuando llega la noche en la chacra
gualeya, los perros acentúan su presencia en el paisaje. Se terminan las
siestas, las contemplaciones varias, los ladridos dirigidos a tantos movimientos
misteriosos paridos en el día. Los perros, cuando se asoman a la hondonada de
la noche, renacen, van de fundación tras las hilachas que siempre deja el
misterio que toca al día, el mismo que funda el misterio profundo de la noche.
En el fondo del terreno, de día, puedo observar una huella marcada en el pasto;
me digo: solo a través de ella los perros cruzan el jardín uniendo el terreno
de Albornoz con el de Silvina. La cinta de pasto acostado, de trazo parejo,
perfecto, pasa, en diagonal, entre el espinillo y el jacarandá. Esa huella es
la que se hace misterio, pierde claridad durante la noche, y sin embargo, solo por
ella deambulan los perros que habitan los alrededores y el cauce central de la
calle 115, y por esa senda en el fondo del jardín, estoy seguro, también
caminan los fantasmas de aquellos perros que ya partieron de la chacra.
Posiblemente la considerable población perruna en plena “callejería” haya
contribuido a que algunas veces, sin querer, vea los tantos perros sin tanto
ver; y en otros momentos de detalle y conciencia aplicada descubra imágenes que
despiertan la memoria donde moran mis perros, esos que nunca pudieron si quiera
imaginar mi vida en esta chacra gualeya.
![]() |
Juan L. Ortiz por Ana Tarsia |
Mi memoria perruna es compuesta, en
realidad, acabo de darme cuenta, siempre es memoria compuesta: una pincelada de
vida y otra pincelada de vida, pero hallada dentro de los libros. Hay perros en
mi memoria: Batuque y Garúa, ya siendo buenos fantasmas en la casa paterna de
Martín Coronado, y Trueno, que hoy habita el patio que antes fuera de los
recién nombrados. Hay memoria de libros, y pienso en “Fernando, un perro de
verdad” del poeta Hugo Ditaranto, uno de mis maestros. Y hay una referencia que
marcó a fuego el recuerdo. José Saramago, el Nobel de Literatura portugués, es
autor de una novela: “La caverna” (2000). Saramago define al perro como
“persona canina”, y en dicha historia hay un perro como personaje. En principio
un perro perdido que el personaje central, el alfarero Cipriano Algor,
encuentra, y que por tanto nombra como: “Encontrado”.
Saramago escribió: “(…) en estas
ocasiones es cuando los perros hacen más falta, vienen y se nos colocan delante
con la infalible pregunta en los ojos, Quieres ayuda, y siendo cierto que, a
primera vista, no parece estar al alcance de uno de estos animales poner
remedio a los sufrimientos, angustias y otras aflicciones humanas, bien pudiera
suceder que la causa radique en el hecho de que no seamos capaces de comprender
lo que está más allá o acá de nuestra humanidad, (…)”.
![]() |
José Saramago |
Otro momento de don José para graficar
su amor por las personas caninas: “(…) pero así como hay ocasiones en que una
simple mano en el hombro casi nos hace derretirnos en lágrimas, también puede
suceder que la alegría desinteresada de un perro nos reconcilie durante un
breve minuto con los dolores, las decepciones y los disgustos que el mundo nos
ha causado. Como Encontrado sabe poco de sentimientos humanos, cuya existencia,
tanto en lo positivo como en lo negativo, se encuentra satisfactoriamente
probada, y Marcial menos todavía de sentimientos caninos, sobre los que las
certezas son pocas y miríadas las dudas, alguien tendrá que explicarnos un día
por qué diablo de razones, comprensibles a uno y otro, estuvieron aquí
abrazados cuando ni siquiera a la misma especie pertenecen. (…)”.
Para consignar la próxima referencia a
“persona canina” llegada desde la lectura, es necesario el relato conciso de un
gesto. La poeta Tuky Carboni me dijo: “Te paso la posta”, y colocó en mis manos
4 libros, edición original, de Juan Laurentino Ortiz. Esos libros fueron de las
manos del poeta a las de la también poeta Emma Barrandéguy, que cuando sintió
el impulso, colocó a su vez tamaño tesoro en manos de Tuky. Siempre voy a
agradecer su gesto. De Juanele había leído poemas sueltos, algo sobre su vida,
y tenía en la biblioteca una edición de su poema “Gualeguay” acompañado con
trabajos críticos. Sucedió que en uno de los libros recibidos de Tuky: “La
brisa profunda” (1954) me encontré con un poema/joya centrado en la figura de
un perro. Se titula: “A Prestes (Mi galgo)”, aquí algunos fragmentos: “Has
muerto, silencioso amigo mío, has muerto… / ¿En qué prados profundos te
hundiste para siempre cuando llovía oscuramente? / -Marzo, anoche, apagaba la
sed larga… //
Tu cabeza, tras el último suspiro, quedó
más fina aún en la línea final. / Y era como si corrieras acostado un no sé qué
fantástico que huía, huía… //
Silencioso amigo mío, viejo amigo mío,
has muerto… / Cuántos minutos claros, cuántos momentos eternos, contigo, /
compañero de mis mañanas cerca del agua, de mis atardeceres flotantes… / en el
dulce calor, en el viento de las hierbas, en los filos del frío, / en la luz
que se despide como un infinito espíritu ya herido… //
Silencioso amigo mío, viejo amigo mío,
cómo nos entendíamos… / Esta tarde hubiéramos salido a mirar los oros
transparentes, casi íntimos… / ¿Qué veías allá, sobre las islas, cuando
enhestabas las orejas? / ¿Y te tocaba el blanco alado de la vela lejana? / Oh,
los perfumes de las gramillas y de la tierra, qué ríos de éxtasis! / Y tu
tensión cuando algo corría abajo… / Duro de mí, estúpido de mí, que te contenía
sobre las traseras patas sólo, / vibrante en tu erguida esbeltez posada apenas…
//
Silencioso amigo mío, viejo amigo mío,
compañero de mi labor… / Echado a mi lado, las horas lentas, alzabas de repente
tus ojos largos, / ay, llenos de signos sutilísimos, y a veces, / una tenue luz
que venía no se sabe de dónde humedecía su melancolía sesgada… / ¿En qué
secretas honduras sentías entonces mi mirada? / (Qué distraídos somos, qué
torpes somos para las humildes almas que nos buscan / desde su olvido y quieren
como asirse de una chispa, siquiera, ínfima, de amor…) / (…)
Todo en ti se concertaba como en un
poema para un vuelo rasante de flecha, / y eras tensión ceñida o libre igual
también que en un poema… / (…)
Cerca del río inmóvil, allá, empezamos a
querernos en los silencios pálidos / llorados por los sauces medrosos o
subrayados frágilmente por los plátanos… / Sobre los caminos, medio idos ya, tu
marcha, a mi lado, era leve, de fantasma… / Y acaso tú también recogías lo que
decían los follajes entre las flores de arriba y de abajo que nacían… / El
idílico sol de la ribera nos encontraba siempre puntuales, junto a las primeras
cañas de pesca, / y el arrabal de la costa cuando la brisa última lo ajaba:
¿era sólo de sueño? / (…) //
Larga fue tu enfermedad y tu latido
profundo se hizo delgado, casi una queja ya… / Oh, esta queja, oh, tu llamado
débil, cuando sentías acaso que ‘la sombra’ venía / y requerías a tu lado las
familiares presencias queridas… / Duro de mí, estúpido de mí, que a veces no
prestaba suficiente atención a tu llamado / ni lo entendía en su miedo de la
rondante noche absoluta, de la marea definitiva, / miedo de hundirte solo, sin
la luz del ‘aura’ amada junto a la ola fatal, / tú, el de la adhesión plena, el
de la estilizada cabecita beata sobre la falda, sentados a la mesa / o leyendo
yo sin haberte mullido el sueño fiel al lado de la silla… //
Ay, oigo todavía tu llamado, tu llanto
débil, impotente, de una imploración seguida… / Las voces no estaban lejos pero
las querías alrededor de ti contra el silencio que llegaba… //
Ay, oigo todavía tu llamado, tu súplica
latida como desde una medrosa pesadilla, / mientras mi corazón lo mismo que tus
flancos, sangra, sangra, y Marzo, entre las cañas, sigue lloviendo sobre ti…”.
![]() |
Obra de Rolando Lois |
En esta tarde, casi noche buena de
perros, anoté la presencia de Fernando, el perro que vivió en Resistencia,
Chaco, y un Ditaranto poeta se metió con la prosa; anoté al Encontrado de José
Saramago, y por último a Prestes de Juanele. Sigo el impulso, me falta, me
digo, anotar un recuerdo de mis personas caninas: Batuque y Garúa. Los nombres
los puso mi viejo. Ambos son felicidad en la memoria. Ellos duermen bajo el mismo
patio del fondo por donde corrieron y ladraron a tantos gatos y misterios. Duermen
durante el día entre las raíces del limonero. Se echan bajo la luz de las
estrellas cuando ladran sus memorias como perros comunes, perros de raza perro,
aquellos hermanos perro que puede tener una familia obrera. Batuque en una
foto, echado sobre un trapo rojo, enmarcado y colgado en el taller de pintura
de mi viejo Rolando. El Batuque sigue haciendo bochinche desde el silencio. Y
Garúa, de obvia alma tanguera, está bajo el limonero y las estrellas y la luna
que toca en suerte a Martín Coronado, y está en el acrílico que cuelga en una
de las paredes de mi escritorio, sí, acá, en la chacra gualeya; en el cuadro que
pintó mi viejo está Garúa acompañando a un viejo pobre que camina los inciertos
caminos de aquel mítico lugar llamado “la quema”, el basural de Buenos Aires,
el “vaciadero” de Julián Centeya. Para ese viejo que aparece en el cuadro, posó
mi abuelo paterno, el poeta Julio Martín, y entonces la pintura es nexo, alto
puente entre tantas presencias y memorias. Hoy el patio de la casa paterna es transitado
por Trueno, esta vez el bautismo quedó en manos de Alejandro, mi hermano.
Trueno, el “peludito”, es el que estalla en las cercanías del limonero con
amigables consecuencias. Los perros entienden, los perros viven dentro del
misterio que señalaba el grande Homero Manzi; esa sintonía de vida recomendada
para los poetas, esas personas, casi caninas, que tienen una forma otra de
mirar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario