domingo, 22 de julio de 2018

Noche de perros


Cuando llega la noche en la chacra gualeya, los perros acentúan su presencia en el paisaje. Se terminan las siestas, las contemplaciones varias, los ladridos dirigidos a tantos movimientos misteriosos paridos en el día. Los perros, cuando se asoman a la hondonada de la noche, renacen, van de fundación tras las hilachas que siempre deja el misterio que toca al día, el mismo que funda el misterio profundo de la noche. En el fondo del terreno, de día, puedo observar una huella marcada en el pasto; me digo: solo a través de ella los perros cruzan el jardín uniendo el terreno de Albornoz con el de Silvina. La cinta de pasto acostado, de trazo parejo, perfecto, pasa, en diagonal, entre el espinillo y el jacarandá. Esa huella es la que se hace misterio, pierde claridad durante la noche, y sin embargo, solo por ella deambulan los perros que habitan los alrededores y el cauce central de la calle 115, y por esa senda en el fondo del jardín, estoy seguro, también caminan los fantasmas de aquellos perros que ya partieron de la chacra. Posiblemente la considerable población perruna en plena “callejería” haya contribuido a que algunas veces, sin querer, vea los tantos perros sin tanto ver; y en otros momentos de detalle y conciencia aplicada descubra imágenes que despiertan la memoria donde moran mis perros, esos que nunca pudieron si quiera imaginar mi vida en esta chacra gualeya.
Juan L. Ortiz por Ana Tarsia
Mi memoria perruna es compuesta, en realidad, acabo de darme cuenta, siempre es memoria compuesta: una pincelada de vida y otra pincelada de vida, pero hallada dentro de los libros. Hay perros en mi memoria: Batuque y Garúa, ya siendo buenos fantasmas en la casa paterna de Martín Coronado, y Trueno, que hoy habita el patio que antes fuera de los recién nombrados. Hay memoria de libros, y pienso en “Fernando, un perro de verdad” del poeta Hugo Ditaranto, uno de mis maestros. Y hay una referencia que marcó a fuego el recuerdo. José Saramago, el Nobel de Literatura portugués, es autor de una novela: “La caverna” (2000). Saramago define al perro como “persona canina”, y en dicha historia hay un perro como personaje. En principio un perro perdido que el personaje central, el alfarero Cipriano Algor, encuentra, y que por tanto nombra como: “Encontrado”.
Saramago escribió: “(…) en estas ocasiones es cuando los perros hacen más falta, vienen y se nos colocan delante con la infalible pregunta en los ojos, Quieres ayuda, y siendo cierto que, a primera vista, no parece estar al alcance de uno de estos animales poner remedio a los sufrimientos, angustias y otras aflicciones humanas, bien pudiera suceder que la causa radique en el hecho de que no seamos capaces de comprender lo que está más allá o acá de nuestra humanidad, (…)”.
José Saramago
Otro momento de don José para graficar su amor por las personas caninas: “(…) pero así como hay ocasiones en que una simple mano en el hombro casi nos hace derretirnos en lágrimas, también puede suceder que la alegría desinteresada de un perro nos reconcilie durante un breve minuto con los dolores, las decepciones y los disgustos que el mundo nos ha causado. Como Encontrado sabe poco de sentimientos humanos, cuya existencia, tanto en lo positivo como en lo negativo, se encuentra satisfactoriamente probada, y Marcial menos todavía de sentimientos caninos, sobre los que las certezas son pocas y miríadas las dudas, alguien tendrá que explicarnos un día por qué diablo de razones, comprensibles a uno y otro, estuvieron aquí abrazados cuando ni siquiera a la misma especie pertenecen. (…)”.
Para consignar la próxima referencia a “persona canina” llegada desde la lectura, es necesario el relato conciso de un gesto. La poeta Tuky Carboni me dijo: “Te paso la posta”, y colocó en mis manos 4 libros, edición original, de Juan Laurentino Ortiz. Esos libros fueron de las manos del poeta a las de la también poeta Emma Barrandéguy, que cuando sintió el impulso, colocó a su vez tamaño tesoro en manos de Tuky. Siempre voy a agradecer su gesto. De Juanele había leído poemas sueltos, algo sobre su vida, y tenía en la biblioteca una edición de su poema “Gualeguay” acompañado con trabajos críticos. Sucedió que en uno de los libros recibidos de Tuky: “La brisa profunda” (1954) me encontré con un poema/joya centrado en la figura de un perro. Se titula: “A Prestes (Mi galgo)”, aquí algunos fragmentos: “Has muerto, silencioso amigo mío, has muerto… / ¿En qué prados profundos te hundiste para siempre cuando llovía oscuramente? / -Marzo, anoche, apagaba la sed larga… //
Tu cabeza, tras el último suspiro, quedó más fina aún en la línea final. / Y era como si corrieras acostado un no sé qué fantástico que huía, huía… //
Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, has muerto… / Cuántos minutos claros, cuántos momentos eternos, contigo, / compañero de mis mañanas cerca del agua, de mis atardeceres flotantes… / en el dulce calor, en el viento de las hierbas, en los filos del frío, / en la luz que se despide como un infinito espíritu ya herido… //
Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, cómo nos entendíamos… / Esta tarde hubiéramos salido a mirar los oros transparentes, casi íntimos… / ¿Qué veías allá, sobre las islas, cuando enhestabas las orejas? / ¿Y te tocaba el blanco alado de la vela lejana? / Oh, los perfumes de las gramillas y de la tierra, qué ríos de éxtasis! / Y tu tensión cuando algo corría abajo… / Duro de mí, estúpido de mí, que te contenía sobre las traseras patas sólo, / vibrante en tu erguida esbeltez posada apenas… //
Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, compañero de mi labor… / Echado a mi lado, las horas lentas, alzabas de repente tus ojos largos, / ay, llenos de signos sutilísimos, y a veces, / una tenue luz que venía no se sabe de dónde humedecía su melancolía sesgada… / ¿En qué secretas honduras sentías entonces mi mirada? / (Qué distraídos somos, qué torpes somos para las humildes almas que nos buscan / desde su olvido y quieren como asirse de una chispa, siquiera, ínfima, de amor…) / (…)
Todo en ti se concertaba como en un poema para un vuelo rasante de flecha, / y eras tensión ceñida o libre igual también que en un poema… / (…)
Cerca del río inmóvil, allá, empezamos a querernos en los silencios pálidos / llorados por los sauces medrosos o subrayados frágilmente por los plátanos… / Sobre los caminos, medio idos ya, tu marcha, a mi lado, era leve, de fantasma… / Y acaso tú también recogías lo que decían los follajes entre las flores de arriba y de abajo que nacían… / El idílico sol de la ribera nos encontraba siempre puntuales, junto a las primeras cañas de pesca, / y el arrabal de la costa cuando la brisa última lo ajaba: ¿era sólo de sueño? / (…) //
Larga fue tu enfermedad y tu latido profundo se hizo delgado, casi una queja ya… / Oh, esta queja, oh, tu llamado débil, cuando sentías acaso que ‘la sombra’ venía / y requerías a tu lado las familiares presencias queridas… / Duro de mí, estúpido de mí, que a veces no prestaba suficiente atención a tu llamado / ni lo entendía en su miedo de la rondante noche absoluta, de la marea definitiva, / miedo de hundirte solo, sin la luz del ‘aura’ amada junto a la ola fatal, / tú, el de la adhesión plena, el de la estilizada cabecita beata sobre la falda, sentados a la mesa / o leyendo yo sin haberte mullido el sueño fiel al lado de la silla… //
Ay, oigo todavía tu llamado, tu llanto débil, impotente, de una imploración seguida… / Las voces no estaban lejos pero las querías alrededor de ti contra el silencio que llegaba… //
Ay, oigo todavía tu llamado, tu súplica latida como desde una medrosa pesadilla, / mientras mi corazón lo mismo que tus flancos, sangra, sangra, y Marzo, entre las cañas, sigue lloviendo sobre ti…”.
Obra de Rolando Lois
En esta tarde, casi noche buena de perros, anoté la presencia de Fernando, el perro que vivió en Resistencia, Chaco, y un Ditaranto poeta se metió con la prosa; anoté al Encontrado de José Saramago, y por último a Prestes de Juanele. Sigo el impulso, me falta, me digo, anotar un recuerdo de mis personas caninas: Batuque y Garúa. Los nombres los puso mi viejo. Ambos son felicidad en la memoria. Ellos duermen bajo el mismo patio del fondo por donde corrieron y ladraron a tantos gatos y misterios. Duermen durante el día entre las raíces del limonero. Se echan bajo la luz de las estrellas cuando ladran sus memorias como perros comunes, perros de raza perro, aquellos hermanos perro que puede tener una familia obrera. Batuque en una foto, echado sobre un trapo rojo, enmarcado y colgado en el taller de pintura de mi viejo Rolando. El Batuque sigue haciendo bochinche desde el silencio. Y Garúa, de obvia alma tanguera, está bajo el limonero y las estrellas y la luna que toca en suerte a Martín Coronado, y está en el acrílico que cuelga en una de las paredes de mi escritorio, sí, acá, en la chacra gualeya; en el cuadro que pintó mi viejo está Garúa acompañando a un viejo pobre que camina los inciertos caminos de aquel mítico lugar llamado “la quema”, el basural de Buenos Aires, el “vaciadero” de Julián Centeya. Para ese viejo que aparece en el cuadro, posó mi abuelo paterno, el poeta Julio Martín, y entonces la pintura es nexo, alto puente entre tantas presencias y memorias. Hoy el patio de la casa paterna es transitado por Trueno, esta vez el bautismo quedó en manos de Alejandro, mi hermano. Trueno, el “peludito”, es el que estalla en las cercanías del limonero con amigables consecuencias. Los perros entienden, los perros viven dentro del misterio que señalaba el grande Homero Manzi; esa sintonía de vida recomendada para los poetas, esas personas, casi caninas, que tienen una forma otra de mirar.

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