Nidya Rampoldi es una trabajadora de la cultura. Arquitecta,
profesora de plástica. Autora de los siguientes títulos: su primer libro fue
“Espacios públicos con historia” (2002, junto a: Claudio Piaggio, Daniel
Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). Siguió “Formas y Colores de Gualeguay”
(2004), luego “Gualeguay de bolsillo” (2008, en ambos junto a: Daniel Gabriel y
Patricia Míguez Iñarra). Después fue el turno para “Antonio Castro. Hombre de
la costa” (2009), y en el último trabajó junto a su hija Patricia: “Calles con
historia. San Antonio del Gualeguay Grande” (2013). La ciudad de Gualeguay,
todos sus habitantes deben estar agradecidos por su trabajo de divulgación y de
construcción de la memoria de la ciudad.
Nidya es dueña de una pequeña y notable pinacoteca. Obras de
Roberto “Cachete” González, de su mujer, la retratista Lydia Tchira, Antonio
Castro, Vicente Cúneo, Raúl Gastaldi, dicen presente en las paredes de su casa.
Con motivo de una entrevista la visité hace un tiempo. Sobre el final de
aquella charla, salió a escena la figura de Cachete. Ya había apagado el
grabador cuando ella me contó una historia fantástica alrededor de un cuadro.
Hacía un año que tenía en mente escribir un libro sobre el pintor.
El último impulso me lo dio Nidya cuando me contó la historia. En ese momento
se lo dije: vas a figurar entre las dedicatorias del libro, porque fue su
historia la que terminó de dibujar la cara de ese impulso que respiraba en la
sombra. Días después volví a su casa y Nidya Rampoldi volvió a contarme la
historia.
Frente a parte de la pinacoteca, frente a la maravillosa presencia
de la pintura de Antonio Castro, la dueña de casa inició el relato, dio las
primeras pistas de uno de los personajes principales: “Fue a mediados de los
60. Lo conocíamos como el Gordo Pezzutti. No tenía hermanos. Cuando sus padres
murieron tuvo que vender la casa de la familia. El padre, Francisco, había sido
intendente de Gualeguay entre 1923 y 1929.
Vivía enfrente de mi casa, era médico. Se había divorciado, la
esposa era hermana de Juan José Manauta, y había conflicto. Él vivía inmerso en
esta pelea. Otra de las hermanas de Manauta estaba casada con otro médico, el
doctor Guerra. Siempre había comentarios sobre estos problemas de familia. No
había muchos médicos en Gualeguay.
A Pezzutti le encantaba jugar al carnaval, a mi marido también, al
punto tal que nosotros justo estábamos construyendo nuestro frente, y decidimos
hacerlo con un techo de terraza: para poder jugar al carnaval con la casa de
enfrente.
Al Gordo le gustaba comer bien, charlar, y de vez en cuando lo
invitábamos a cenar. No muchas, cinco o seis veces. Eran unas cenas
interminables, tomábamos vino, y trasegábamos todo lo que podíamos”.
En una sobremesa apareció el principio de la historia: “Bien
entrada la noche hablábamos de arte, y él dijo: Yo tengo un cuadro de Cachete
González. Yo todavía no conocía la obra de Cachete. El Gordo Pezzutti, en una
de esas noches de cena y sobremesa larga, contó la historia del cuadro.
Había vendido la casa familiar. Y había separado los cuadros en
dos grupos: en uno todos los que quería conservar, y en el otro todos los que
eran para vender. Dejó un encargado para el remate. Cuando volvió se encontró
con que le habían rematado los cuadros que él quería guardar, y habían
conservado los que quería vender”.
El horror había sido consumado, pero: “Una noche de invierno lo
llaman del barrio Villa Alegre. Era un barrio muy pobre. El Gordo era un hombre
que atendía con mucha dedicación a sus pacientes. Entró al rancho casi en
cuatro patas, la puerta era muy baja. Atendió al hombre, le dejó remedios. Vino
la pregunta de siempre: ¿cuánto le debo, doctor? Pezzuti había observado el
interior del rancho con detenimiento. Contestó que no iba a cobrar dinero, y que
como pago quería aquello que tapaba una ventana. Un cartón doblado a la mitad:
era un cuadro de Cachete González. Se lo dieron. Lo hizo enmarcar. Fue así cómo
recuperó uno de los cuadros que había pertenecido a su padre”.
Lo sucedido es parte del costado mágico que tienen los días, de
qué manera habrá llegado el cuadro hasta ese lugar, continúa Nidya: “Siempre me
decía que me iba a regalar el cuadro. Y no pasaba nada. Me decía que Cachete
era muy buen pintor, que en Gualeguay todavía había buenos pintores. Después de
cada promesa, a la mañana siguiente, yo esperaba que me lo mandara. Una noche se
lo dije: siempre me prometía el cuadro, pero no cumplía. Y que al día siguiente
le iba a mandar una muchacha para que le recordara que me tenía que mandar el
cuadro. Así lo hice. Y la muchacha volvió con el cuadro”.
Nidya, como es costumbre, habla pausado, es su manera de
reencontrarse con la historia. En su cara se refleja el hallazgo del recuerdo,
mientras busca las palabras adecuadas para transmitirlo: “El cuadro, efectivamente,
era un óleo pintado sobre cartón, quebrado al medio. Estaba mal enmarcado, sin
paspartú, con un marquito miserable. El cuadro era bueno, me encantó. Lo
primero que hice fue averiguar quién enmarcaba bien en Gualeguay. Me indicaron
a Peruco Correa, en ese entonces estaba cerca de la plaza. Le expliqué, nos
pusimos de acuerdo, y lo trabajó bastante bien. Perfecto hasta el día de hoy”.
En este momento del relato, el asombro ya existente comienza a
acentuarse con cierta cuota de misterio: “Pero la obra tenía un detalle: no
tenía firma. Con los años conocí a Cachete. Un día vino a ver a mi marido
porque al hijo le había dado un ataque de asma. Estaba desesperado. Mi marido
lo atendió. Volvió a venir en algún momento a traer un cuadro o un dibujo en
agradecimiento. Y entonces le dije que yo tenía un cuadro suyo sin firma. Se lo
mostré, y me dijo: ‘Sí, todavía me acuerdo, es de cuando recién me fui a vivir
a Buenos Aires… estaba en el puente Pueyrredón, mirando la zona de La Boca , y mientras pintaba el
cuadro estaba muerto de frío’”.
En el mismo ambiente donde charlábamos, el buen fantasma de
Cachete volvía a estampar su firma: “Me pidió que le alcanzara una lapicera. Le
di una estilográfica. Lo firmó en el ángulo inferior derecho, sobre el cartón,
en un lugar que está libre de óleo. Yo estaba feliz”.
El tiempo siguió con su tránsito entre las criaturas: “Cachete
volvió a venir por lo mismo o por otras circunstancias referentes a la salud. De
vez en cuando nos traía un cuadro de regalo”.
Así estaba la historia cuando: “Un día noto que la firma del
cuadro había desaparecido. Estaba enseñando las obras que teníamos a una amiga y
me di cuenta. Cuando vuelvo a ver a Cachete, le recuerdo el asunto, y le digo
que la firma había desaparecido. No recuerdo qué lapicera habremos usado en ese
momento: Cachete firmó en el mismo lugar. Una firma de trazo claro”.
Pero la historia aún no termina: “Volvió a pasar el tiempo, y un
buen día me di cuenta de que la firma se había ido”.
Nidya intenta bosquejar un plan: “Me dije: si viene Cachete se lo
tengo que hacer firmar. Pero como Cachete caía en cualquier momento, no me daba
tiempo a nada. De haber podido hubiera tomado la precaución de buscar otra
lapicera mejor o a lo mejor un lápiz. Cuando Cachete volvió a aparecer, otra
vez usamos una lapicera cualquiera de las que se usaba en esa época”.
La dueña del cuadro se lamenta: “Y es el día de hoy que el cuadro
está otra vez sin su firma. Me lo firmó tres veces a mí, y hay que sumar una
cuarta, la original, cuando él terminó de pintarlo. Supongo que debe haber
alguna sustancia químicamente activa que se come la tinta común”.
En una nota aparecida hace ya un tiempo (“Hace dieciséis años”),
incluí una apretada síntesis de la historia del cuadro de Rampoldi. En el final
de dicha nota escribí: “La firma y el firmante parecen estar ausentes mientras
el cuadro sigue a la vista”. Hacía referencia a la condición de buen fantasma
de Cachete, que está y no está, esencia primera de la condición fantasmal, y hacía
referencia a las omisiones de su nombre en el universo de la pintura argentina,
un paralelo con el misterio de la presencia y ausencia de la firma. Cuando tomé
fotografías al cuadro, cuando hice una de detalle sobre la zona donde aparece
el doblez en la pintura, vi claramente la rajadura, una grieta notoria que
atravesaba el paisaje. Pensé que esa falla podía simbolizar el quiebre sufrido
por la totalidad de la obra de Cachete. La rajadura muestra dos costados en su historia
de creador, abre dos tiempos, uno: en el que fue Gardel, joven en Europa y
Buenos Aires, lo atestiguan la obra producida, las críticas recibidas, y las
publicaciones en las que aparecía: Cachete era figura entre grandes figuras, y el
otro: el tiempo sombrío nacido cuando los hacedores del mercado del arte
prácticamente decretaron que Cachete casi no había existido. Salvo en su
Gualeguay, donde todo el mundo guarda memoria, y salvo entre los conocedores
del mundo del arte: los mismos pintores, la mayoría de las personas no saben de
Cachete. Fue condenado al silencio, a la desaparición. Nunca se le perdonó al
gualeyo que regalara, de buen tipo nomás, su obra; nunca se le perdonó que la
entregara a cambio de lo mucho o poco que necesitara para vivir. Nunca le
perdonaron que debido a esto, los que hacen negocio con la obra de los
artistas, no pudieran hacerlo, porque el autor había sembrado su obra entre la
gente.
Un tajo de sombra para la historia de Cachete: mientras tanto sus
cuadros siguen a la vista.
Excelente, como siempre. Gracias por rescatar nuestra cultura gualeya. Abrazo
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