domingo, 8 de febrero de 2015

Nidya Rampoldi: la historia de un cuadro de "Cachete" González

Nidya Rampoldi es una trabajadora de la cultura. Arquitecta, profesora de plástica. Autora de los siguientes títulos: su primer libro fue “Espacios públicos con historia” (2002, junto a: Claudio Piaggio, Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). Siguió “Formas y Colores de Gualeguay” (2004), luego “Gualeguay de bolsillo” (2008, en ambos junto a: Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). Después fue el turno para “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009), y en el último trabajó junto a su hija Patricia: “Calles con historia. San Antonio del Gualeguay Grande” (2013). La ciudad de Gualeguay, todos sus habitantes deben estar agradecidos por su trabajo de divulgación y de construcción de la memoria de la ciudad.
Nidya es dueña de una pequeña y notable pinacoteca. Obras de Roberto “Cachete” González, de su mujer, la retratista Lydia Tchira, Antonio Castro, Vicente Cúneo, Raúl Gastaldi, dicen presente en las paredes de su casa. Con motivo de una entrevista la visité hace un tiempo. Sobre el final de aquella charla, salió a escena la figura de Cachete. Ya había apagado el grabador cuando ella me contó una historia fantástica alrededor de un cuadro.
Hacía un año que tenía en mente escribir un libro sobre el pintor. El último impulso me lo dio Nidya cuando me contó la historia. En ese momento se lo dije: vas a figurar entre las dedicatorias del libro, porque fue su historia la que terminó de dibujar la cara de ese impulso que respiraba en la sombra. Días después volví a su casa y Nidya Rampoldi volvió a contarme la historia.
Frente a parte de la pinacoteca, frente a la maravillosa presencia de la pintura de Antonio Castro, la dueña de casa inició el relato, dio las primeras pistas de uno de los personajes principales: “Fue a mediados de los 60. Lo conocíamos como el Gordo Pezzutti. No tenía hermanos. Cuando sus padres murieron tuvo que vender la casa de la familia. El padre, Francisco, había sido intendente de Gualeguay entre 1923 y 1929.
Vivía enfrente de mi casa, era médico. Se había divorciado, la esposa era hermana de Juan José Manauta, y había conflicto. Él vivía inmerso en esta pelea. Otra de las hermanas de Manauta estaba casada con otro médico, el doctor Guerra. Siempre había comentarios sobre estos problemas de familia. No había muchos médicos en Gualeguay.
A Pezzutti le encantaba jugar al carnaval, a mi marido también, al punto tal que nosotros justo estábamos construyendo nuestro frente, y decidimos hacerlo con un techo de terraza: para poder jugar al carnaval con la casa de enfrente.
Al Gordo le gustaba comer bien, charlar, y de vez en cuando lo invitábamos a cenar. No muchas, cinco o seis veces. Eran unas cenas interminables, tomábamos vino, y trasegábamos todo lo que podíamos”.
En una sobremesa apareció el principio de la historia: “Bien entrada la noche hablábamos de arte, y él dijo: Yo tengo un cuadro de Cachete González. Yo todavía no conocía la obra de Cachete. El Gordo Pezzutti, en una de esas noches de cena y sobremesa larga, contó la historia del cuadro.
Había vendido la casa familiar. Y había separado los cuadros en dos grupos: en uno todos los que quería conservar, y en el otro todos los que eran para vender. Dejó un encargado para el remate. Cuando volvió se encontró con que le habían rematado los cuadros que él quería guardar, y habían conservado los que quería vender”.
El horror había sido consumado, pero: “Una noche de invierno lo llaman del barrio Villa Alegre. Era un barrio muy pobre. El Gordo era un hombre que atendía con mucha dedicación a sus pacientes. Entró al rancho casi en cuatro patas, la puerta era muy baja. Atendió al hombre, le dejó remedios. Vino la pregunta de siempre: ¿cuánto le debo, doctor? Pezzuti había observado el interior del rancho con detenimiento. Contestó que no iba a cobrar dinero, y que como pago quería aquello que tapaba una ventana. Un cartón doblado a la mitad: era un cuadro de Cachete González. Se lo dieron. Lo hizo enmarcar. Fue así cómo recuperó uno de los cuadros que había pertenecido a su padre”.
Lo sucedido es parte del costado mágico que tienen los días, de qué manera habrá llegado el cuadro hasta ese lugar, continúa Nidya: “Siempre me decía que me iba a regalar el cuadro. Y no pasaba nada. Me decía que Cachete era muy buen pintor, que en Gualeguay todavía había buenos pintores. Después de cada promesa, a la mañana siguiente, yo esperaba que me lo mandara. Una noche se lo dije: siempre me prometía el cuadro, pero no cumplía. Y que al día siguiente le iba a mandar una muchacha para que le recordara que me tenía que mandar el cuadro. Así lo hice. Y la muchacha volvió con el cuadro”.
Nidya, como es costumbre, habla pausado, es su manera de reencontrarse con la historia. En su cara se refleja el hallazgo del recuerdo, mientras busca las palabras adecuadas para transmitirlo: “El cuadro, efectivamente, era un óleo pintado sobre cartón, quebrado al medio. Estaba mal enmarcado, sin paspartú, con un marquito miserable. El cuadro era bueno, me encantó. Lo primero que hice fue averiguar quién enmarcaba bien en Gualeguay. Me indicaron a Peruco Correa, en ese entonces estaba cerca de la plaza. Le expliqué, nos pusimos de acuerdo, y lo trabajó bastante bien. Perfecto hasta el día de hoy”.
En este momento del relato, el asombro ya existente comienza a acentuarse con cierta cuota de misterio: “Pero la obra tenía un detalle: no tenía firma. Con los años conocí a Cachete. Un día vino a ver a mi marido porque al hijo le había dado un ataque de asma. Estaba desesperado. Mi marido lo atendió. Volvió a venir en algún momento a traer un cuadro o un dibujo en agradecimiento. Y entonces le dije que yo tenía un cuadro suyo sin firma. Se lo mostré, y me dijo: ‘Sí, todavía me acuerdo, es de cuando recién me fui a vivir a Buenos Aires… estaba en el puente Pueyrredón, mirando la zona de La Boca, y mientras pintaba el cuadro estaba muerto de frío’”.
En el mismo ambiente donde charlábamos, el buen fantasma de Cachete volvía a estampar su firma: “Me pidió que le alcanzara una lapicera. Le di una estilográfica. Lo firmó en el ángulo inferior derecho, sobre el cartón, en un lugar que está libre de óleo. Yo estaba feliz”.
El tiempo siguió con su tránsito entre las criaturas: “Cachete volvió a venir por lo mismo o por otras circunstancias referentes a la salud. De vez en cuando nos traía un cuadro de regalo”.
Así estaba la historia cuando: “Un día noto que la firma del cuadro había desaparecido. Estaba enseñando las obras que teníamos a una amiga y me di cuenta. Cuando vuelvo a ver a Cachete, le recuerdo el asunto, y le digo que la firma había desaparecido. No recuerdo qué lapicera habremos usado en ese momento: Cachete firmó en el mismo lugar. Una firma de trazo claro”.
Pero la historia aún no termina: “Volvió a pasar el tiempo, y un buen día me di cuenta de que la firma se había ido”.
Nidya intenta bosquejar un plan: “Me dije: si viene Cachete se lo tengo que hacer firmar. Pero como Cachete caía en cualquier momento, no me daba tiempo a nada. De haber podido hubiera tomado la precaución de buscar otra lapicera mejor o a lo mejor un lápiz. Cuando Cachete volvió a aparecer, otra vez usamos una lapicera cualquiera de las que se usaba en esa época”.
La dueña del cuadro se lamenta: “Y es el día de hoy que el cuadro está otra vez sin su firma. Me lo firmó tres veces a mí, y hay que sumar una cuarta, la original, cuando él terminó de pintarlo. Supongo que debe haber alguna sustancia químicamente activa que se come la tinta común”.
En una nota aparecida hace ya un tiempo (“Hace dieciséis años”), incluí una apretada síntesis de la historia del cuadro de Rampoldi. En el final de dicha nota escribí: “La firma y el firmante parecen estar ausentes mientras el cuadro sigue a la vista”. Hacía referencia a la condición de buen fantasma de Cachete, que está y no está, esencia primera de la condición fantasmal, y hacía referencia a las omisiones de su nombre en el universo de la pintura argentina, un paralelo con el misterio de la presencia y ausencia de la firma. Cuando tomé fotografías al cuadro, cuando hice una de detalle sobre la zona donde aparece el doblez en la pintura, vi claramente la rajadura, una grieta notoria que atravesaba el paisaje. Pensé que esa falla podía simbolizar el quiebre sufrido por la totalidad de la obra de Cachete. La rajadura muestra dos costados en su historia de creador, abre dos tiempos, uno: en el que fue Gardel, joven en Europa y Buenos Aires, lo atestiguan la obra producida, las críticas recibidas, y las publicaciones en las que aparecía: Cachete era figura entre grandes figuras, y el otro: el tiempo sombrío nacido cuando los hacedores del mercado del arte prácticamente decretaron que Cachete casi no había existido. Salvo en su Gualeguay, donde todo el mundo guarda memoria, y salvo entre los conocedores del mundo del arte: los mismos pintores, la mayoría de las personas no saben de Cachete. Fue condenado al silencio, a la desaparición. Nunca se le perdonó al gualeyo que regalara, de buen tipo nomás, su obra; nunca se le perdonó que la entregara a cambio de lo mucho o poco que necesitara para vivir. Nunca le perdonaron que debido a esto, los que hacen negocio con la obra de los artistas, no pudieran hacerlo, porque el autor había sembrado su obra entre la gente.

Un tajo de sombra para la historia de Cachete: mientras tanto sus cuadros siguen a la vista.

1 comentario:

  1. Excelente, como siempre. Gracias por rescatar nuestra cultura gualeya. Abrazo

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