domingo, 24 de noviembre de 2013

Deolindo Romero le saca lustre a su historia

No hay un relato único de los lugares, los barrios, las ciudades. Existe el puramente geográfico, la senda de los bustos y los bronces que registra la historia grande, y existe la escritura de la novela en la que los habitantes de cada tierra y momento se erigen en personajes de la vida cotidiana. Haciendo sus vidas construyen la historia de las calles, la historia íntima, pequeña, que a veces se instala en el relato popular, esos relatos y retratos, verdad y ficción que van de la mano, en que muchos hombres y mujeres que ya no están, vuelven cada vez a la vida, por ejemplo, en los alrededores de un churrasquero. Todas las ciudades tienen su “gente”: personas señaladas por el trajinar de los días, que hicieron historia simplemente viviendo y contando los detalles de su pasado. Esos sucedidos son los que van formando una segunda línea del relato histórico, como una línea de sombra de la historia mayor, donde es posible encontrar la sustancia de basamento del quehacer emocional de la “gente”.
A poco de llegar a Gualeguay tuve la suerte de conocer a Deolindo Romero, mi vecino. Intercambiamos nuestros papeles escritos, y básicamente hablamos. En la charla dejaba entrever relatos de personas y anécdotas muchas veces relacionadas con su vida. Aparentaba tener memoria viva, y no me equivoqué. Estuve varios meses diciéndome: tenés que hablar con Deolindo. Al fin llegó el momento, el relator bajó de su bicicleta y tomó la palabra: “Gualeguay fue fundada en 1783 por Tomás Rocamora. También fundó Concepción del Uruguay y Gualeguaychú. Este hombre trajo indios del norte cuando se disolvieron las misiones. Eran de dieciséis tribus pequeñas de artesanos, principalmente para trabajar en la construcción de la iglesia rancho que estuvo en el centro de la plaza Constitución. Yo nací en lo que inicialmente fue un asentamiento indígena a orillas del Gualeguay. Los Romero vivíamos al lado del río. El asentamiento estaba al fondo, al sur del Hipódromo actual, una zona de arroyos y lagunas. Mi padre nació en 1920, él era tercera generación de esos pobladores originarios. Me acuerdo que no entendía qué hablaban los hermanos de mi abuela, Martín y Eufemio, una mezcla de lenguas: quichua, guaraní y no sé qué más. En 1867 debido a la peste, se hizo un cementerio para el lugar. Yo conocí las cruces, jugaba en el cementerio viejo. Soy nacido en 1942. El asentamiento existió hasta el 52. Estábamos en el centro de las tierras blancas, de las que contó el Chacho Manauta”.
Le pido a Deolindo que cuente sobre el asentamiento: “Se vivía de manera primitiva, cada cual hacía su rancho en cualquier lugar, ahí no había alambrados. Los Romero eran unas diez familias, más o menos. Había otras familias: Torres, Peña, Miño, González, había morochos y gringos: Patterson. Era como un barrio. Cerca había un paso por donde se llevaba la hacienda, y a veces pasaba que se soltaba algún animal bravo entre el rancherío y había que cuidar a los gurises. Después empezó la dispersión, muchos se fueron cansados de las crecientes”.
¿Cómo se ganaban el pan sus habitantes?: “Eran hacheros, poceros, pescadores, cuidadores de caballos. Mi papá fue lechero, después hachero junto a sus hermanos, y terminó de carrero. Las circunstancias lo llevaron al carro, era analfabeto y radical, no era peronista, y como no tenía el carnet, eso era el año 50, se tuvo que comprar un carrito para poder trabajar. Mi mamá era Emiliana Arellano (1913-2003), ella era de una familia acomodada en decadencia, sus padres habían perdido todo en el juego, y esa gente que no tenía nada se iba a vivir a las tierras blancas. Así se encontró con mi papá: Ignacio Romero (1920-2005)”.
En el relato aparece su primera pista para la memoria: “El primer recuerdo que tengo es de cuando tenía dos años. En 1944 vino una creciente. Los soldados nos llevaron a una cancha de fútbol, donde ahora es el barrio 25 de Mayo, y nos dieron comida. El regimiento 3 de Caballería se fue en el 45”.
Pregunto por la escuela: “Empecé la escuela en el 50, me venía de allá todos los días a la segunda escuela Marcos Sastre, cuando estaba en la calle Carmen Gadea. La primera estuvo en Correa y Quintana. Tuve la suerte de hacer la primaria ahí, a medida que pasaba los grados se agregaban grados, cuando entré había hasta tercero. Mi papá intentó aprender a leer y escribir en la primera Marcos Sastre, apenas si lo logró. A la clase entraba todo el que quería aprender, mayores y chicos. Mi papá y yo tuvimos una misma maestra: Luisa Garagarza, que vivió más de cien años. Desde cuarto grado tuve que ir a trabajar, era costumbre, pero igual la terminé. A los talleres se entraba a los doce años. Cuando fui a la escuela conocí la luz eléctrica, quedé asombrado, y donde me llevé un susto fue en el baño, yo no conocía, allá eran chozitas, la primera vez que entré justo uno tiró la cadena, del susto llegué hasta el patio. Yo tuve que aprender todo desde abajo, para mí pasar la calle ancha era ir alto, si yo venía del monte, igual con las primeras veces que vi autos. Empecé a conocer el centro en el carro de mi papá”.
La escuela abrió a Deolindo un mundo nuevo, y también lo llevó a la asistencia pública: “La primera vez que me fueron a dar una vacuna, yo me escapé con la aguja prendida del pecho, yo no conocía nada, estaba nervioso, primero en un brazo, en otro, y cuando tocó el pecho, me escapé. Cerraron la puerta, me agarraron, yo estaba loco. Al segundo año superé eso yo solo. En casa pedí ir a darme la vacuna: yo voy a ir, y cuando llegó el momento tenía todos los nervios, pero en la cabeza sabía que me tenía que controlar. Y lo hice”.
Fueron años de esfuerzo: “En la escuela me destaqué mucho por la lectura, y sin tener nunca un manual, en mi casa no teníamos nada, a los doce años yo estudiaba con una mesa de luz y un candil. Como tenía que ir a trabajar, los deberes los tenía que hacer de noche, a la mañana la escuela, a la tarde el taller. Fui el mejor alumno de cuarto grado. Cuando llegabas a sexto podías presentarte en otros trabajos, como el banco o a la Casa Bisso, pero yo elegí el taller, me gustaba el trabajo”.
Deolindo Romero fue a trabajar al taller de la carpintería Sperandío, fundada en 1888: “Mi viejo llevaba con el carro los muebles que fabricaba Sperandío. Cuando tuve edad, me metió al taller. A los diecisiete años ya era oficial lustrador, fui muy conocido en Gualeguay por hacer este trabajo. En el taller se hacía de todo, yo lustraba muebles, si faltaba un carpintero, te ponían ahí, aprender bien algo llevaba muchos años. La paga era poca, fui oficial mucho antes, pero bueno, así era el asunto”.
Rescata en su formación como hombre dos “suertes” para su destino: “Siempre fui gran lector, me compraba libros, y después hay que tener la fortuna en la vida de tener buenos amigos que te van guiando, los amigos son la verdadera familia de tu vida, los buenos amigos. Disfruté las noches de música, de bohemia, de sincerarme con el amigo. Yo siempre fui candidato a seguir aprendiendo, hasta hoy soy alumno, por ahí escribo algo, soy amigo de muchos poetas de Entre Ríos”.
La vida laboral de Deolindo tiene ribetes de personaje de película de miedo, aunque asegura que él nunca se sintió afectado: “Hice la colimba en Rosario del Tala, en Artillería a caballo, año 1963, me tocó cuidar las elecciones donde fue elegido Arturo Illia. Me soltaron el 22 de noviembre de 1963, el día que mataron a Kennedy. Entro de nuevo a la casa Sperandío. Después me oferta trabajo la funeraria Otegui. Me dijeron que yo entraba para lustrar ataúdes, que no iba a tener que andar con los muertos. Sorpresa mía fue cuando tuve que ver con los muertos. Yo no sabía, como el 1 y 2 de noviembre era día de ánimas, se pedía el lustre de los cajones en los panteones del cementerio. Durante octubre casi ni pisaba el taller, trabajaba en el cementerio. Al final, nunca me impresionó trabajar con los muertos. No había diferencia entre un ataúd que estaba vacío o uno que no. El cementerio lo caminé mucho, desde 1965. Cerró Otegui y abrió la casa Grasso, que habían sido empleados de Otegui, año 1969. En Grasso hacíamos de todo, desde hacer el cajón hasta encajonar. Después me cansé, era mucho trabajo, días largos. Yo era muy amigo de ellos, pero trabajé hasta el 77. Me llamaron de Sperandío, estuve 22 años, hasta que cerraron. Después hice changas por mi cuenta: lustre, tapizado, restauración de muebles. La gente me conoce, de gurí iba en el carro a llevar muebles, y después la bicicleta, desde que vine de la colimba no me bajé más de ella. También caminé mucho, porque era deportista, hice boxeo, fútbol, natación, maratón”.
En relación al tema de la muerte y sus ceremonias, Deolindo recuerda: “En la ranchada donde yo me crié se hacía un fuego para atender a los que venían al velorio, un asado. Se estilaba en las casas: bebida fuerte para los hombres, anís para las mujeres. Allá se ahogaban muchos chicos: el río, los arroyos. Los acompañamientos de las criaturas se hacían a mano: los pibes nos turnábamos hasta el cementerio, llegábamos hechos pedazos. Se pasaba por la iglesia donde había un personaje que se llamaba Catón, y que acompañaba a todos los muertos de Gualeguay. Él estaba siempre ahí, preguntaba: ¿Quién es el finadito?, y marchaba para el cementerio. Era costumbre. Catón vivía en la calle, lo hizo hasta que le llegó el momento de morir”.
En cada charla que se da con Deolindo en la puerta de casa, justo cuando él va camino o está saliendo del almacén de don Enrique, siempre aparece, es inevitable, su pasión: la historia. Pregunto por el origen de esta elección de vida: “En la escuela me interesó mucho la historia, prestaba mucha atención, yo no tenía libro, todo lo entendía en la escuela, donde la maestra exponía el tema. A mí no me mandaban a cortar figuritas, ¿de dónde las iba a sacar? Saber de San Martín, Belgrano, pensaban tan lindo, me gustó tanto que quise ser militar. A los dieciséis años hice un intento en la escuela de suboficiales de Campo de Mayo, pero pedí la baja. No era lo que yo había pensado, la injusticia me corrió, no me entraba en la cabeza que me dijeran que esto era verde y yo veía que era blanco. Después seguí leyendo historia, me interesó el revisionismo. Era deportista y además quería tener cultura. Leí sobre los caudillos, me interesó Pancho Ramírez. Leí muchos autores, porque si se escribe desde Buenos Aires, las cosas se cuentan al revés. Rosas, Urquiza, tipos bravos en tiempos en que a veces no había que dejar prisioneros y se mandaba a los degolladores. Y de leer sobre personajes de la historia, llegué a interesarme por la Masonería, otro de mis temas de lectura preferidos. No tengo método, me gusta conocer, soy autodidacta, como en la música o la escritura, hago las cosas a mi manera”.
Si pienso en la Gualeguay que estoy descubriendo, enseguida veo un hombre en bicicleta. Siempre sonriente y con ganas de comunicarse. Deolindo Romero, el hombre de la bicicleta, aquel que fue presidente en 1966 del hoy desaparecido club Reconquista, sale en busca, cada día, de la historia y su gente, todo ese paisaje a la sombra que se acomoda dentro de la historia grande que se guarda en los libros.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Una memoria de Gualeguay

Vicente Cúneo
Hace seis meses que dejé acomodada en el pasado mi ciudad de Buenos Aires. La anoto como mía, porque la hice mi compañera a través de los años en incontables mesas de café y en sucesivos departamentos de paso. En todos estos paisajes estuvo presente mi escritura. Hoy, a seis meses de respirar los tiempos en la órbita de otra ciudad, la amigable Gualeguay, sé que Buenos Aires sigue siendo mía porque la escribo, la habito desde la tinta y la memoria. Ella se vino conmigo, pero no para florecer en charcos nostalgiosos que posibiliten un lagrimón, sino para acompañar el relato de las historias de este nuevo paisaje amanecido.
Es cierto que en Gualeguay me falta el murmullo que habita en cafés como el Cao o el Margot, donde tan placentero es escribir sobre la mesa elegida. Pero también es cierto que Gualeguay ofrece una atractiva poética desde la ventana maravillosa del recuerdo. Por momentos esta ciudad me parece un gran fantasma, uno de los buenos, que de día se guarda entre los árboles del parque Quintana -necesita siempre estar cercano al río-, y de tardecita, sale a hacerse lugar en las palabras de los hombres memoriosos. No sale el fantasma todo, sólo el indicado, porque el mayor está compuesto por un puñado de fantasmas, cada uno de ellos se ocupa de un área determinada de la memoria. El interior de un fantasma es, en esencia, muy parecido al de un hombre: un puñado de almas simples construyendo el alma guía, porque una multitud de hombres hay en cada hombre.
La memoria cercana a los cafés, a los libros, a los escritores, a los objetos propios de un museo, a los hechos anecdóticos que guardan las vidas de los hombres memoriosos, desde estos sabores es que mi escritura se encuentra conmigo, y después con quien guste tomarse un momento con la palabra. Imaginen entonces el principio de esta película: gran plano general de apertura mostrando el universo gualeyo, una tentación para quien pregunta y anota. En momentos así gana mi interior el alma de escritor que atento sale en busca -lapicera, papel y grabador en mano- del fantasma que sepa contar las historias que más me gustan. En estas situaciones que tienen que ver con el mundo de lo fantástico, es necesaria la aparición de una figura: el médium, el nexo entre el ayer y el hoy. El buen destino me ha llevado a encontrarme con algunos de ellos, por eso puedo sumar historias y pensamientos en las páginas de El Debate Pregón. Gente aplicada en reconocerse viva mientras son muy concientes de que son fruto del pasado, de la memoria, mezclada, condimentada, con los vientos cambiantes del presente. Gente atenta en la identificación precisa de esta vida: una dama que no pertenece sólo al rumor de nuestros días. Por eso cuentan, recuerdan, por eso el buen fantasma de la ciudad se expresa a través de ellos.
Gualeguay es más íntima que Buenos Aires, mucho más quieta, lenta y humana. Cuando camino sus cuadras cortas, de manera inevitable pienso en los hombres destacados que dio a la cultura. Entonces camino por donde caminó Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Emma Barrandéguy, por estas calles anduvo Cachete González o Derlis Maddonni, y me descubro emocionado, como si lo imposible pudiera darse, y entonces, mientras voy hacia la plaza San Martín con Julia, mi hija, yo pudiera, en cualquier instante, preguntar: ¿Cómo anda, Juan José Manauta?, ya que no me animaría a llamarlo “Chacho”. Aclaro que no estoy haciendo literatura, simplemente me ocurre: me digo que estuvieron donde yo estoy, y así es como la travesía torna en maravilla emotiva. Me he sentido en un tránsito especial las veces en que iba camino a la casa de Aron Jajan, un médium excepcional. Las de Aron son clases de historia, de vida, de valores. Si a un gran testigo de los días, le sumamos la observación crítica y el pensamiento, el resultado es precisamente este gualeyo notable. Porque no hace falta haber sido artista reconocido para honrar la posibilidad de contribuir a la memoria, Aron no lo es, y tampoco Deolindo Romero, mi vecino, que siempre está buscando entre las páginas de la historia no oficial, porque lo hace feliz saber, aprender más. Es un gran conocedor de la ciudad, de su historia, de su gente. También trata de contarla. En su bicicleta lleva y trae historias, y sospecho que la mejor de todas, es la de su propia vida.
En mis notas publicadas en estos meses han pasado varios gualeyos (nativos o por opción) que contribuyen a la historia de la cultura en esta ciudad. El quehacer cotidiano de Vicente Cúneo, Marta Argot, Gustavo Gálligo, Leticia Manauta, Marisa González, Daniel Figueroa, Iris Wulfshon, Alfredo Presentado, Lisandro Ziperovich, Daniel González Rebolledo, más lo hecho por los notables que ya se fueron para el barrio del después, y más los que aún faltan invitar a la charla, todos ellos hacen, construyen, la memoria de esta ciudad.
Como compensación a la falta de murmullo de café en Gualeguay, el fantasma indicado para esta zona de la memoria, me regaló el recuerdo de la Confitería El águila, donde Cachete González, en el baño, sobre uno de los mingitorios, dibujó al mozo/boxeador: el Chueco Pino; después me contó del famoso café Murugarren; y entornó apenas la puerta del café Irún, para que sepa que de él todavía me falta una memoria. El fantasma se encargó de señalarme que en él, el artista plástico Derlis Maddonni, realizó dos murales en 1967.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Daniel González Rebolledo de Finisterre

La charla con el escritor Daniel González Rebolledo deja en claro lo valioso que es escuchar a una persona que es consciente de su pasado, que es agradecida, y que no carga con verdades absolutas. Daniel en todo momento apuesta a la percepción poética del mundo, un juego que transita en libertad. Es bueno encontrarse con un escritor que no está en pose: bien lejos de todo título nobiliario. Simplemente es un hombre que trabaja el oficio. De no hacerlo, perdería su identidad.
Fotografía de Catalina Boccardo
El autor tiene una pista cierta de sus comienzos: “Yo iba a la escuela Marcos Sastre de la calle Gadea. Mi maestra de 5º grado Enriqueta Francolini, me hizo ver dos cosas: una rima de Bécquer, que hasta hoy recuerdo, y me descubrió el misterio de la palabra, que se podía encontrar en la poesía y también en la prosa. Hicimos un trabajo práctico donde la prioridad era usar puntos suspensivos en por lo menos dos párrafos y sobre todo al final. Ese dejar en suspenso el pensamiento, y ese dejar al lector la connotación final, elementos que yo desconocía, tenía 10, 11 años, significó descubrir otro mundo, el creativo. Ese fue mi primer trabajo literario: escribí tratando de usar aquello que me acercó esta maestra. De ahí la importancia que tiene el rol del docente en la primaria, puede descubrir el milagro de la palabra al alumno. Después empecé a escribir mis primeros poemas, que la maestra leía. Tuve la suerte de tener en la secundaria una excelente profesora de letras: Margarita Rivarola. Ella insistía en ver las producciones de sus alumnos adolescentes. Cuando llegué al profesorado de matemáticas, ella me dijo: No te voy a perdonar nunca que no te dediques a las letras. Le contesté que necesitaba un equilibrio entre el fuego y la razón, que la matemática era el equilibrio, y que iba a seguir escribiendo”.
El joven Daniel comenzó a estudiar matemáticas, pero hizo un alto en la huella: “Gualeguay, en los peores momentos del Proceso, era una especie de isla en la que no terminábamos de saber bien qué pasaba. Lo fue antes de irme a Buenos Aires a estudiar teatro en la Escuela Nacional de Arte Dramático, donde fui perseguido hasta que un abogado me aconsejó que me borrara, y lo fue al regreso: la isla estaba ahí. Un grupo de jóvenes alquilamos una casa. La casa era de la familia del juez que había en Gualeguay, y esto, nosotros no lo sabíamos, nos dio cierta protección. Se sabía quiénes éramos y lo que hacíamos: música, teatro, presentaciones de libros. Ahí estaba Cary Pico. La Casa de Antares fue nuestro refugio entre el 79 y el 82. Recuerdo que había un policía de guardia mirando lo que hacíamos. Terminó compartiendo los mates y las actividades. Para nosotros era natural que hubiera un control. Hicimos muchas cosas, y a esto se sumó lo hecho, desde 1974, por el maestro Feliciano Rodríguez Vivanco junto a Leoncio Larrategui en el colegio. El ‘Encuentro Cultural de la Juventud’, más allá de los reparos que hoy se podrían plantear, fue muy positivo para los jóvenes. Era de lo mejor en la isla. Vivanco era el padre deseado por cualquier adolescente, los encuentros fueron su maravilla y su virtud. Allí los jóvenes se expresaban, a lo largo de una semana, en poesía, pintura, música, teatro, y mucho más. Ahí me presenté por primera vez como cuentista”.
Pregunto por el teatro: “El teatro fue, desde los 18 años, una vertiente inagotable. El hecho de poder representar a otros, otras vidas, fue para mí siempre otro vehículo, distinto al de la literatura”. DGR recordó sus comienzos de teatrero en Gualeguay y Larroque. El teatro suspendió las matemáticas y salió para Buenos Aires. Relató sus experiencias durante el Proceso, pero sin entrar en detalle, afirma que no tienen importancia frente a tantas otras historias terribles. Estuvo dos años. Recordó que había, a pesar de la diáspora, profesores muy buenos. El trabajo era intenso. Y además tenía que trabajar para comer y pagar la pensión. Jorge López, un profesor, que todavía enseña en Lomas de Zamora, avisó que se tenía que ir de la Escuela. Propuso a seis alumnos, Daniel entre ellos, seguir con un taller sobre Grotowski fuera de la institución. Dice Daniel: “El teatro de la crueldad, y la crueldad estaba en el exterior”. En el 79 cayó preso: por joven, por usar barba, por estudiar teatro y leer al Che Guevara. Volvió a Gualeguay donde formó un grupo de teatro independiente: “Gente de la Legua, en honor a aquellos cómicos que solo los dejaban entrar hasta una legua de distancia de las ciudades del Medioevo, eran peligrosos por ser artistas”. El escritor teatrero terminó matemáticas y como docente dejó Gualeguay en el 82. Volvió en el 86 y retomó el contacto con el grupo, pero ya desde el lugar de autor. Hizo un taller de dramaturgia con Mauricio Kartun. Ganó el premio Fray Mocho, que entrega la provincia de Entre Ríos, con la obra “La yegua blanca”: “A esta obra le debo la legitimación como teatrero. Así se me abrió el mundo de la dramaturgia. Me dijeron que soy un dramaturgo que escribe otros géneros, y que yo soy un poeta que escribe otros géneros. Todo es muy relativo, solo sé que soy un tipo que escribe”.
Daniel transitó varios géneros, distintas formas de contar: “El vehículo inicial para un joven es la poesía, que es el misterio que puede tomar la imagen o la metáfora, o el poder soltar lo que se siente. La poesía es la libertad, después uno redondea y reescribe, porque sea el género que sea, si uno no reescribe, está muerto: el oficio está en la reescritura, no en el parto. Ojalá hubiese sido sólo cuentista, me produce un gran placer sentir que he redondeado una historia. Como siempre, deben estar presentes las lecturas de los grandes maestros y el aprendizaje de la vida. En la novela experimenté el seguir la historia que a veces te plantea un personaje, porque sucede, como decía Pirandello, que algunos personajes te conminan a que les des más aire para decir qué les está pasando. Pienso que la novela, y más para un escritor de provincia, es como haberme graduado de escritor. Recién después de todo el trabajo de escritura y revisiones de mi segunda novela: La novia del Clé, pude realmente sentirme un escritor. Sucedió después de transitar la poesía, el cuento, el teatro. En las novelas está lo mejor que he escrito como autor de provincia, de sedimento, como decía Emma Barrandéguy, nosotros somos una especie de cimiento sobre el que se construye un tapial, ayudamos porque somos buenos lectores, buenos docentes, y nunca vamos a estar en la altura del tapial, porque para eso hay que entrar en otras cuestiones, como es el mercado editorial”.
El escritor publicó dos novelas: “Los Kennedy del Sur” y “La novia del Clé”. Su lectura revela al menos dos señales: que efectivamente es un autor de provincia, porque la lleva en la mirada, y por eso ambas están ancladas en su tierra; y que su escritura está enriquecida por variadas lecturas en el grado necesario para alcanzar la voz propia: “Los Kennedy nace a partir de un hecho histórico. Encontré la historia en diarios de época en el museo de La Paz. Son tres hermanos que se sublevan frente al golpe de Uriburu en un lugar desconocido del interior de la provincia. Los diarios marcaban la zona en Brasil o Paraguay, no tenían idea. Buenos Aires reprimió, hasta hubo ataques de aviones. El libro sirvió para que en La Paz se pusiera en valor esta historia que es importante para la ciudad, pero también lo es para el país. Los Kennedy dijeron ‘no’ a un militar que usurpaba el gobierno, y ‘no’ también a Justo, que era un militar disfrazado. Ellos adherían al Radicalismo, cuando este partido era revolucionario. La historia me llevó a hacer una maestría en investigación, quería saber científicamente qué era investigar. Hay dos ediciones de la novela. La que hizo la editorial de la Universidad de Entre Ríos, que es donde concursó y ganó el premio de la publicación, no tiene el romance incluido. Yo lo agrego cuando asumo la segunda edición. Escribí el romance en paralelo con la prosa. Creo que complementa la historia desde otro soporte y lenguaje”. Este es un acto de audacia del autor: prosa y poesía “hacen” su novela. Continua DGR: “En La Novia del Clé también hay una anécdota inicial, y que pertenece al relato popular, que fue el tema de la tesis de mi maestría. Siempre me fascinaron las historias que quedan en la narración oral, y que aún hoy tienen en algunos lugares de nuestras provincias una actualidad increíble. En dicho trabajo sobre esas criaturas en las que aún se cree, me faltó la historia de la novia del Clé. Me la contó un amigo: Emilio Abraham, su abuela que era medio india se la contaba: una mujer que es abandonada y que se suicida en el Clé con su vestido de novia. Se convierte en un ánima en pena que se aparece en el puente sobre el arroyo. De distinta manera, en las dos novelas, sucedió que los personajes pidieron más aire. Hablo con ellos, los sueño, como decía Marguerite Yourcenar, lograr una voz es escucharla en algún lugar, en mi caso, en el sueño”.
Daniel da su definición de cómo es un escritor, a partir de lo que le sucedía mientras enseñaba el teorema de Thales: “Es un pobre tipo, el escritor es un ser muy sensibilizado por lo que sucede en la sociedad de su época, todo el tiempo, a la vez sabe que el único modo que tiene de reaccionar es a través de la palabra, y esa palabra es realmente una botella tirada al mar, porque es muy difícil que haya mucha gente que pueda poner en valor esa palabra que tanto le cuesta desde lo sensible. Nunca creí en poder vivir de la escritura, y no tenés más remedio que escribir porque de lo contrario ‘no serías’, dejarías tu alma. Pero hay que comer, entonces ese pobre tipo que está en pugna permanente para ver cómo logra el tiempo que necesita para escribir, entra en esa esquizofrenia que te lleva a ver que sos un ser muy dividido al que le cuesta muchísimo todo. Las relaciones tampoco son sencillas, no cualquiera se banca a un escritor. Ni uno mismo: muchas veces no te bancás estar en ese estado. Por otro lado, ese ser tan tironeado, tiene el privilegio de saber que pudo meterse en el misterio más hermoso, el del juego de la palabra y la imaginación. Es haberse permitido el viaje en un oficio que no tiene muchas posibilidades”.
DGR sabe de Rulfo y García Márquez, de Tizón, con quien habló en varias oportunidades, ellos encontraron en su tierra el escape a un universo fantástico: “Ellos y mi relación con los personajes es lo que creo posibilita dispararme a lo fantástico”. En sus dos novelas el elemento fantástico es determinante en el paisaje narrativo: “Creo que en la soltura de la escritura aparece el vuelo, la alucinación. Desde el tumulto de la escritura yo ingreso a lo fantástico, lo encuentro o me encuentra, no está preestablecido. Tampoco es premeditado el destino de lo que empiezo a escribir: una imagen, una palabra, nunca sé si eso va a ser un poema, un cuento, lo sé después de trabajar un tiempo. Nunca pude programarme. Mi receta es escribir cuando el impulso interno no te deja otra opción”.
Fotografía de Catalina Boccardo
“Nací en 1952 en Galarza, donde viví tres días, pero si soy de alguna parte, soy de Gualeguay”, afirma el escritor. Pero en cuanto a su pertenencia, dejo asentado que visita la ciudad en calidad de buen fantasma, siempre en vuelo rasante. Para encontrarlo completo: buscar en la escritura o llegarse hasta su Finisterre, la chacra donde terminan las historias conocidas, y donde se alumbran las hacedoras de la nueva memoria.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Lisandro Ziperovich: un laburante del arte

Hace un tiempo compartí una cena con Lisandro Ziperovich en Buenos Aires. Antes había espiado su quehacer artístico en la web, y en casa decía presente uno de sus trabajos. Por su manera de expresarse, y de hacer referencia a determinados temas de la vida y el arte, “Lichi” me dio pista de ser un apasionado. Desde aquella noche del pasado que conservo el impulso de preguntar por su trabajo en los alrededores del arte. Creo que sólo el tiempo dice qué vida dedicada a un oficio se abre a la esencia propia del arte. Sucede cuando de manera inevitable, por condiciones y sensibilidades varias, se sobrepasa la línea de sombra que cobija el “mientras tanto” de innumerables intentos, como siempre, realizados con las mejores intenciones. El intento sostenido sólo certifica la búsqueda. El arte comienza cuando el hacedor se encuentra consigo mismo entre los vaivenes del oficio. Y esta manera de llegar al arte, nada tiene que ver con las falsas consideraciones del mercado. Hablo de arte, y no de negocios, cuando digo que a Ziperovich le va muy bien con el trajinar interno de su sangre asociada al pincel.
Pregunto por el laborar de cada día: “Mi quehacer en el arte es mantenerme alerta en el proceso de construcción. Nace una idea, fluye y va formando un espacio donde lo demás, casi todo, se detiene. Empiezo a trabajar y aparece. Yo no sé si soy un artista (y vaya uno a saber qué es un artista). Sí puedo afirmarte que soy un laburante del arte que se toma muy en serio lo que hace, porque antes que nada, amo lo que hago. Hay momentos de buscar o perseguir un concepto. Tratar de denunciar algo a través de lo que uno tiene para expresarse. Hay momentos en que realmente ignoro de dónde vienen algunas cosas que hago, pero las disfruto. ¿Quehacer en el arte?, es una buena pregunta. Mi respuesta es: trabajar. Perseguir lo que se quiere identificándolo bien antes, y no desesperar porque tarde o temprano llega”.
Llevo al laburante a los orígenes de su oficio: “Hay una línea familiar de artistas, bailarinas, escritores... se respiraba algo de ese olor a libro viejo en mi infancia. La historia que marca un poco el comienzo del asunto, a manera de ‘acá empezó todo’, es a los ocho años cuando, viniendo de una familia numerosa y para evitar contagiar a mis hermanos de una hepatitis fulera, me mandaron a vivir a lo de mi abuela, que es donde empecé literalmente a soltar los primeros caballos. Muchísimos blocks de dibujo, muchísimas historias. Mientras dibujaba iba relatando las acciones en el papel (animación es una deuda pendiente). Desde ahí cuento mi comienzo en esta carrera”.
El caldo de cultivo primigenio es muchas veces beneficioso, pero luego hay que salir a formar y perfeccionar la herramienta: “Cursé la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, donde adquirí algunos conocimientos que no tenía. Encontré gente (amigos aún) muy rica que enseñaba y compartía sin esa cosa turbia de dar y esperar, que hoy noto bastante en este ambiente. Antes de la Pueyrredón hice un taller, o nos hicimos amigos, con un artista a quien aprecié mucho, y era mutuo. Luis Budnik, que era de esos ‘laburantes’ cero postura, que saben un poco de todo esto del arte, y que son seres sorprendentes, mucho más elevados que los que por tierra persiguen cosas a las que la felicidad no llega a sincronizar. Un gran artista. Aprendí mucho de él y de mis compañeros de bellas artes. También de mis profesores”.
Lichi nació en Paraná en 1976, y a los dos años la familia se mudó a Gualeguay. Pido pista de sus recuerdos gualeyos: “Me fui de Gualeguay a los dieciocho años, habiendo terminado el secundario. Recuerdos tengo miles. Muchísimos y muy buenos. Recuerdo el olor especial que tiene la libertad de andar en patas pisando tierra y pasto, lavando los pies en zanjas en el río. Recuerdo el sabor único de la mandarina robada de los árboles (miles) que estaban en cada camino que explorábamos cada día. Recuerdo la tribu del 3 de Caballería con cariño. Recuerdo amigos de la infancia. Gente que aún veo, gente con la que no nos podemos ver, y gente con la que nos queremos ver. Recuerdo maestras malas y buenas. Recuerdo sobre todas las cosas, y esto lo uno al concepto de protesta escondido en mi laburo, el costo de todas las cosas. Hasta en el afecto, en la libertad prematura, en la mano que suelta. Irme como muchos, sí, fue esencial para mi crecimiento (paradójicamente uno se sentiría hecho si volviese a su origen a disfrutar de sus logros, pero aún no es el momento, tal vez no crecí lo suficiente). Hoy vivo en Buenos Aires. No me gusta del todo. Nunca me gustó del todo. De hecho extraño la montaña donde viví un par de años, en Jujuy. Podría estar tranquilamente en Gualeguay, ya se verá”.
En referencia a Gualeguay, le pregunto cómo juega en él, el hecho de saber que su ciudad dio nombres notables en las artes plásticas: “¡Claro!, ¿cómo no ser conciente?, bueno, se puede no serlo teniendo en cuenta cómo se han tratado algunos casos... en fin. Sí. Claro que sí aprendí en este orden a admirar a los que tenía cerca. Sin acercarme. Quirós, enorme. Cachete González era más a lo que yo apuntaba. Maddonni es genial, me parece excelente, es tinta que para mí es sangre. Así como González, también entraban a mi mundo (más del dibujo de chico) enormes artistas como Vicente Cúneo (gran persona humilde) de quien me colgaba de los trazos y tomaba como referentes por alcanzar. Como un pequeño Olimpo privado en los límites de mi infancia y mi pueblo. Lo de Castro es enorme, también puedo leerlo y creo que él me leería también… o me putearía. En este circo a veces no alcanzan las caras a maquillar. En espera primero está Raúl Gastaldi. Mi primer encontronazo cara a cara y de forma violenta con su pintura, fue ver un galpón del puerto lleno de cuadros de Raúl. Me congelé y ya no dudé de qué quería hacer con mi vida. Y está Pepe Quintana, quien tiene una sensibilidad bien tripera, de las que a mí me gustan. Hay muchos artistas y habrá más, espero”.
El trabajo de Ziperovich puede ser tomado por figurativo, por surrealista, pero elegí preguntarle su esencia y denominación al propio autor: “Es un paseo por el exorcismo del ‘malpasar’ cotidiano. La disconformidad o el cuestionamiento, asumo, deben salir o te pudren por dentro. Esto me lleva a una constante cada vez que expongo mi laburo. Mucha gente, entre sonrisas (como si uno aparte de artista, en los ratos libres fuera un ‘serial killer’), te dicen ‘Me encanta lo que hacés pero es muy ‘oscurito’’, y confieso que al principio tal apreciación me molestaba un poco por el hecho de que no estaban empatados mi esfuerzo por dejar ahí todo y el compromiso por ‘dejarse’ del espectador... con el tiempo aprendí a dejar en remojo los relojes y contestar que si ‘usted ve lo oscuro en mi trabajo está en lo cierto, usted lo ve porque yo ya lo saqué. Está ahí plasmado y listo para que usted, tan oscuro como yo, se reconozca como tal’. Los dejo con el compromiso. Yo ya exorcicé y me voy a tomar un vino... y la gente te quiere un poco más, o cree que sos un ‘serial killer’. Mi trabajo es amplio, tal vez algún día su nombre y yo nos encontremos. Lo dejo para quien trabaja en esas cuestiones”.
La obra de Lichi es sorprendente: composición, colores, temas, no se sale con la mirada ilesa. Me llamó la atención la cantidad de retratos, de cabezas, caras intervenidas con distintos elementos, cabezas de extrañas apariencias. Pregunté además por los materiales que utiliza: “Sospecho que de la cabeza sale y a la cabeza apunta. En el rostro y en los abrazos está la verdad de cada uno de nosotros. No puedo ni puede todo el mundo abrazarme y viceversa. Pinto muchos rostros, entonces. Y utilizo mucho el acrílico. Amo lo noble de la madera y el metal. El óleo es para cuando sea más viejo y menos frenético. Laburo con todo lo que tenga a mano. Son temporadas en que te enamorás de diferentes materiales”.
Lisandro Ziperovich desarrolla otras actividades dentro del ámbito de su “quehacer artístico”: “Como ilustrador siento que en parte es lo que quería como ‘trabajo’. También laburo como diseñador grafico. La ilustración es una tarea muy grata y a la vez un poco cruel, ya que los tiempos editoriales son muy acelerados. Entonces pasa que vos sabés que podrías estar entregando mejor calidad, pero prima el tiempo y si bien abrazás la idea, no siempre uno se queda conforme. Los editores, asumo que sí. Está también el costado donde surgen más los límites que se imponen, y eso es una forma (depende de cómo se mire) de aprender más de la tolerancia, que ‘no’ significa ser dócil. Así es que me he quedado afuera de varios medios. Es interesante. Vas saltando de rubro en rubro. Podés estar haciendo algo para un magazine cultural, tratando de no bastardear el existencialismo, y de ahí pasar al Merval y sus amigos (no siempre siendo un entendido en la materia), o a un americano que da por sentado que vos sabés qué pasó en Wichita porque está convencido de que el editor ya te explicó porque vos estás en el otro polo, y porque posiblemente no tengas ni idea de qué es Wichita. Trabajo para algunos medios nacionales y algunos de afuera”.
A Lichi le molesta “la hipocresía instaurada en la sociedad como un bien común y totalmente aceptado”, así se consigna en la biografía que aparece en https://www.facebook.com/ZIPERART/photos_albums. Consulto por su rechazo: “Sí, básicamente es eso. No solo ponerse en el lugar de denunciante de lo que a uno mismo no le cierra, también utilizar lo que se tiene para expresar el descontento. Yo soy más de alejarme cuando el nivel de hipocresía (post confrontación) supera cualquier entendimiento o idea de construcción. Me alejo, pero no a dolerme (o sí, depende el caso), sino siempre a crear... es como que me alimenta un costado el verme en estados, tanto de contradicciones como en lugares falsos, no reales y fingidos del otro”.
Todo artista tiene sus luceros esenciales: artistas admirados, por su obra, por su manera de ser. ¿Tus pintores admirados?, Lichi responde y va un poco más allá con sus consideraciones: “Miles. Primero que nada y por la persona que era (a través de sus propias palabras): Van Gogh. Después muchos más. Encuentro en todos algo donde parar y apreciar. Leer lo que pasó ahí. Me gusta Velásquez, Caravaggio, Rembrandt. Me gusta mucho Carpani (tengo un original que guardo con orgullo). Hay muchísimos pintores. Pero más me gustan esos que ‘son’. Nunca me gustaron los que ‘juegan a ser’, o los que pretenden montarse a un delirio y justificar cualquier crimen en el nombre del arte, que por cierto ampara en su ilimitado concepto tanto al que se toma en serio lo que hace, como para el que está en la búsqueda. Es buenito el arte, tiene una casa para cada uno”.