domingo, 29 de noviembre de 2015

Gualeguay: alegrías y tristezas




Las historias se acomodan en la memoria haciendo ronda, amigable remolino entre los días. Una persona se construye con pequeñas memorias, y también el lugar, el barrio, la ciudad, a través de esas pequeñas luces, que son, en definitiva, las que alumbran el camino de la vida. Es el deseo primero, la pulsión vital, lograr una memoria con la mayor cantidad de luces: recuerdos buenos. Creo que todos, al menos entre los primeros impulsos, esperan una buena cosecha desde la verdura de los momentos. Es necesario resguardar, si se hicieron bien los deberes y se respetaron los derechos, estos logros positivos, felices. Porque hay que saber que el ser humano, de perfecto, nada; distintos niveles de desbarranque o infelicidades cargaremos todos, nosotros como personas, y nosotros como sociedad. Pretendo contar algunas historias que tienen que ver con Gualeguay que, debido a su gente, guarda alegrías y tristezas.
Los encuentros con la poeta Tuky Carboni son una oportunidad de conocer el pasado de la ciudad y sus habitantes. Su memoria se ve contenida en los reflejos del presente. Tuky sabe de la importancia fundamental del pasado. El pasado es la madre.
Desde el ayer, la poeta recuerda una situación de la que fue testigo: “Le decían Cuarto Litro porque era muy chiquito, Camillión de apellido. Trabajaba como cobrador de algo. Cuarto Litro buscaba pareja de acuerdo a su tamaño. Yo tenía una tía que era chiquita; y tenía hermanas altas, igual que yo, chiquita y mis hermanos altos. Él se había enamorado de mi tía, o por lo menos le había echado el ojo. Se apersonó frente a mi abuelo, que era un personaje muy serio y circunspecto, para pedirle la mano de mi tía Virginia. Mi abuelo le dijo que primero tenía que hablar con ella, y que si ella lo aceptaba, él no tenía ningún inconveniente. Cuarto Litro quería algo educado, formal y respetuoso. Mi abuelo le preguntó a Virginia. Mi tía dijo que no tenía nada que ver con el caballero, que nunca le había hablado más allá de un saludo. Asombrado, mi abuelo le explicó que le había pedido la mano. Un día, yo estaba junto a mi tía en el balcón de la casa de mis padres. Llovía bastante. Y pasa Cuarto Litro manejando una bicicleta. Iba con paraguas y usaba sombrero. Cuando la ve a mi tía, de educado nomás, soltó el manubrio para saludar con el sombrero. No paró hasta la cuneta con agua”.
Pienso en este momento como una secuencia posible dentro de una película de Chaplin, y sí, me digo, Chaplin también anduvo por Gualeguay.
Tuky trae al presente a otro personaje: “Josengo, el torito. Era un disminuido. Pobre, andaba siempre muy sucio. Hubo dos cines en Gualeguay: el Variedades y el Mayo. Josengo se recorría las calles repitiendo la información que le habían dado sobre las películas que estaban en cartelera. Medio tartamudeando, pero cumplía con su tarea. Y esperaba la monedita. Se daba una vuelta con las películas de un cine, y después una más con las del otro. Era bajito y gordito. No sabía leer, le contaban aquello que después repetía. Era de apellido Muñoz”.
Me pregunto si Josengo habrá sido uno de los retratados por Juancito Kayayán, el fotógrafo; me pregunto si habrá tenido esa suerte este habitante de los bordes de la sociedad, este trabajador con una ocupación tan poética como es andar por los días contando historias.
Después de la risa y la poesía, le pedí a Tuky que me contara de las otras historias: “Yo tendría 11 años. Año 50, 51. Lo conocíamos como Tatú. Era un marginal. No conozco su nombre real. No tengo idea si era naturalmente disminuido, o si era así de tanto beber. En ese momento habrá tenido unos 50 años. Tatú tenía sus códigos. Si él iba a una casa, y salía a atender una criatura, él pedía por un mayor: Llámeme el patroncito. En casa salía mi padre o mi madre. Tatú ahí sí pedía: Señor, por qué no me da un vaso de vino, o una monedita para comprar vino. No mentía. Él pedía para el vino. Mi padre siempre le daba. Por casa iba una vez a la semana. Era buena persona, simpático, respetuoso, y repito, con sus códigos, a los chicos no los abrumaba con su vicio. No teníamos idea desde dónde venía, dónde vivía. Una vez, unos ‘jóvenes bien’ se quisieron divertir, y lo convidaron con un vaso de querosén. Tatú tomaba con desesperación. Cuando se dio cuenta, ya era tarde. El vaso ya estaba adentro. Siguió la intoxicación y la muerte. Habrá sido en el año 53. Nos dolió a todos, porque dentro de su marginalidad tenía ciertos valores y códigos que él respetaba y hacía respetar. En Gualeguay nadie hizo nada. Su muerte quedó como muerte accidental. Puede que la población haya hecho juicio sobre los culpables. No sé quiénes fueron. Pero nada hizo la justicia. Como era un marginal nadie se molestó en hacer una investigación. Se tapó todo. Siempre se dijo que habían sido ‘niños del centro’. Era un personaje de pueblo, todo el mundo sabía quién era Tatú, como todo el mundo sabía quién era Catón”.
De tapar se trata muchas veces en las historias: “Como taparon la muerte de la chica Salatino. Creo que era sobrina del Sapo Salatino, que trabajaba con su mateo en la plaza. Era un trabajador responsable y muy puntual. Una familia modesta. Esta chica Salatino vivía con la abuela. No sé si tenía padres. Era joven, habrá tenido 17, 18 años. Un día le dijo a la abuela: Me voy a una fiesta. Y nunca volvió. La encontraron atada con alambre a una piedra. Para que no flotara, porque la tiraron al río. Las barbaridades que le habrán hecho. Se les murió. Cuando encontraron el cadáver, la policía fue a preguntarle a la abuela si la nieta había vuelto. Les respondió que no, pero que iba a volver: ‘Porque ahí tiene ropita colgada en la soga’. Esa respuesta me despertó siempre mucha ternura. Una expresión de deseo. A los ‘niños bien’ que lo hicieron, ni la cola de la justicia les pasó”.
Foto de Adriana González.
Tuky me sugirió que sobre La Salatino hablara con Adriana González, profesora de lengua y literatura, que había investigado sobre el caso. Adriana es autora de un relato de ficción titulado “Las tunas”, el lugar donde ocurrió el asesinato. Su testimonio presenta diferencias con lo recordado por Tuky, pero sí coincide en lo central: el silencio, la protección de los asesinos, como en el caso de Tatú. Cuenta Adriana: “Yo era chica. La historia me la contó mi mamá a manera de lección. Después pregunté. Ocurrió en los primeros años de los ’50. El relato que escribí hace centro en las emociones de La Salatino. Yo nunca confirmé que la hayan encontrado en el río. Según los relatos que obtuve, la encontraron dentro del chalet, que era un bulín. Los asesinos fueron 4 o 5. Al parecer, uno era el noviecito, y la entregó. Era una ‘negrita’ de la costa del río que consiguió novio con plata. Tenía entre 18 y 20 años. Busqué el parte policial en el diario, pero no lo encontré. Seguro debe estar la noticia de cuando inculparon al linyera que cuidaba el chalet. Una vez pude entrar en el lugar, encontré la puerta abierta. Tiene un sótano con una mesa de cemento en el centro. Calculo que habrá sucedido ahí”.
Del texto de Adriana González señalo: “(…) Los conocía a todos. Chicos bien. Niños ricos. Que burlaban la buena fe de las niñas y estafaban corazones acobardados, o acostumbrados a perder. Nunca la soledad y la desesperación le habían parecido tan enormes, o tan terribles. No servía gritar. Ni llorar. Ni pelear. El primer cigarrillo le hizo arder el corazón. El segundo la piel entera del cuerpo. (…) La vida tiene sus vueltas, y muchas veces las verdades quedan encerradas o disfrazadas, como ahora, en un chalet como el de ‘Las tunas’”.
Las Tunas. Foto de Adriana González.
Tuky recordó que al parecer al linyera le dieron dinero para que se hiciera cargo del delito.
Este tipo de silencio, que es mitad sombra y barro, mitad niebla espesa, y ante todo, pura injusticia, desborda la copa y cae, certero, sobre los inocentes que nada más pensaban en cómo afrontar los días.
Pienso en los asesinos de Tatú, en los asesinos de La Salatino. Los imagino ocupando ya su lugar entre los muertos. Me pregunto por sus vidas siendo parte del poder que compra la riqueza; me pregunto cómo habrá sido ser padres, posiblemente de mujeres que en un momento tuvieron la edad de La Salatino; me pregunto de qué manera, siendo fantasmas, habrán hecho con la cuestión del “descansa en paz”.
Las distintas versiones que pueden circular sobre historias como la de Tatú y La Salatino, son propias del boca a boca; queda a salvo el núcleo: la injusticia, el salvajismo del abusador con el abusado, en estos casos, con los asesinados. Toda lógica distorsión oral se ve acentuada además por la existencia del silencio y sus cómplices necesarios.
En bicicleta va el Chaplin gualeyo; sueño que Josengo me cuenta una película sobre un crimen que no tiene culpables; le invito un vaso de vino a Tatú, y pido un novio bueno para La Salatino. Todo este paisaje, me digo, fue Gualeguay.

Cuántas alegrías y tristezas seremos capaces de dar nosotros en el presente que nace con cada día.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Violeta, Thames y Francisca

La búsqueda de la huella de vida del fotógrafo de Gualeguay: Juan Kayayán, me llevó hasta el título de un libro. Se ofrecía a la venta en “mercadolibre”. Su título: “En la cruz de las horas”, su autora: Violeta Arrighi. Un poemario publicado en julio de 1961. En la ficha mínima del objeto a vender se consignaba el siguiente dato: fotos de Mirdjan (Juan) Kayayán.
Encontré el libro en la biblioteca Carlos Mastronardi. Me atendió Mariana. Me dijo que había otro libro con fotos de Kayayán, pero firmado por Thames. No tenía ese dato. El segundo libro es “Rostros y almas”, publicado en marzo de 1961, es decir meses antes que el anterior, por Thames, que es seudónimo de Violeta Arrighi, pensé, hasta que supe que en verdad, Thames y Violeta, respondían a otro nombre, al fin, verdadero: Francisca Arrighi de Garibotti. Pero también en la biblioteca pude ver el libro “Glosas” (1967) donde se consigna como autor a Francisca Arrighi de Garibotti, y bajo el nombre, uno de los seudónimos: Thames. En 1960 firma como Thames el libro “Meditaciones”. En 1938 Violeta Arrighi publicó su primera obra: “Mediatarde”, con prólogo de César Tiempo. En 1964 publicó “La odisea de la prensa libre (1945-1955)” que firmó con su nombre verdadero. También publicó “Las coplas que el pueblo canta”, pero no tengo más dato que el título. Es decir, la dama tuvo, tiene, diferentes maneras de presentarse. Me pregunto por la motivación para tanto juego de autoría. Acabo de leer los libros publicados en 1961, y no me da la sensación de que en Francisca viviera una escisión heterónima al estilo de Fernando Pessoa, el poeta de Portugal, que cargó con varias almas, y todas ellas de personas muy distintas.
Fotos de Kayayán para "En la cruz de las horas".
Diría que en Francisca Arrighi habitaba, ante todo, una pulsión moral y ética que la llevaba a una mirada atenta sobre el mundo y sus criaturas. Sin importar la forma de su escritura, puede ser a través del poema, puede ser anotando pensamientos, meditaciones, ella se preocupó por marcar los sitios que el ser humano transita cuando procede bien y cuando procede mal. Muestra Francisca una fuerte inclinación religiosa, está Jesús, Dios, tanto en sus poemas emotivos, declamatorios, y en la apretada síntesis de un pensamiento. Pero claro, humana la dama, en saludables contradicciones refleja su miedo, su incertidumbre, el amor perdido, llega incluso a jugar con la idea del suicidio. La autora mira su lugar en el mundo, y es por eso, creo, que buscó la presencia de las fotos de Kayayán, que principalmente se ocupan del río y los árboles. Llama la atención una foto en la que aparecen tres figuras humanas paradas en la orilla, las tres inclinan sus cabezas a modo de saludo o reverencia al río.
De “Rostros y almas” (1961) de Thames: “Plegaria para los que viven…”: “No recemos por los muertos, porque ellos ya no necesitan de nosotros. / Recemos sí por los que siguen viviendo, y están muertos para sus semejantes. / Recemos para que vean los ojos que no ven. / Oigan los oídos que no oyen, y amen los corazones que nunca se abrieron para el amor. / Los que tiemblan al escuchar el murmullo de las hojas de los cipreses en los cementerios y pasan sin conmoverse ante los muros de un hospital. / Recemos por los que comen sin pudor alguno junto a los hambrientos que miran. / Por los que condenan a inocentes. / Por aquellos que se burlan de la mujer que se hizo madre sin tener al hombre responsable de su desdicha. / Por los que vuelven la espalda al que ven sucio por fuera, y que por dentro es más limpio que ellos. / Por aquellos que condenan sin recordar que equivocarse es condición humana. / Por los que aman las mariposas para matarlas. / Recemos por los que encierran a los pájaros porque envidian su facultad de vuelo. / Por los que sin tener oro para llenar sus bolsas, las llenan de odio. / Por los que arrancan las flores de una planta y las deshojan al azar. / Por los mordidos de envidia, que no pueden alegrarse del triunfo de los demás. / Por ellos, que no pueden comprender que todos somos uno, y uno somos todos”.
Fotos de Kayayán para "Rostros y almas".
En “Semblanzas pueblerinas” trata de una constante de su tierra gualeya: “Gualeguay, ciudad de casas bajas que parecen hilvanadas sobre la acera en abrumadora línea de continuidad. Ciudad de jardines es la nuestra. Aún en los patios más humildes, se ven florecer las glicinas en las soleadas galerías y el jazmín del país se sube a las enrejadas ventanas aromando en las noches las entrevistas amorosas. Las tardes se alargan en los clásicos paseos donde la juventud rinde culto al amor. Entrada la noche, la vida se concentra en el santuario del hogar salvo los escasos noctámbulos de café… La vida es tranquila en nuestra ciudad, tan tranquila como puede serlo en un pueblo todavía turbado por ancestrales prejuicios y donde el retazo de noticia tiene muchos cultores”.
En “En la cruz de las horas” (julio 1961) Violeta Arrighi apuesta a la poesía: “Vida”: “Es nuestra vida oscilación perpetua / Del placer a la pena, / Náufragos en un mar, naves fantasmas / Hasta la hora que la muerte llega. / Nos llevan y nos traen las turbias aguas / A merced de terribles fuerzas ciegas…”.
El poema “Como el río” la vuelve a un Gualeguay íntimo: “Junto al río divago… en horas de hastío; / Hay en mi alma, y mis sueños, rumores de río. // En su lecho de arenas el río, rumoroso se duerme tranquilo / Yo insomne, en la cruz de las horas, me agito y suspiro, / Y se enturbian mis sueños, crispados de anhelos… / Como enturbian las aguas del río, los vientos del cielo. // Son del río los hondos remansos, espejos de calma / Donde suelen mirarse las nubes en claras mañanas; / Son mi espejo… remanso profundo; tus negras pupilas / Donde se han abismado mis ansias de amor y alegría. // Rumorosa se alarga la cinta plateada del río… / Serpenteando a través del follaje sombrío… / Así alargan mis noches eternas las horas del tedio; / Porque sé que los males del alma, no tienen remedio… // Como el río, que baña a su paso fértiles praderas / Temblorosa, se enciende en mi pecho la nueva quimera!”.
En “Inmigrantes” luego de marcar el dolor sufrido por aquellos que tuvieron que dejar la tierra propia, escribe: “(…) Yo también como aquellos / Huyendo de mi hondo desconsuelo / He dejado el amparo de mi cielo / Llevando a cuestas mi melancolía… / Buscando con afán otro horizonte / Para olvidarme de la pena mía. / Pero, aquí como allá, sonoro bronce / De lúgubre tañido / En vez de silenciarse en el olvido / Repica la campana del recuerdo, / Y ardientes brasas las cenizas cubren / Que el menor soplo ha convertido en fuego. // Fuego que en llanto mis pupilas quema, / Fuego invisible que en mis venas arde / Y ante el cual pienso alguna vez…, cobarde, / Que aún me queda un recurso terminante / Que mi problema espiritual resuelve: / Un último pasaje de emigrante / Para esa tierra donde no se vuelve…”.
Francisca Arrighi de Garibotti
En los dos libros citados encontré pistas sobre la vida de la autora. En la solapa de “Rostros y almas” se informa: “El pseudónimo Thames corresponde a una fina sensibilidad entrerriana: Francisca Arrighi de Garibotti, directora del diario ‘Pregón’, uno de los más valientes y meritorios órganos de prensa del país, cuya acción cultural y democrática ha sido señalada como ejemplo de conducta cívica”.
En la solapa de “En la cruz de las horas” leo: “Violeta Arrighi, nacida en Gualeguay (Entre Ríos) cursó estudios secundarios en la Escuela ‘Ernesto A. Bavio’. Colabora activamente en diarios y revistas de esa provincia, y en otros de Buenos Aires y Montevideo, cuidad esta última donde reside en la actualidad, ejerciendo la docencia en el Colegio ‘José Pedro Varela’”.
De “En la cruz de las horas” tomo el poema “Lo indestructible”: “Cuando me vaya, no me iré del todo / Porque en la tierra y al azar dispersos / Brotará la armonía de mis versos / Redimiendo mi nombre del olvido. // Cuando mi cuerpo se transforme en lodo, / Quedará mi canción, yo me habré ido; / Pero mi acento no se irá del todo. // Porque en redor, melódica, inasible, / Quedará de mi espíritu, contigo, / La esencia misteriosa, indestructible!...”.
De alguna manera Violeta, Thames y Francisca, las tres en soledad, regresan a su ciudad en busca de memorias que, me digo, algunas están a la vista, y otras, aguardan en la sombra. Imagino que César Tiempo escribió el prólogo de “Mediatarde” porque el librero Ernesto Hartkopf fue el nexo entre la joven dama y el poeta destacado en el quehacer de Buenos Aires. Imagino que fueron muy amigos Francisca y Juancito Kayayán, por eso unieron sus oficios de arte. Cuántas historias para conocer habrá en la vida de Francisca.

Ahora que está de regreso, será cuestión de pasar de las imaginaciones a las preguntas. Es maravilloso el trabajo alrededor de la memoria de las personas. No hace falta más que mirar un poco en alguno de los rastros dejados, y sus buenos fantasmas se las arreglan para continuar el diálogo. Hablaba ayer con Zélika Alarcón cuando Francisca dijo permiso y se sumó al diálogo, pero esta es otra historia.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Juan Kayayán: fotógrafo de Gualeguay

Fue siguiendo la historia de Catón que llegué hasta un dato: en Gualeguay hubo un fotógrafo llamado Juan Kayayán. Fue Iris Wulfsohn del Museo Ambrosetti quien me dio el nombre y contacto de una de las hijas de este gualeyo: María Rosario (Mary). Kayayán trabajó en una serie de fotos donde retrató a personajes de la ciudad: callejeros, marginales, ante todo: pobres. Catón, el que acompañaba a los muertos, fue parte de aquel arabesco de la memoria.
Charlando con Mary, y tomando como referencia una vieja nota periodística, pude establecer la historia de viaje de Juan hasta su llegada a Gualeguay.
Juan Kayayán (izq.) junto a su hermano en 1914.
Kayayán (nombre de origen: Mirdjan Kayaian) nació el 6 de enero de 1902 en Zonguldak, ciudad ubicada sobre el Mar Negro. Familia armenia, y tierra armenia que luego caería en manos de Turquía (Imperio Otomano). Los Kayayán fueron 5 hermanos: tres mujeres y dos varones. Cuando tenía 7 años la familia se trasladó a Samson. En 1913, durante la primera guerra de los Balcanes (un grupo de países enfrenta al Imperio Otomano), su padre tuvo que ir al frente de batalla. Tiempo después el pueblo fue atacado y la familia huyó a los montes cercanos. En medio de la desesperación Juan se perdió. Quedó solo, sin saber nada de su familia. Vivió luego como refugiado o prisionero en Batum y Tiflis (Rusia). Fue prisionero en Constantinopla. Durante la guerra greco-turca estuvo a punto de ser ejecutado en Hereil por su presunta vinculación con los griegos. Siempre recordó la fecha: 12 de marzo de 1920. Fue liberado. La Armenia de Kayayán quedaría luego bajo el dominio de la revolución bolchevique, sería parte del bloque de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Juan abandonó Turquía, vivió en Rumania, Bulgaria, Bélgica, Grecia y Francia. En este último país estuvo varios años: fue mecánico, comerciante, conductor, y por último fotógrafo. Se estableció con un negocio en Marsella. En esas vueltas que a veces tiene el destino, ocurrió que una persona le preguntó si tenía parientes en París. Juan contó su historia triste. Esta persona le dio el dato de que en París había una familia con el mismo apellido. Así se reencontraron. Dejó el negocio a la familia, y se fue a trabajar a Roma como conductor. Allí su jefe le habló maravillas de la Argentina. No era fácil entrar desde Europa, pero sí desde Uruguay. El 10 de abril de 1928 embarcó en el vapor Mendoza hacia tierra charrúa. Trabajó como fotógrafo en la zona del cerro de Montevideo. Después pasó a Fray Bentos, y por fin a la Argentina: Buenos Aires. Desde la gran ciudad partió hacia Entre Ríos, primero estuvo en Holt, y más tarde se fue acercando a tierra gualeya. Juan se casó en Gualeguay con Celestina Mansilla, y tuvieron 8 hijos: 5 mujeres y 3 varones.
Celestina Mansilla.
Mary no recuerda fechas, por ejemplo, la que marca la llegada de su padre a Gualeguay. Sabe Mary que antes de instalarse en la ciudad, anduvo mucho por los campos cercanos. La pista temporal la encontré en el blog “La botica del diablo” de Jorge Surraco Babino, otro de los hijos memoriosos de Gualeguay. En el blog aparece una fotografía tomada por Kayayán en el establecimiento de campo La Dolores el 21 de noviembre de 1934. Allí ya decía presente (sello al dorso) el nombre La Moderna, el negocio de Juancito ubicado en Belgrano 500, esquina 25 de Mayo.
Mary conserva un relato de vida de su padre, un cuaderno manuscrito: “Yo soy la única que le entiende la letra, ahora hace mucho que no lo leo, lo estoy pasando a la computadora. Estando enfermo escribía en la cama. La historia quedó sin terminar. Está escrito en lápiz. Lo leí hace años”. Esta memoria escrita tiene un origen de novela. No se sabe quién fue el primero en enterarse de la historia de Kayayán, pero el hecho es que el director de cine Fernando Ayala, el escritor Juan José Manauta y el actor Hugo del Carril, se interesaron por el relato: “Mi papá le dijo a Manauta: Yo no sé escribir. El escritor le dijo: Usted escriba que nosotros lo arreglamos. Manauta vivía a media cuadra de mi casa. Papá escribió como pudo, parte en español, parte en armenio. Interesaba su historia de vida, él estuvo en tres guerras. Cuenta hechos, cuando atacaron los turcos, su vida hasta que llegó a Francia. Mi papá tenía muchas cicatrices en el cuerpo, lo habían lastimado mucho. La idea de hacer una película no llegó a nada porque mi papá se enfermó y cayó en cama. Recuerdo que iba mucha gente a verlo, hasta religiosos, y mi papá no lo era. Los conocí a los tres, hasta a Hugo del Carril, que iba a ser el protagonista. Fueron al negocio, cuando todavía estaba sobre calle Belgrano”.
Juan Kayayán tomando mate.
Pregunto por las pistas que Mary guarda del principio de la historia en Entre Ríos: “Mi papá llegó al país con otros armenios, y no sabía ni una palabra en español. Hablaba 5 idiomas, menos el que necesitaba. Él estuvo en Entre Ríos caminando por los campos, sacando fotos, y se encontró con una francesa, que fue la que le empezó a enseñar un poco el idioma. Aprendió de entrada, por necesidad, a decir: 1 peso foto. Así caminó por los campos hasta que pudo hacerse del dinero con el que instaló el negocio: La Moderna. Después conoció mucha gente, y sacaba fotos a la alta sociedad, estaba entusiasmado”.
Mary es de 1943, no sabe cuándo su padre empezó con La Moderna, pero sí cuenta detalles de la historia del negocio: “Mi papá compró una casa en San Antonio 19, donde funcionó La Moderna cuando dejó la calle Belgrano. También compró el 21, donde funcionaba un negocio de venta de fantasía fina. La casa del 19 era enorme, era negocio y vivienda familiar. Al fondo había dos laboratorios, uno muy grande. Cuando falleció mi papá, al tiempo, yo me casé”. Los registros de la ciudad cuentan que Carlos Kayayán, hijo de Juan, pidió la baja del negocio el 16 de junio de 1969, y que Juan, el hijo menor de Juancito, lo reabrió en 1974 y llegó hasta 1980.
Padres de Kayayán: Elizabeth Tchitakian y Gababed Kayaian.
María Rosario, la mayor de las 5 mujeres, trabajó en el negocio junto a su padre: “Mi trabajo consistía en ir a limpiar por la tarde las vidrieras del negocio, los espejos. A la mañana estudiaba. Luego íbamos al laboratorio. Me enseñó a hacer fotos, a revelarlas, a fijarlas, lavarlas, darle brillo, el papel era brillante, hoy creo que ya no se usa. También había placas con papel seda. Poco a poco fui aprendiendo a sacar fotos en el estudio, con reflectores. Sacaba todo tipo de fotos mientras mi papá hacía otras cosas en el laboratorio. Después me tocó salir para sacar fotos afuera. También ayudaban otros hermanos, los mayores. Porque mi papá venía enfermo, no sé qué es lo que tuvo, pero estuvo en Rosario dos meses. Con mi hermano mayor teníamos que trabajar, mantener la casa, y mandar el dinero a Rosario. Yo me encargaba del negocio y de la casa también, porque mi mamá tampoco andaba bien. Tuve que dejar la secundaria. Cuando papá volvió estuvo un tiempo en cama. Después se enfermó de cáncer de pulmón, fumaba mucho. Recuerdo que al negocio iba mucha gente a hablar con él, lo mismo pasaba en mi casa, que era un hervidero de todas las clases sociales”. Quien hace memoria señala un nombre: “El periodista Arena lo visitaba mucho, le hizo reportajes, él sabía mucho sobre mi papá. No sé si los publicó. Hablaban horas”.
Consulto a Mary si ella recuerda a su papá trabajando en la serie de los personajes marginales, me dice que no; pregunto si sabe de qué manera Kayayán se acercó a la idea: “Un día le llamó la atención esos personajes de bajos recursos, y empezó a retratarlos. Reveló las fotos con sus propias manos. Las enmarcó y las expuso. El día de la inauguración había gente de vereda a vereda, en el local de calle Belgrano. Cuando pasamos a San Antonio quedó como exposición permanente”. Jorge Surraco Babino en su blog tiene un dato: El fotógrafo trabajó en la serie alrededor de 1942, y la inauguración de la exposición se anunció el 11 de diciembre de 1951 en el diario El Debate. La historia cuenta que en Armenia la familia Kayaian tenía un buen pasar, perdieron todo a manos de los turcos. Luego Mirdjan pasó por cantidad de necesidades. Llegó a la Argentina, a Entre Ríos, a Gualeguay -donde descansan sus restos, murió el 10 de octubre de 1968-, y Juan pudo ganarse un buen pasar. Parece que este hombre practicaba la memoria, no olvidó qué era no tener, y qué significaba vivir corrido por los destinos tristes que a veces puede marcar la historia de una sociedad, y entonces retrató a los pobres de Gualeguay, esos personajes que aún hoy se mezclan en los “sucedidos” que los gualeyos cuentan alrededor del churrasquero.
Diario El Supremo (1983), fotos de Kayayán (arriba a la derecha: Catón).
De la famosa serie de personajes solo conozco las que publicó el diario El Supremo en 1983. Las imágenes están en el blog de Jorge Surraco Babino. También guarda el diario María Rosario, pero me dice que las reproducciones se están borrando. Más imágenes que se lleva el tiempo. Lástima que no se hayan tomado recaudos para conservar testimonio del ensayo fotográfico de Juancito. Me digo que tendría que haber aparecido una magia similar a la que regalaron los tres reyes magos que querían hacer una película. Juancito se puso a escribir esa memoria de vida que hoy está a salvo en manos de su hija. Faltaron tres reyes magos que se interesaran por las fotos que tomó de los desplazados, el hombre que sabía qué era habitar solo un costado de la foto.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Tres creadores en la poesía de Ricardo Maldonado

Luego de la lectura del último libro del poeta Ricardo Maldonado: “Voz Varia” (2015): un recorrido sobre la totalidad de su obra publicada, más una cantidad importante de material inédito, quedaron en mi memoria, como corresponde a las obras que se guardan en el lector, una cantidad de puertas para el acceso a su universo. Una de esas puertas abría el sendero que me llevó hasta la vida y obra de tres artistas plásticos nacidos en Gualeguay. Me refiero a Roberto “Cachete” González, Antonio Castro y Cesáreo Bernaldo de Quirós. Así, en este orden, los fui encontrando dentro de la poesía.
Maldonado le llevó a Cachete González, allá por 1988, un ejemplar del que era en ese momento su último libro: “Canción o barbarie”. Se fue hasta Buenos Aires con la poesía bajo el brazo. Hay en el libro una ilustración de Cachete. Trazos de tinta, un manojo de líneas de donde brota un personaje típico de la galería creadora de Cachete. La figura asiente desde su esencia: no hay duda sobre quién es el autor del dibujo. La voz clara en el trazo de Cachete, y la voz pura en la palabra y la mirada del poeta. El título del poema: “Sobre un dibujo de Cachete González”: “Sorbido de acá para allá. / Con la voz sobre la cuerda del vino. / Con el ojo trunco y al acecho. / Sediento de una luz que es a penas. / Con la escarapela de la fábula en la cabeza. / Balanceándose entre dos llamas que sostienen otra gloria. / Abriéndose paso entre la selva propia. / Tirado a la fuerza por el genio del sol. / Con el hueso lúcido recuperando la canción del pueblo”.
Trabajo hace tiempo sobre la vida y la obra de Cachete González, y quedo asombrado frente a cada uno de los estoques, cada línea que se abre en luz y contenidos, con que Maldonado define la esencia del artista plástico. El propio poema es a su vez una obra plástica, palabras como colores, y por sobre todo, la mirada de quien pinta-escribe, quien compone a conciencia siendo, fundando, música ejecutada desde el misterio.
Pedí al poeta una memoria de Cachete, un pensamiento: “Mi relación con la obra de Roberto ‘Cachete’ González fue también de admiración por la arrolladora textura de su relato histórico-social, extrajo identidad de esa madera colectiva de la cual él estaba formado, era ese barro de acá que se manifestaba con fuerza universal, con aspiración al todo y con una valentía creativa muy próxima a una lírica existencial, su relación con José Hernández, cuyo Martín Fierro es el más alto y complejo de cuantos han intentado figurar o simbolizar la contingencia de lucha de clases del siglo XIX en nuestro país y la substancia del criollo libertario que el mismo ‘Cachete’ era. El factor del tiempo, la historia, se sobreimprime cuasi fantasmal en las escenas que plantea, como una atmósfera donde nos reconocemos desde los abuelos. Precisamente de una serie ilustrativa sobre textos de Enrique Wernicke que Alberto Burnichón publicó: ‘Tucumán de paso’, tomé un dibujo para ilustrar la tapa de mi libro: ‘Canción o barbarie’ (1988). Cachete me brindó esa posibilidad de tratarlo y poder alternar en diálogos y conocimientos mutuos. Lo considero un maestro insoslayable de la plástica argentina. Falta conocer, difundir y valorar su obra, a medida que el tiempo pasa más se depura su presencia en el arte argentino. Tanto Antonio Castro como Cachete me manifestaron su admiración y gratitud para con Ernesto Harkopf y con Roberto Epele”.
Cachete González en Canción o barbarie.
En “Escalón para Musinga” (2005), otro de los puntos altos en la obra de Maldonado, el poeta pinta la vida y destino de los olvidados de siempre: el pobre y su lugar en la tierra triste, esa que construyen los intereses excluyentes del capital, y que es regada con el intento del hombre: resistencias y desesperaciones. Hay muchos Musingas en este mundo como muchos Mansa Tuca (otro libro notable de Maldonado), ellos: los excluidos, los discriminados; de estas cuestiones trata también la escritura y el canto de este poeta. Antonio Castro, a quien conocí a través del libro de Nidya Rampoldi (Antonio Castro, Hombre de la costa (2009)), es uno de los Musingas del libro. El poema “Pintaba Antonio Castro” dice: “Hasta con agua verde pintaba el maestro, con el agua del mate y con el carbón más viudo del brasero de su pieza. Trazaba un esquema de tentaciones sobre el plano, hacía tremolar el color sobre cualquier cartón, terciaba con la luna su desparpajo y arremetía lúcido y recio hasta nacer un plexo solar de cada cuadro. // Rompía camisas el farol de sus adentros, constantemente al día, dejaba que la procesión inefable lo llevara en andas y lo volviera a salvo. // Volteaba sobre la hemiplejía cualquier florero con tal de pintar y era capaz de transportar a pulso, él solo, a los errantes del río, Musingas con el piojillo de los gorriones, hasta la costa firme de su Barrio del Parque: calleja blanca, calentador y galleta, Antonio Castro. Cuando Gualeguay era un morocho fulgor ido en trenes y levantaba lienzos repletos de populares cardúmenes sagrados”.
Ricardo Maldonado, poeta.
Cuenta Maldonado: “Fui por Antonio Castro al encuentro de una emergencia visual que estaba ajena al dominio ideológico de contextos de época, modas y grupos, Castro era/es para mí, desde antes de conocerlo y tratarlo personalmente, un artista que pone el acto creativo en un estado de “reniñez” como dijera Gonzalo Rojas. Todos los personajes populares del Gualeguay que él conoció y del cual provino, resultan en su obra como mariposas salidas de un proceso larval de historias calladas, todos alcanzan el cielo de la gracia en cada dibujo y en cada color que llega con su baño lustral de amaneceres en el barrio pobre, son casi religiosos por su piedad, no están sobrecargados de psicología política, son solidarios pero ajenos al discurso del partido. Me gustó su libertad, su modestia y su pasión pura por el arte. Pude grabarlo, fotografiarlo, dialogar largo y tendido sobre diversos temas, publicar reproducciones de sus obras, valorar su pensamiento y su actitud, siempre respetarlo. Antonio no tuvo la soberbia que sí conocí en artistas progres que leían a Sartre, se planteaban la revolución como alternativa histórica pero no podían comprender el fenómeno del sentimiento criollo y mantenían un sentido muy occidental-capitalista de la propiedad privada del arte, de alguna manera me demostraban una mezquindad burguesa y una soberbia de autovalía de la cual Antonio Castro estaba exento. En síntesis lo aprendí a querer, fue un militante genuino de la vida, del arte y de las causas justas; fue un profundo intérprete que transfiguró los rasgos de Gualeguay”.
Ilustrado por Cachete González.

Sostiene el poeta: “Antonio Castro y Cachete González son emergentes subliminales del inconsciente colectivo criollo de Gualeguay, depuradores simbólicos de una memoria impregnada en el carácter y el comportamiento social, siempre con una subyacente rebeldía de clase marginada en oposición a los dueños de la sociedad rural y el Club Social, fueron ‘cabecitas negras’ sabedores de la jerga orillera de este río y de los suburbios, tuvieron los sentidos arraigados y fieles a un modo de ser popular que es imponderable tanto para la antropología como para la literatura, pero que está, se manifiesta en ambos en patrones de perfiles definidos, con nada de contaminación europeizante, sí con la magia que bien pudiera entroncarse con lo mítico-poético de la mirada espléndida americana y que aflora en estallidos de inocencia poderosa en Antonio Castro o en psicología profunda y desgarrada en Cachete González, quienes seguramente tuvieron abuelos lanceros, y eso está ahí, por fin pronunciado de alguna manera en sus obras, los modos de un lenguaje compartido, una fonética de contraseña de los que han tenido ‘siete oficios y catorce necesidades’.
De Antonio Castro.
Quirós no fue un Musinga, pero he aquí la magia del poeta: “La maja de Quirós”: “Se estuvo quieta, morena estelar crecida en la penumbra de los ranchos. Descendiente de las chinas de Urquiza. Carne de asir, sentida en vidalitas de malva y jilguero. Modelo argentino, azul de ñandubay quemado, Musinga coronada por la retama que redimió difíciles días de explicar. // La enagua genital y el agua junto al santo, con el único espejo de la laguna y el mentado payador. // La Maja de Quirós ni pestañeaba, cuando lenta e inexorablemente el cuadro la repetía al detalle y cruzaba sin vuelta hacia una expectación constante, hasta ser esa sola mirada devorando el porvenir, ese puro hombro de hembra brotado para el deseo; más fuerte que el paraíso su manzana”. Maldonado, otra vez con la tinta necesaria, y el pensamiento a la mano: “Con respecto a Cesáreo Bernaldo de Quirós puedo decir que me encontré con la obra de un clásico en estas tierra, un hombre que puso todo de sí para traducir en arte mayor lo que vio, vivió o le contaron de personajes y hechos del pasado entrerriano. Es un ejemplo de la más alta escuela europea puesta al servicio de mostrar lo definitorio de nuestra identidad. Sus óleos iluminados son únicos y son partituras para orquesta sinfónica. Escribí un poema sobre una de sus obras y allí está lo que pude ver de materia trascendente y de pertenencia social”.
De Cesáreo Bernaldo de Quirós.
El trabajo feliz de un creador se nutre con la identidad, la pasión por el oficio, el compromiso con las ideas, los vaivenes sensoriales del pensamiento, y la música que vibra entre sus almas. En la nota hay cuatro creadores: tres plásticos y un poeta.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Ariel Almeida: el hombre de la antena

Puedo anotar otra suerte en esta vida: haberme encontrado con el relato de Ariel Almeida. Un hombre con memoria, y un cariño entero, valiente, frente a los recuerdos. Cuando era un recién llegado a una lejana Gualeguay, el jefe técnico de la Compañía Entrerriana de Teléfonos a quien él iba a reemplazar, lo invitó a la confitería El Águila para charlar y para que conociera a otra gente. Ariel hoy vive en el edificio que se levanta en el lugar donde estuvo la confitería. El tiempo, el dios y diablo que gusta de cambiar los paisajes mientras hacemos la vida, siempre nos tienta con el inventario de la mirada y las anécdotas.
Ariel Amado Almeida nació en 1923: “Participé de los dos siglos: XX y XXI. Hice la primaria, luego la secundaria en la Escuela de artes y oficios, las escuelas técnicas de hoy. Seguí estudiando en las escuelas internacionales que daban cursos por correspondencia desde Buenos Aires. Una introducción formidable a la telefonía. Hoy, el 80 % de lo que estudié es obsoleto. Fue reemplazado por centrales electrónicas. Yo trabajaba con centrales electromecánicas. Las fabricaba en Estocolmo, Suecia, la firma Ericsson”.
El principio de la historia: “Nací en Concordia. Llegué a Gualeguay por trabajo. Me becaron dos veces, una en la escuela, y otra en la Compañía del Este Argentino, donde hice un curso de mantenimiento de motores Diesel y tableros. Cuando cumplí 18, la Compañía Entrerriana de Teléfonos pedía un alumno de la escuela. Arranqué en el 41 y me jubilé en el 89. Estuve 4 años en Concordia, 5 en Villaguay, y 40 acá. A Gualeguay llegué a fines del 51. Tengo 92, mi señora falleció hace tres años, mis dos hijos nacieron en Villaguay, tengo 6 nietos y 10 bisnietos, no me puedo quejar”.
Me muestra imágenes del ayer. Ariel guarda material para hacer una historia de la telefonía, técnica y anecdótica, de la zona: “Este es de los primeros conmutadores de Gualeguay, atendidos por telefonistas, hay uno en el museo Ambrosetti. Tenían un par de clavijas con las que se conectaban los números de teléfono reproducidos al frente. Cuando empezaba la comunicación se colocaba un reloj que marcaba cada tres minutos. Yo atendía la central automática Ericsson: selectores, motores que producían el zumbidito mientras se marcaba, buscadores, que eran los encargados de encontrar los números que se iban a comunicar. Cuando recién entré, un día a la semana nos tocaba ser telefonistas. Los selectores había que lavarlos con nafta, solventes, ajustarlos y colocar repuestos dos veces al año. En la empresa éramos los de la administración, los de las redes, los guardahilos de los ramales, y nosotros en la parte técnica. Yo además atendía las centrales semiautomáticas y los conmutadores de Galarza, Larroque, Tres Bocas, Carbó, Puerto Ruiz, Lazo. Almeida despliega un plano: “Gualeguay era distrito. Todas estas son líneas internacionales, de cobre, venían desde Paraguay, pasaban por Concordia, Tala, hasta llegar acá; seguían a Carbó, Ibicuy, de donde salía un cable subfluvial que llegaba hasta Alsina, provincia de Buenos Aires. Los guardahilos recorrían hasta Ibicuy en zorra por las vías, no había otra forma de llegar”.
Casilla central semiautomática de Tres Bocas (Ariel Almeida)
La mayor altura de Gualeguay tiene una historia: “En 1963 se construye la torre con una antena parabólica de 3 m. Es una antena autosustentable, tiene 106 metros de altura, 13 metros entre pata y pata, y las patas están enterradas 10 metros bajo tierra, puede soportar vientos de hasta 220 km por hora. Apuntaba hacia San Pedro, donde había un mástil de la misma altura y con una antena igual: transmisora y receptora. Con la señal siempre había que vencer el horizonte, que nada atravesara la señal porque se producía lo que se llamaba el desvanecimiento. Esto reemplazó al cable subfluvial que un día se llevó el ancla de un barco. Hoy la llenaron de antenas para cubrir el servicio de celulares. Cuando se hizo no existían las plataformas que tiene ahora ni el gusano de seguridad. Si alguien se cae, queda enganchado”. Almeida aclara sobre la seguridad por una razón. Se podría pensar en él como en una especie de valiente adelantado en la acción de fotografiarse a sí mismo, las hoy famosas selfies: “Me saqué la autofoto, tenía 40 años, subí de audaz, tenía toda la polenta, y solo tenía para valerme manos y pies. Apenas agarrado con los pies en un fierrito. Qué locura”. Ariel trepó la torre y se tomó la foto: su cara, parte de la antena parabólica, y allá lejos las casas bajas de Gualeguay.
Pregunto por el lugar de trabajo: “Manejé equipos Ericsson, Siemmens, equipos japoneses. Tuve jefes rusos, alemanes, italianos y lituanos, excelentes todos. Trabajábamos en un salón enorme, recostado sobre calle 25 de Mayo, tenía doble ventana, doble puerta: el enemigo de la central era el polvo. Estaba todo cerrado, se entraba con ropa limpia, había que limpiarse los zapatos, y el piso se cubría con un aceite. Yo vivía en una casa que me daba la empresa, al lado, por ser el encargado de la parte técnica”.
La hija de Almeida en los primeros tramos de la antena.
Quiero saber cómo era el ambiente de trabajo: “Había mucha disciplina, no existía ese acercamiento con el jefe que puede haber ahora. Había mucho respeto y había que cumplir con las tareas. Tuve un personal excelente, muy buena gente”. Recuerda a Juan Betendorff de Gualeguaychú, y al compañero Juan Couma, que fuera el padrastro de Cachete González. Lo recuerda como muy buena persona.
Ariel dibujó y pintó toda su vida. Un autodidacta que podía dibujar la casilla de la central en Tres Bocas. También dibujar y pintar el rostro de su mujer, y es más, escribir un poema de amor a un lado. Ese cuadro está en una de las paredes de su departamento. Leo el poema y me digo que quien lo escribió es lector, y no solo de manuales técnicos: “Me llamo Ariel por el escritor uruguayo José Enrique Rodó, autor de ‘Ariel’, que fue un personaje de ‘La tempestad’ de Shakespeare; y me llamo Amado por el poeta Amado Nervo. En mi casa había libros y diarios, mis padres eran lectores. Ellos me invitaron a leer ‘La divina comedia’ de Dante Alighieri, ‘Crimen y castigo’ de Fiodor Dostoievski, ‘Taras Bulba’ de Nikolai Gógol”. Afirma Ariel: “Una bailarina de ballet transformada por la música es lo más bello del mundo”.
El Gualeguay de ayer no era fácil: “Gualeguay, cuando llegué, era la mitad. El gran problema que teníamos cuando íbamos a Mansilla, Galarza, eran los caminos, todo tierra, era un drama quedarse atracado en el barro. O había que ir en un tren carguero. Fui varias veces a Mansilla, cargado de herramientas, y tuve que esperar a las 2 de la mañana a que vuelva el carguero. Una vez el cambista me vio sentado y me invitó a comer guiso carrero. Y otra, en Ibicuy, en la estación de Holt, se me iba el tren, el jefe de estación me grita que lo corra, un guardahilos se quedó con las herramientas, y alcancé el último vagón. Era un reservado, había un inglés con traje de fumar en un hermoso sofá. Tocó un timbre y vino un sirviente de librea que me llevó a los vagones de pasajeros”.
Desde la torre (1).
Estas aventuras en las vías llevaron a Ariel hasta un recuerdo lejano: “Yo fui ferroviario, también mis hermanos, mis padres, los tíos de mi mujer, la familia era de Monte Caseros, Corrientes. Yo vivía a dos cuadras de la estación de Concordia, me dormía escuchando los trenes en maniobras. Frente a mi casa estaba la barraca Staud que pertenecía a unos alemanes. Tenían un depósito enorme de lana de oveja. Yo andaba en los 13 años, 1936/37. Los sábados llegaban camiones de las colonias alemanas cargados con muchachos vestidos con ropa color caqui, la ropa que usaban los del Fürher, con la esvástica en un brazalete. Entraban a la barraca y les pasaban películas sobre la preparación y los armamentos que tenía Alemania para la guerra. Como yo era conocido de los criollos que cuidaban el lugar, me dejaban mirar por una ventanita en la puerta”.
Desde la torre (2).
Ariel Amado Almeida dice que su vida estuvo dedicada al trabajo y a la familia. Su compañera estuvo enferma por muchos años. Se lo ve orgulloso, agradece a Dios por la vida, no importa que no haya podido viajar o estudiar. Recién hace un año y medio que comenzó a estudiar pintura en Espacios. Habla maravillas de su profesor: Martín Lucero. Su sensibilidad y su humor, es hombre que practica la fina ironía, lo lleva también a la fabricación de “presencias”; digo presencias, porque Ariel me explicó que como no tenía perro, se fabricó uno (vive sobre un mueble, lo acompaña una tarjeta, de un lado el detalle de los materiales utilizados en su construcción, como corchos y tapitas plásticas; y del otro un poema sobre el origen del compañero); también lo acompaña un Chino de su invención, personaje al que Ariel le ha hecho hasta la ropa.
Desde la torre (3).
Sobre los adelantos en este presente dijo: “La tecnología ha tenido un avance tremendo, se habla a Europa apretando unos botoncitos, pero claro, por los celulares, los chicos ya no hablan ni con los padres. La familia se ha alejado”.
Pregunto por los amigos en Gualeguay: “Se han muerto todos: los Aschkar, Ricardo Fabris, los Morec, que tenían una heladería y venta de chacinados; Arturo Rodríguez, que le gustaba ir al balneario, cuando había arena blanca y agua transparente; y el Negro Barrios, que tenía el bote ‘La sirena’, y que le enseñaba a nadar a todo el mundo”.

Subimos a la terraza del edificio, desde los imaginarios techos de El Águila vimos cómo transitaba el río del tiempo sobre Gualeguay.