domingo, 27 de octubre de 2013

La presencia de Derlis Maddonni

En distintos lugares de Gualeguay hay obra del artista plástico Derlis Maddonni. En el museo Quirós, en el museo Ambrosetti, en casa de gualeyos a los que les gusta el arte. El pintor dice presente también en mi casa de recién llegado a esta ciudad. Junto a varios cuadros de mi padre, hay un Maddonni que mi viejo me obsequió cuando supo que venía a vivir a los pagos de su colega.
Tuve noticia de su vida y obra en Buenos Aires. Mi amigo, el poeta de Boedo y Coghlan: Rubén Derlis, había sido amigo de este otro Derlis, curiosamente nacido como él, en la ciudad de Chivilcoy. A propósito de este detalle, el poeta Derlis suscribió una humorada contundente: “Todos los Derlis somos nacidos en Chivilcoy”.
Los gualeyos allegados a los diversos territorios del arte saben de Maddonni y su obra. Mientras pensaba en esta nota, le pedí al Derlis poeta, unas líneas de recuerdo para su amigo. El resultado es el siguiente texto titulado: “El otro Derlis: Tuve noticias de las andanzas plásticas de Derlis Oscar Maddonni  en los últimos escalones de la década del 60. En un viaje a Paraná –aún había que acercarse a su verdor en balsa y el paisaje era invictamente ecológico–, el grabador y dibujante Hipólito Vieytes me invitó a su casa-estudio; allí, entre xilografías (de él), poemas (míos) y gatos (de la casa) disciplinadamente zen, me habló por primera vez del versátil Maddonni que, al igual que él, vivía en Entre Ríos y lo emocionaban los atardeceres de las islas desde esa costa, donde también supo acompañar el silencio de algún pescador a recorrer el espinel. Pero mucho antes de eso: 1) había sacado partida de nacimiento en Chivilcoy, 2) a finales de los años 30, y 3) rubricaba igual nombre, aunque en otra posición en la línea; tres datos de filiación idénticos a los de quien esto escribe.
Ahora vivía en San Martín 37, Gualeguay. Lito Vieytes me dio su dirección, y creo que al regresar a Buenos Aires le envié un libro, del que seguramente acusó recibo, pero no lo recuerdo.
Unos años después de esto (¿1971 o 1973?), bajando desde Misiones con Beatriz Mazliah –entonces mi esposa–, en uno de los tantos viajes que hicimos por el país en el “Chumbulo” –Renault 4 tan juntador de polvo de caminos al igual que nosotros–, hicimos un alto en Gualeguay con intención de conocer a Maddonni, pero como habíamos llegado imprevistamente, no encontramos a nadie, así que “nos pelamos la frente”, como solía decir mi madre cuando iba de visita y daba con una puerta cerrada. Así que seguimos nuestro itinerario rumbo a la capital.
Finalmente logramos conocernos en Palermo a principio de los años 90. Tenía un departamento en este barrio, cerca de la plaza Güemes, para sus recaladas porteñas. Todas las veces que nos encontramos –no fueron muchas, pero sí intensas– lo hacíamos en el café Pablo’s de Cabrera y Medrano. Allí hablamos de casi todo lo que se podía hablar por estar a nuestro alcance, y dejábamos de lado otras que, si bien también estaban a nuestro alcance, no nos interesaban.
Tenía una finísima percepción de la línea, y eso era fácil de apreciar en sus magníficas tintas de trazo suelto pero preciso; buen conocedor de cómo juega el volumen sobre el papel, le daba mucha importancia al ‘vacío’ que rodeaba su dibujo, porque pese a no ‘existir’ este vacío, era necesario, vital, ya que era el que armaba la espacialidad para que dominara la figura. Es decir, el vacío del papel, su blancura, como un ‘trazo invisible’ que debía armonizar con el ‘trazo visible’ que  plasmaba el artista.
Hablando con muy poco respiro acerca de las estéticas propias y de las aprendidas, o de los problemas de lenguaje que no pocas veces plantea un poema, se nos iba la tarde toda vez que nos encontrábamos. Pero nada tenían de ceremoniosas y menos de acartonadas estas charlas, Maddonni estaba tan lejos de esto como de pensar que un dibujo acerca de un tema dado podía salir de un primer intento, de ahí que siempre sobre lo sugerido hacía no menos de diez bocetos.
Estos encuentros indefectiblemente se enmarcaban con sus grandes risotadas y su permanente buen humor. Bebedor de los buenos, se tomaba su tiempo para beberse dos o tres cervezas; dije beberse y no compartir, porque yo para entonces ya llevaba varias décadas sin alcohol. Y a propósito de esto viene a cuento el breve diálogo de cierta tarde: ¿Te tomás una cerveza o un vino?, me preguntó. Le respondí que no, que hacía mucho ya que había dejado de beber. ¿Y qué vas a tomar? ¿Café? No, un té o un jugo de naranja; dejé el café hace años… Entonces me miró con asombro y sentenció: ¡Che, mirá que no hay peor cosa que morirse sano! Y nos largamos a reír.
En 1996 me puse a preparar ‘Viento Solar’ con miras a editarlo un año después. Le escribí preguntándole si me lo quería ilustrar; rápido vino el sí con alegría, y le envié los originales con contento. El libro apareció en noviembre de 1997, con una tinta en la tapa y nueve en el interior. Pero para poder recoger esa cosecha hizo muchos dibujos, como era su costumbre. Algunas de estas tintas, que habían quedado como alternativa por si se quería agregar más ilustraciones al volumen, finalmente no se publicaron, y las conservo; otras volvieron a sus manos.
Su alter ego era un tal Oliverio, personaje mediante el cual llevaba adelante sus disquisiciones acerca del arte y otras materias afines al mismo, que luego de masticarlas mentalmente las plasmaba en un cuaderno. Cierta vez llegué a hojear estas páginas con reflexiones y pensamientos escritos de su puño y letra y por supuesto ilustrados con dibujos personalísimos; esto fue en una de las que llamo sus ‘llegadas’ a Buenos Aires, pues su estadía nunca era de varias semanas –al menos en el tiempo al que hago referencia–  porque siempre parecía deseoso de volver a la tranquilidad de su lugar, al sereno discurrir de su río.
En nuestra correspondencia, ambos firmábamos de la misma manera: ‘el otro Derlis’; y de igual forma ocurría si, estando en el café palermitano que nos reunía, llegaba algún conocido; fuera éste de su lado o del mío, la anticeremonia de presentación era idéntica: ‘el otro Derlis’. Y nos poníamos a hablar de lo que surgiera.
Hubo una última vez en que nos vimos, pero no recuerdo cuál fue; esto es fácil de explicar porque todos nuestros encuentros se parecían: hablábamos de Entre Ríos, de pintura, de poesía, de Juanele, de los amigos que compartíamos tanto en esta planicie bonaerense como en aquellas cuchillas entrerrianas, y sobre todo de lo que en ese momento estábamos abordando con igual pergeño, lapicera o lápiz mediante, según el oficio elegido, porque a los dos nos esperaba, siempre, una página en blanco”.
Voy hacia el comedor, paso frente al cuadro de Maddonni. Camino hacia el escritorio: y otra vez desde el soporte vidriado, me espía su gente. Creo ver en las figuras: la suerte de un padre que descansa una mano sobre el hombro del hijo. Las manos tiemblan, las caras igual, como dice el plástico Vicente Cúneo, Derlis buscaba reflejar el movimiento y lo lograba. Pero viendo esta tinta de 1978 adivino otra cosa: tiemblan las manos, y tiemblan las caras, las cabezas, porque Derlis, como artista intimista, sabe que no somos uno, sino varios: ¿y si el pintor representó las distintas almas?
A poco de llegar a Gualeguay tuve la suerte de mantener una charla con el escritor Daniel González Rebolledo. En un momento recuerdo que dijo que extrañaba mucho a Maddonni. La muerte le había robado uno de sus compañeros de charlas y proyectos. De la misma manera que hice con el otro Derlis de Buenos Aires, le pedí a González Rebolledo de Finisterre, su refugio en Gualeguay, un recuerdo del amigo. El texto es el siguiente: “La risa de Maddonni: A veces creo oírla aún en determinadas circunstancias que tienen relación con el arte y sus cultores pueblerinos: la risa de Derlis, con todo su ser, con su ronquera del pucho, con su removerse en la silla desde donde nos daba cátedras magistrales sobre el Arte Universal y particularmente sobre el dibujo y la pintura, sus Dones del Espíritu.
En los inicios de los 80 lanzamos una revista satírico-humorística pero con fuerte contenido artístico e ideológico en clave comarcal, La Loca De Al Lado, que nos mantuvo bastante ocupados y nos reunía frecuentemente en el taller de Derlis, al lado de su vivienda en calle San Martín, con el Cary Pico, ya que los tres ‘armábamos’ literalmente lo que saldría luego por el sistema off set del recientemente creado diario ‘El Supremo’ de Gualeguay, que ya no existe.
Esos momentos de la artesanía del diseño y de la elección de los contenidos y de los dibujos que tanto Derlis como Cary hacían allí nomás, a mano alzada, quedarán por siempre en mi memoria, porque nos divertíamos enormemente y escuchábamos con avidez, entre página y página, a este artista generoso, talentoso, que escondía a un hombre tímido, bastante distanciado del mundillo social pueblerino, de una profunda introspección que no le resolvía, sin embargo, la cuestión de ser un ‘artista incomprendido’ en su medio.
Vaya si aprendimos de Maddonni, vaya si lo extrañamos después cuando su enfermedad lo retuvo más tiempo en Buenos Aires que en Gualeguay, hasta que dejó de estar para siempre entre nosotros, no del todo, claro, porque como decía al principio, suele ocurrir inesperadamente, como un disparo en la noche campesina, que a veces su risa vuelve, y nos lo devuelve de otro modo, nos lo completa, como sus dibujos originales en las tapas de nuestras primeras ediciones de jóvenes escritores de provincia”.
Pienso en el artista en referencia a estos testimonios de amigos, y me digo que debe ser uno de los mejores premios a una vida, que haya memoria sobre el quehacer apasionado en la amistad y el oficio. Quise escribir esta nota sin citar exposiciones, premios, o adjuntar opiniones de entendidos en la materia. Maddonni posee todas esas pistas y tienen su importancia, pero será en un próximo texto. Sí quiero citar algunas palabras del plástico Vicente Cúneo, pero porque ante todo están dichas desde la alegría frente al trabajo notable de un par, y de un amigo. Cúneo estaba emocionado al recordar a Maddonni: “Qué fino dibujante, admirable. Y admirable la extensión de la línea para decir un montón de cosas en el trayecto. Fijate una obra, una cara y una mano, vos seguís la línea, no se corta. Él lo practicaba, hay maestría, fuerza y convicción. Yo veía cuando lo hacía. Empezaba a dibujar con una línea que iba y venía sin levantar el lápiz, el pincel, y aparecían mágicamente las cosas que tenía dentro de su cabeza, de su corazón. Con qué soltura, con qué osadía trabajaba, era un misterio. Algo fantástico”.
Hace unos días conseguí “Camino hecho” de la poeta Emma Barrandéguy. En la tapa un dibujo de Derlis. En el interior se reproduce el dibujo y se puede apreciar la dedicatoria que lo acompañaba: “Para Emma Barrandéguy, hermana en la irreverente obsesión de hacer un mundo nuevo. Derlis, Gualeguay, 25/4/90”.

domingo, 20 de octubre de 2013

El café Murugarren

La felicidad puede manifestarse de distintas maneras en esta vida. Un camino seguro para encontrarse con esta dama, tantas veces esquiva, es transitar a conciencia el relato de quien refiere una historia. Quien recuerda, quien hace memoria puede, en muchos casos, ser el artífice de la reconstrucción de un universo desaparecido. Como arquitecto del sueño memorioso que opera maravillas, Aron Jajan, un vecino de Gualeguay, nuevamente me permitió asomarme al río desde donde se expresan sus recuerdos. Así como trajo desde el pasado las palabras de Jorge Luis Borges cuando se colocó el busto de Carlos Mastronardi en el cementerio; y desde una noche de Buenos Aires: el encuentro azaroso con un Mastronardi a punto de entrarle a la caminata nocturna; así como descubrió los nombres de los músicos que integraban la orquesta que tocaba en la confitería El Águila, o como cuando narró los primeros tiempos de la Difusora Popular donde él ofició de speaker, de la misma manera, ante mi consulta, me invitó a su casa para hablar y para reconstruir un lugar mítico de la historia de su ciudad. Ante mi pregunta, contestó: Sí, estuve en el café Murugarren.
El Murugarren estaba ubicado en la esquina de Rivadavia y Maipú. Hoy estaría haciendo cruz con la sucursal del Banco de Entre Ríos. Aron recuerda: “El café era de Mariano Murugarren. Tuvo dos hijos, Mario Lionel, que murió joven, y Aída, que se casó con Hugo Tomera, que tenía una bicicletería y además era ciclista, y se fueron a vivir a Concepción del Uruguay. El Murugarren no fue vendido a nadie, cerró sus puertas durante los años 50. Desconozco el año de su fundación, mis recuerdos pertenecen a la década del 40”.
Aron refiere el paisaje que rodeaba al café, y en él encuentra la razón de ser para la existencia del lugar: “Era costumbre en los pueblos la concurrencia de los varones al café, y esto me gustaría explicarlo. Las comunicaciones de hoy no existían, los diarios llegaban por tren, esto de tener mañana a la mañana el diario de Buenos Aires, no existía. La radio, que era el otro medio informativo, si estaba nublado o llovía, había descargas, interferencias, y sólo se escuchaban ruidos. Había una casa cuya publicidad era: “No compre ruido, compre radio en Casa Cadario”, que era representante de la RCA Víctor. Lógicamente la gente tenía el café y el cine, que era muy importante, como diversión; en Gualeguay llegaron a funcionar tres cines. Tampoco existía la costumbre de cenar afuera con la familia. Era cuestión de los varones ir a alguna parrilla, a algún bodegón. Por eso el café Murugarren, al mediodía y a la noche estaba prácticamente lleno”. Jajan, como si estuviera viendo cómo ocupan sus mesas, hace mención de ciertos habitués: “Iban comerciantes del barrio como Nicolás Curi, que tenía zapatería, se tomaba un café o jugaba un partido de truco. Enfrente del café vivía un árabe, Acen Morabes, que era el empresario del cine Variedades, que estaba donde ahora está la casa Eventos, y en ese local, que está muy bien puesto, se conservan las máquinas proyectoras del cine. Iba Cherkasky, paisano mío, y que tenía una fábrica de caramelos. También Carlos Alberto Burone. Recuerdo a uno de los mozos: Roberto Osafrain, que después se fue de Gualeguay, y no lo vi nunca más. Iba mucho un señor que vivía pegado al café, donde ahora está Espacios, don Cándido Arribillaga. También concurría Francisco Guerra, peluquero. Anselmo Batta, que era boletero del cine”. Aron menciona una competencia: “En el café hubo en una oportunidad un Campeonato Argentino de Truco, que se jugó en todo el país. El Murugarren fue una de las sedes, y salieron ganadores de esta zona Anselmo Batta y Francisco Guerra, que después fueron a jugar a Buenos Aires. No recuerdo en qué puesto quedaron. Esto fue a finales de la década del 30”.
En la altura: detalle del frente original del Murugarren.
Consulto por la geografía íntima del café: “Tenía la entrada por la ochava, el mostrador al frente, con la radio Philips y la máquina del café sobre la barra. Piso de madera. Dos laterales acompañaban las veredas sobre Rivadavia y Maipú. Había dos mesas de billar, una al final de cada lateral. Estaban siempre ocupadas, había que pedir turno. En la pared del fondo de uno de estos laterales, colgaba un cuadro inmenso, no sé quién lo pintó, era una vista panorámica del pueblo de Mariano Murugarren. Había mesas para tomar un café, un trago, y mesas donde se jugaba al Truco, Chinchón, Escoba. Iniciaba su gran actividad al mediodía, a la tarde cerraba, y abría hacia la nochecita. Daba una vidriera a cada calle, y poseía alguna ventana de esas que se corría una parte para que entrara algo de aire. Las vidrieras tenían un mármol de base que llevaba grabado, en letra cursiva, el nombre: Café Murugarren. Y recuerdo el mármol del umbral de entrada, estaba gastado, tenía una comba, no sé qué negocio hubo antes”. El relato de Jajan regala dos fotos de estación: “La máquina del café largaba un vapor constante, y se fumaba mucho. En las noches de invierno, los vidrios estaban totalmente empañados, había una especie de niebla. Una escena que recuerdo muy bien, era característico de todas las noches de invierno”. Y en el estío: “En verano se colocaban mesas en la calle, sobre Maipú, y unas pocas sobre Rivadavia. El hombre se quedaba en la vereda a tomar aire antes de ir a la casa. Había ventiladores, pero hacía calor. Los concurrentes a lo sumo se quitaban el saco, y quedaban con los tiradores. Eran años en que íbamos de saco y corbata a mirar chicas a la plaza”.
Aron pinta una situación que hoy parece de otro mundo, ¿cómo era ser un muchacho entre “los hombres”?: “Yo era un pibe, pero mi trabajo en la Difusora Popular me permitió entrar a lugares como El Águila o el Murugarren. Yo no era nadie, pero era una figurita conocida dada la importancia que tenía la Difusora. Además era amigo del hijo de Murugarren. Entraba al café, me veían charlar con él, y eso me daba oportunidad de acercarme a mirar una mesa de truco de ‘los hombres’. Se sumaba que siempre fui lungo, tuve pantalones largos a los doce. Por todo esto tuve la oportunidad de entreverarme en el montón. Habré observado además alguna conducta de cierta seriedad, porque esos hombres me saludaban. En una de mis primeras entradas vi que estaba don Mariano, que sabía muy bien que yo era amigo del hijo. Era una tarde de llovizna, y empezó a llover fuerte. Entré al café, don Mariano me saluda, estoy en el café, me paro junto a la puerta, y se acerca don Mariano. Se para atrás mío. Era un hombre muy parco, incluso con los amigos. Don Mariano me dirige la palabra: Vamos a tener que hacer como hacen en Tala. Toda la escena era muy importante para mí. Don Mariano me hablaba en el café. Y qué es lo que hay que hacer, don Mariano, pregunto. Me contesta: Y… esperar que pare. Nunca me voy a olvidar de ese día”.
El Murugarren y el cine estaban muy cerca: “El cine Variedades estaba a media cuadra. Al inicio de las funciones, un poco antes, se encendía una campanilla que había en su techo y que sonaba para avisar que empezaba la función. Mucha gente que estaba en el Murugarren marchaba entonces la media cuadra para ir al cine. Ya tenían la entrada. Y lo mismo sucedía con el intervalo. En el cine, al principio, a cada acto se prendía la luz. Después se inventó que al primer rollo se lo podía pegar al segundo, y después se incorporó un proyector más, y se empezaron a dar dos películas. Éramos como los porteños. En el intervalo la gente se iba al café. Volvía a repetirse el aviso para los del Murugarren y para los que habían salido a fumar a la vereda”. Consulto si con el regreso había algún tipo de control: “Éramos pocos y nos conocíamos todos. Además se repartía a domicilio el programa con el estreno de interés, porque el grupo concurrente era conocido. El que hacía de portero muchas veces no pedía ningún comprobante. Yo no sé si era mejor, si era más lindo, cuando se es joven todo se ve mejor, pero sí sé, y eso lo puedo discutir con cualquiera que era la época en que el apretón de manos era un compromiso y la palabra la firma de la rúbrica del contrato. Yo era el hijo de fulano, usted era el hijo de fulano, se sabía que mi viejo o el suyo iban a responder por cualquier macana de los hijos”.
Pregunto por escritores habitués: “Sin ninguna duda que Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Chacho Manauta, fueron al Murugarren. Recuerdo a Marcelino Román, un escritor que vivió en Gualeguay mientras trabajaba para el diario ‘El día’”.
Aron habla del público asistente: “La misma gente era de la barra de El Águila, del Murugarren, del Irún de los hermanos Iriarte, que estaba en Maipú y San Antonio, frente al edificio de la radio. No había una división, una única pertenencia”. Y sobre la composición variopinta de ese público, recuerda: “Había árabes, judíos, españoles, italianos, y era muy lindo escucharlos durante el juego del truco, porque el castellano no lo dominaban bien. Un italiano no decía voy, decía vengo. Pero nadie largaba una carcajada, apenas una sonrisa, todo era con mucho respeto. Y nosotros, los jóvenes, los respetábamos, eran “los hombres” que tenían comercio, unas vidas que para uno eran un escalón muy alto. Uno se sentía distinguido porque algunas de esas personas nos hablaban”.
El memorioso de Aron dibuja una estampa del fundador del café: “Cuando Mario, el hijo, fue más grande, el vasco Mariano Murugarren, lo dejaba de encargado y se iba a las seis de la tarde: camisa blanca, pantalón blanco y boina. Iba al club pelota a jugar un partido de paletilla. Cuando regresaba se hacía cargo de la noche”.
Al día siguiente de la charla con Aron Jajan, caminé hasta la esquina citada. Ubiqué el banco de Entre Ríos, hice cruz, miré el edificio, abrí la puerta. Hablé con Alfredo, hijo de Andrés Presentado, quien compró en 1959 el local cerrado donde había funcionado el Murugarren. Andrés vendió repuestos de auto hasta 1969, antes había dividido el local en dos. Alquiló la esquina para venta de autos usados; en un local más chico, sobre Maipú, él siguió con sus repuestos. Durante los 70 el local volvió a ser uno, y recibió una seguidilla de boliches bailables, los nombres que perduraron son: “Shalako” y “Un Lugar”. A principios de los 80 y hasta el 83, la esquina se dividió en tres locales, hubo allí desde una oficina de turismo hasta una verdulería. Después de la muerte de Andrés en 1983, Alfredo Presentado volvió con repuestos para autos y así llegó hasta estos días. Durante la charla con Alfredo, luego de explicarle mi quehacer con esta historia, surgió una imagen que después se hizo dato. Pregunté por los mármoles del Murugarren, pregunté si quedaba algún objeto del pasado. Alfredo extendió su brazo izquierdo, señaló, y entonces pude ver en la altura. Dijo: “Ese es un ventilador inglés del Murugarren, el único que queda”. Dijo además que en el sótano está la estantería donde se guardaban las botellas. Pedí verla, pero Alfredo tiene un problema con la puerta vieja que cierra la entrada.
Me cuenta Aron que todavía ve el momento en que las personas se agolpaban alrededor de la radio Philips del Murugarren el 1º de septiembre de 1939. Escuchaban las noticias, y la más importante era que Alemania había iniciado acciones militares contra Polonia. De esta manera comenzaba la Segunda Guerra Mundial… en el Murugarren de Gualeguay.

jueves, 17 de octubre de 2013

Mastronardi y Gombrowicz en la noche de Buenos Aires

Carlos Mastronardi
Mientras entraba en el universo de Emma Barrandéguy, me llamó la atención su último libro publicado en vida: “Mastronardi-Gombrowicz. Una amistad singular”. Si digo “singular”, anoto rara. Y para una amistad rara o extraordinaria, hacen falta al menos dos personajes al tono. Mastronardi era un hombre especial, y Jorge Luis Borges también, ellos fueron muy amigos. Dice Borges en una entrevista al diario “El País” de Madrid en 1986: Pocos hombres conservaron la soledad con la minuciosidad de Mastronardi. Era un inseparable amigo de la noche que sabiamente abusó de la noche y del café, que tanto se le parece a la noche”. También afirma: Con Mastronardi profesamos una curiosa amistad. Una amistad que no necesitó de la frecuencia; a veces pasamos un año sin vernos, pero eso no significaba una sombra en nuestro trato”. Al tomar conocimiento del ensayo de Barrandéguy, pensé en el extraño personaje que fue y que sigue siendo el escritor polaco Witold Gombrowicz. Siendo un declarado admirador de su novela “Ferdydurke” (una maravillosa experiencia de lectura), escrita en polaco y traducida entre amigos en un café de Buenos Aires, ya contaba con datos sobre la personalidad de su autor, aunque desconocía su amistad con Carlos Mastronardi. Busqué en el “Diario argentino” de Gombrowicz, textos que en su momento se publicaron en la revista y editorial “Kultura”, fundada en Francia en 1950. Hallé a Mastronardi: “Debe haber sido en 1942 cuando trabé amistad con el poeta Carlos Mastronardi; mi primera amistad intelectual en la Argentina. La sobria poesía de Mastronardi le había valido alcanzar un sitio destacado en el arte argentino. Algo más de cuarenta años, sutil, con lentes, irónico, sarcástico, hermético, un poco parecido a Lechon, este poeta de Entre Ríos era un provinciano ornamentado con lo más fino de Europa, poseía una bondad angelical oculta tras la coraza de lo cáustico; un cangrejo que defendía su hipersensibilidad. Despertó su curiosidad el ejemplar, raro en el país, de un europeo culto; a menudo nos encontrábamos durante la noche en un bar… lo que tenía también para mí un atractivo gastronómico, pues de cuando en cuando me invitaba a cenar ravioles o spaghettis. Poco a poco le descubrí mi pasado literario, le hablé de ‘Ferdydurke’ y de otros asuntos, y todo lo que en mí difería del arte francés, español o inglés le interesó vivamente. Él, a su vez, me iniciaba en los entretelones de la Argentina, país nada fácil y que a ellos, los intelectuales, se les escapaba de un modo extraño y aun, a menudo, los asustaba”.
Witold Gombrowicz
Gombrowicz (Polonia, 1904-Francia, 1969) llegó al país en 1939, el estallido de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió siendo parte de una delegación polaca. Su Polonia dejó de existir en pocos días, la blitzkrieg nazi la partió con sus Panzers. A lo lejos quedó su familia perseguida. Volverá a Europa recién en 1963. En su diario hace referencia a las invitaciones a cenar de Mastronardi, porque no fue fácil para Witold subsistir en nuestro país.
Cuenta Gombrowicz que a Mastronardi: “No podía decirle todo. No podía hablarle de ese lugar en mí, penetrado por la noche, que he llamado ‘Retiro’”. Wiltold cuenta su drama, su eterno lamento sobre la juventud perdida: “A quienes se interesan en el punto debo aclararles que jamás, aparte de ciertas experiencias esporádicas en mi temprana juventud, he sido homosexual. No puedo quizás hacer frente a la mujer, no lo puedo hacer en el terreno de los sentimientos, porque existe en mí algo frenado, una especie de temor al cariño… sin embargo, la mujer, sobre todo cierto tipo de mujer, me atrae y me sujeta. Así que no eran aventuras eróticas lo que iba a buscar a Retiro… Aturdido, fuera de mí, expatriado y descarrilado, trabajado por ciegas pasiones que se encendieron al derrumbarse mi mundo y sentir mi destino en bancarrota… ¿qué buscaba? La juventud. Podría decir que buscaba a la vez la juventud propia y la ajena. Ajena, pues aquella juventud en uniforme de soldado o marinero, la juventud de aquellos ultrasencillos muchachos de Retiro, me era inaccesible; la identidad del sexo, la carencia de atractivo erótico, excluían toda posibilidad de posesión. Propia, pues aquella juventud era al mismo tiempo la mía, se realizaba en alguien como yo, no en una mujer sino en un hombre, era la misma juventud que me había abandonado y que veía florecer en otros”.
En estos textos, que Gombrowicz publicó en polaco, registró ciertas opiniones sobre el mundillo literario de la época: “Mastronardi mantenía buenas relaciones con el grupo de Victoria Ocampo, el centro literario más importante del país, concentrado alrededor de ‘Sur’, revista editada por la misma Victoria, dama aristocrática, apoyada en grandes millones, que hospedaba en su casa a Tagore y a Keyserling, cuya obcecación entusiasta le había ganado la amistad de Paul Valéry, que tomaba el té con Bernard Shaw y se tuteaba con Stravinski. ¿En qué medida influyeron en esas majestuosas amistades los millones de la señora Ocampo y en qué medida sus indudables calidades y su talento personal?-he aquí una pregunta que no pretendo contestar. El tufo insistente de esos millones, ese aroma financiero, un tanto irritante a la nariz, me hacía desear no conocerla. (…) No me apresuraba, pues, a hacer la peregrinación a la residencia de San Isidro. Por otra parte, Mastronardi temía –y con razón- que el ‘conde’ (porque yo me había proclamado conde) fuera a comportarse extraña o aun descabelladamente y tampoco se daba prisa en introducir a mi persona en estas reuniones”.
Witold vivió un tanto escondido entre las sombras de los aledaños del centro literario de la gran ciudad, centro en el que mandaba una postura que él despreciaba con entusiasmo. Recuerda que Mastronardi le presentó a Silvina Ocampo, que estaba casada con Adolfo Bioy Casares. A la cena también fue invitado Borges. Witold anota en su diario: “A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París. Para mí la inconfesable y silenciosa juventud del país era una vibrante confirmación de mis propios estados anímicos, y por eso la Argentina me arrastró como una melodía, o más bien como un presentimiento de melodía. Ellos no percibían ahí ninguna belleza. Y para mí, si había en la Argentina algo que lograra la plenitud de expresión y pudiera imponerse como estilo, se manifestaba únicamente en los tempranos estados de desarrollo, en lo joven, jamás en lo adulto. (…) Pero ellos no veían en esto ningún atractivo, y esa élite argentina hacía pensar más bien en una juventud mansa y estudiosa cuya única ambición consistía en aprender lo más rápidamente posible la madurez de los mayores. (…) Así, Borges, por ejemplo, advertía únicamente sus propios años y no, por decirlo así, la edad que lo rodeaba; era un hombre maduro, un intelectual, un artista perteneciente a la Internacional del Espíritu, sin ninguna relación definida ni intensa con su propio suelo. Y esto a pesar de que de vez en cuando aderezaba su metafísica (que muy bien podría haber nacido en la Luna) con lo gauchesco y lo regional –en el fondo su modo de encarar lo americano era precisamente europeo-; él veía a la Argentina como un francés culto ve a Francia, o un inglés a Inglaterra. (…) El arte es ante todo un problema de amor; si queremos conocer la verdadera posición del artista debemos preguntar: ¿de qué está enamorado? Para mí era evidente que ellos no estaban enamorados de nada o de nadie y si lo estaban era de Londres, París, Nueva York, o, en fin, de un folclore bastante esquemático e inocuo. Pero ninguna chispa auténtica brotaba entre ellos de esa masa oscura de belleza ‘inferior’”.
En el prólogo a “Memorias de un provinciano” de Mastronardi, Conrado Nalé Roxlo incluye el poema “El forastero”. Emma Barrandéguy en su libro señala este “extraordinario poema” como una obra que retrata a Mastronardi “y ¿por qué no?, a Gombrowicz también”. Ella ejemplifica con la primera estrofa. Es la que muy bien se puede vislumbrar a ambos: “Renuncia este hombre opaco y extraviado / al juego de los otros, a la unánime empresa / de probar el sabor del mundo cierto, / como si el tiempo que iracundo arroja / el hueso del presente codicioso / a la despierta voluntad de todos, / nunca lo hubiera visto, / como si la hermandad innumerable / que rueda hacia el dolor y la delicia / no pudiese rendirlo a sus verdades claras”. Coincidentes en las ideas, distintos en la manera de transitar la realidad. Mastronardi esquivando la discusión, Witold ejerciéndola. Los dos respetando su naturaleza. El resto del poema citado es muy de Mastronardi, un reflejo contundente, habla de su vida en la “mansa demora” donde a conciencia desarrolló su soledad; y deja en claro que, por ejemplo, por elección se quedó afuera de ciertas obligaciones para con la mujer, la pareja, el matrimonio, los hijos: “Quien sabe cuántas noches lo asociaron al quieto / reino de las personas ilusorias, / donde el castigo es tenue y es vaga la delicia, / y así en mansa demora miró correr los años, / pues quiso confundirse con mentidas criaturas / para que fuera leve también, y no de hierro, / el plazo de los actos cardinales / que son nuestros sepulcros sucesivos”.
Anota Emma: “Mastronardi se ufana de su soledad y tal vez también de su soltería, pero durante su transcurso vital en Buenos Aires convive con una hermosa mujer intelectual brasileña y hasta pasa con ella una larga temporada en Brasil”. En cambio Gombrowicz, cuenta Emma: “(…) por su don de gentes, encuentra, ya viejo, su compañera. Mastronardi, por su idiosincrasia, culmina su vida en un geriátrico”.
Rita Gombrowicz, la mujer de Witold, viajó a la Argentina y recabó material para su libro “Gombrowicz en Argentina 1939-1963”, que fue publicado en 2009.
El ensayo de Emma Barrandéguy  sobre estos dos escritores, de vidas tan singulares, es conciso, se ajusta a la búsqueda entre las señales descubiertas en la vida y obra de ambos. Es preciso en su planteo, y a la vez invita a una recorrida mayor sobre estos autores. Por momentos, Emma, establece y deja latente en el pensamiento del lector, una novela de misterio.
En “Cuadernos de vivir y pensar” (1984) de Carlos Mastronardi, una especie de diario de escritor, que abarca de 1930 a 1970, en el que se consignan pensamientos sobre el tiempo, la realidad, la vejez, la escritura, el arte, y donde su autor también cita a otros autores, Gombrowicz aparece expresando la siguiente propuesta: “El polaco Gombrowicz, cuando se encuentra con escritores sudamericanos suele decirnos: declaren ustedes ‘su’ mundo y ‘su’ íntimo sentir; sin ninguna voluntad de emulación, sin pensar en situarse junto a Paul Valéry y Thomas Mann, y entonces se lograrán ustedes plenamente. Pero olviden los modelos externos y, en especial, los modelos europeos”.
Un consejo de escritor que muy bien le vendría hoy a tanto autor confundido de esta patria.

Emma Barrandéguy: escuchar la vida

Emma Barrandéguy
Lamento no haber llegado antes a la escritura de Emma Barrandéguy. Y también lamento no haber pisado antes esta ciudad de Gualeguay. Ocurre siempre, lo sé, el inevitable sabor a pérdida se hace un lugar en la vida de los lectores practicantes. Sabor a pérdida porque fue demasiado el tiempo transcurrido sin saber de su escritura, y es todavía más insistente dicho sabor, si pienso que hubiéramos podido alumbrar la charla de haber llegado a su lugar en el mundo, apenas un puñado de años antes. Desde que llegué a Gualeguay que su presencia aparece en distintos ámbitos. En una charla con el escritor Daniel González Rebolledo, quien guarda de la dama poeta un sentido recuerdo; en la lectura de una entrevista a Juan José Manauta; en la charla con Lucía Montero, la compañera de Manauta; en la librería Papelucho, donde entré preguntando por la obra completa de Juan Laurentino Ortiz, y me encontré con un tesoro: “Las puertas”, poemario de Emma publicado en 1964.
Creo que mi encuentro íntimo con ella empezó cuando leí una línea en su explicación del libro “Refracciones”, publicado en 1986: “(…) la literatura que hago siempre ha tenido que ver conmigo misma, que es casi lo mismo que decir que he fracasado en liberarme del espejo”. Digo “encuentro íntimo” porque especialmente me tienta, a la hora de conocer una escritura, que su autor se haya permitido abismarse en el espejo. Disfruto de contemplar, por entregas, un paisaje que a poco deviene en plena aventura, sucede cuando un escritor, rico en almas, ha parido parte de su obra, o por qué no, su totalidad, con la intención de dedicarla a escarbar en su esencia primera, su sangre, su sombra, su fantasma. Y esto nada tiene que ver con los típicos problemitas con el ego que presentan tantos escribas de papel picado, sino con un gesto de valentía, de audacia: no hay universo más vasto que nuestros propios misterios.
Emma asumió el riesgo de escribirse, por eso existe “Refracciones”, y por eso también dijo presente “Las puertas” en 1964. Hasta estas líneas sólo leí dos libros de Barrandéguy. A ellos se suman historias, datos, anécdotas, fragmentos de vida encontrados en distintas notas sobre su quehacer en esta tierra. Sólo dos libros, y del oficio de Emma, de su poesía, tengo la intención de contar algunos de los paisajes amanecidos. No pretendo descubrir absolutamente nada, tan solo contar, transcribir algo de lo hallado.
Desde su poesía me llegaron palabras y sonidos nuevos, por ejemplo: “sarandises”, que se hace música en el poema dedicado al pintor Antonio Castro: “Costa del segundo”: “Apareces entre los sarandises / como si la vida fuera solo este paisaje / constante y efímero / y bastaran la belleza y la paz / para ubicar el canto”. Emma anota el sueño, y enseguida da pista de la realidad: “Pero la vida es lo que altera la armonía / y la va corrompiendo / y también lentamente la va recuperando. / No hay otro ritmo”.
Emma Barrandéguy trabaja imágenes, sensaciones, utiliza su mirada con la misma destreza tanto en el mundo interno de la memoria, y en ella los deseos y los miedos, como en el afuera donde encuentra los nexos necesarios para la construcción de su palabra. Hay un poema en “Refracciones” que se erige como lucero en el humano cielo de este libro. Su título: “Media tarde”: “La gata blanca espera en vano / el gorrión que corresponde a su boca. / Escucha los sutiles ruidos / de la siesta. / Mira. / Leo una carta vieja de mi padre. / Las raíces no tienen ya fuerza / para abrir nuevos canales / en la tierra. / Y encojen sus tentáculos / en el otoño que se inicia. / Un sol débil entra por la ventana / hasta mi brazo / y agazapado para el salto / me abandona / como los gorriones y vuela brevemente / por el cielo”.
En el poema “Pelotari silencioso y espectador ídem”, Emma describe a un jugador de pelota, vestido de blanco, solitario, juega la pelota contra el frontón y vuelve a atraparla, ella espía desde un lugar alto: ve felicidad, fuerza y fragilidad. Cierra la imagen desde su propio juego: “A tu modo, / di con todas las fuerzas la pelota contra el muro / y vivir fue un goce / dentro de las cuatro paredes del frontón / donde hasta el mismo fracaso fue silenciosa intensidad. / Sólo limpié mi frente con el dorso de la mano / cuando el sudor caía por mis ojos / o las lágrimas. / Y no he cesado de arrojar la pelota / aunque hoy mi brazo ya no pueda atajarla, / ya no más”.
Pienso que Barrandéguy publicó estos poemas en 1986, y que si bien ella afirma que esta selección tiene ya años, lo cierto es que de ellos se desprende que la autora ha dejado de ser joven (tiene en ese momento setenta y dos años), y que su mirada habita la paleta de un pintor que muchas veces elige las gamas bajas para componer los paisajes. Pinta oscuro, pero para resaltar la bondad de la luz. La sombra y la oscuridad son tan importantes como la luz, la muerte es tan importante como la vida.
Decía antes que Emma me regaló palabras nuevas. En Buenos Aires, lamentablemente, no andaba muy acostumbrado a saber de: lecho, pájaros, bandadas, surubises, ni a pensar en las cuchillas de Victoria, y tampoco a que me obsequiaran determinados encuentros entre las palabras. En el poema “Río”, la poeta anota composiciones como: “frescura móvil”, “inquietud callada” o “Manso amigo”.
Barrandéguy sabe de plantarse con la palabra de manera casi salvaje, así en su poema “Atuendo”: “Antes de salir me pongo las pulseras / y voy con ellas como lazarillo / llevando por el mundo mi pan sagrado / y por ese sonson me reconocen, / pero no por el pan que es bien secreto. // Y para conversar con vos / me las saco en cuanto llego / y te entrego ese pan / tal vez reseco, sí, a fuerza de llevarlo, / pero amasado con el trigo más negro de mi sangre”.
El destino quiso que comenzara la lectura de forma contraria a los años en que aparecieron los libros. A poco de transitar a través de “Las puertas”, escrito más de veinte años antes, me gana el pensamiento una música de tango que abreva en la figura de un amor imposible, una historia de esas que solo llegan al simulacro. Emma escribió “Carambola”: “¡Ay difícil ternura! / ¡Ay la mano que pongo entre las tuyas / sin más respuesta que tu piel presente! / Ay tú en el mismo rastro, desvelado, / sordo para mi voz, / vigía de otro hombro / donde arraigar quisieras tu fatiga. / ¿Ay la sed hasta cuándo? / ¿Por qué buscarte? / ¿Para qué encontrarte? / ¡Qué inútil hacer noche / junto a tu corazón que no me aguarda!”.
En el poema “Repetición de otras voces”, Emma destaca “la sonrisa florecida” como llave de vital importancia en toda existencia: “(…) Porque al final del viaje / llegaremos lo mismo con las manos vacías / y lo mismo un día, todos / descubriremos el decantado gusto de ceniza. / Pero sólo la sonrisa florecida / nos marcará el valor de la cosecha / si sabemos hacerla surgir junto al recuerdo / por sobre las arrugas y las quejas. / Entonces / realmente importará haber empezado temprano”.
“Cotidiana” es otro poema que sorprende, que hace temblar cualquier discurso trabajado a conveniencia para ser usado en las situaciones “importantes” de los días: “Miro las rosas de octubre / y comprendo que abren para todos / sus perfectas y frágiles corolas, / como siempre. / Como el mar y la estrella y el gorrión / y todo lo que no tiene precio. / Pero igual me resisto; / igual quisiera desde mis años viejos / levantar el escándalo y el ruido, / con mis manos / y ponerlos así sobre la mesa de todos los días. / Aparecer como un niño / con los bolsillos llenos de preguntas / y de cascotes y de semillas / y de carreteles, / a través de la trama espesa / de las cortinas y las mercaderías. / Porque veo que no maduraré ya nunca / ni aprenderé las frases que convienen, / ni he de lograr la ubicación correcta / con ningún examen psicológico a fondo. / (…) / Pero mi único camino, todavía y siempre, / es hablar de mi fabulosa cosecha: / de lo que leo, lo que oigo y lo que aprendo; / es repetir incansablemente la verdad que ruge: / Muerte, muerte, / y escuchar la Vida / cuando el deseo / arrima mi boca a tu cuerpo desnudo. / ¡Y también en todo lo que me ahoga y me subyuga!”.
A “escuchar la Vida” invita Emma Barrandéguy. Ella, una y otra vez, señala la presencia de la vejez, el vacío, la muerte, y alienta a no dejar que la vida se agote en un sinsentido. Es una autora que no anda con vueltas, ella se escribe y se describe, se muestra en cuerpo y pensamiento, su palabra en la piel.
El asombro me acompaña como lector de su poesía. Me digo: sólo leí dos de sus libros, y en ellos encontré un universo completo que resguarda mundos distintos. Emma Barrandéguy, una poeta que era, felizmente, un árbol que cobijaba tantas almas reunidas. Ella: una comunidad de sensaciones y pensamientos en cercanías del Gualeguay. La de Emma fue una vida habitada y dejó registro de sus pasos en su escritura en la gran ciudad y en la ciudad de provincia.
Voy a su encuentro. El sabor a pérdida declarado, que sigue tan presente, juega alentando a más. Digo que voy a su encuentro: habito el bote, que me lleve su río.
Emma Barrandéguy nació y murió en Gualeguay (8 de marzo de 1914-19 de diciembre de 2006). Fue periodista de “La Verdad”, diario de Gualeguaychú.  En 1937 se trasladó a Buenos Aires. Trabajó en el diario “Crítica” entre 1938 y 1956. Fue secretaria de Salvadora Onrubia de Botana. Fue traductora de las editoriales El Ateneo y Emecé, dominaba inglés, francés e italiano. En los años 80 volvió a Gualeguay. Dirigió la página cultural del diario “El Debate Pregón” durante casi veinte años.
Sus libros: poesía (“Las puertas” (1964), “Refracciones” (1986), “Camino hecho” (1991); teatro (“Amor saca amor” (1970); relatos (“El andamio” (1964), “Los pobladores” (1983); ensayo (“No digo que mi país es poderoso” (1982), “Mastronardi-Gombrowicz. Una amistad singular (2004);  novela (“Crónica de medio siglo” (1984), “Habitaciones” (2002); biografía (“Salvadora, una mujer de Crítica” (1997). Obtuvo el premio Fray Mocho, la distinción que entrega el gobierno de Entre Ríos a la literatura, en dos ocasiones: en 1970 por “Amor saca amor”, y en 1984 por “Crónica de medio siglo”.
Ocurre que las descripciones de los hechos de la vida de ciertos autores quedan como descolocadas frente a la presencia de sus palabras: de un solo poema o de una página. Lo mismo ocurre con la enumeración de los libros que ha escrito, la lista queda hecha añicos frente a un solo de escritura. Es lo que me pasa con Emma, agradezco el mapa de su ruta, pero un solo poema de su cosecha descalabra años y títulos.

En 2009 Irene M. Weiss publicó las “Poesías completas” de Emma Barrandéguy. Detrás de esta edición hay una historia para contar en otro momento.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Historias en el Museo Juan Bautista Ambrosetti

Sector dedicado a Garibaldi.
El museo histórico regional fue creado en 1948, por decreto del comisionado municipal Segundo Luis Gianello. Los primeros años funcionó en una sala de la municipalidad. No estaba abierto al público. Recién en 1963, durante la gestión del comisionado municipal Carlos Aguirrezabala, se concretó su traslado a la casa que hoy ocupa sobre calle San Antonio. Se nombró como director a Fernando Pérez Tost, y gracias al trabajo de la presidenta de la Comisión de Cultura Municipal, Olga Gayote de Massoni, la casa fue reparada y equipada para su funcionamiento.
El museo lleva su nombre desde 1965: Juan Bautista Ambrosetti (1865-1917), nacido en Gualeguay, fue paleontólogo, arqueólogo, historiador. La casa donde funciona, construida entre 1880 y 1890, perteneció al médico, y luego también intendente de la ciudad, José María Pagola, español de nacimiento. Llegó a Gualeguay en 1854, y tuvo una destacada actuación durante la epidemia de cólera de 1867. Por esto, la ciudad le obsequió la casa al doctor. La heredó su hijo, también doctor: Martín Pagola. En su testamento dejó establecido que luego de su muerte y la de su mujer (no tuvieron descendencia), la propiedad debía volver a la ciudad.
Iris Wulfsohn, es la museóloga a cargo. Le pregunto por qué terminó siendo museóloga: “Yo quería estudiar, y mi mamá quería que me fuera a Buenos Aires. No sabía qué estudiar. De casualidad pasé por el Instituto Nacional de Museología, estaba abierta la inscripción y entré a preguntar. El secretario que me atendió me explicó bien la carrera. Reunía elementos que me gustaban: la investigación y la historia. Me entusiasmó. Es una carrera fascinante. Es cierto que difícil de ejercer, no hay tantos lugares. Viví en Buenos Aires catorce años, trabajé varios años en un taller de restauración, y cinco años en el Museo José Hernández. Volví a Gualeguay en 2002, trabajé en un negocio familiar, y en 2007 me convocaron para el museo”.
Iniciamos un recorrido por el museo. Iris me señala unos cuadros en la sala Pagola: “Hay carbonillas de intendentes, es casi seguro que están acá por tratarse de intendentes, pero es más importante para nosotros que las obras sean de Secundino Salinas. Artista nacido y criado en Gualeguay, de origen muy humilde, el padre era carbonero, fue peón de campo, soldado de Urquiza. Un autodidacta, un gran dibujante de detalle, y notable retratista. De adulto se fue a vivir a Buenos Aires y estableció frente a Plaza de Mayo un estudio fotográfico, en la parte superior tenía el atelier donde dibujaba”.
Las carbonillas, fechadas en 1907, son las siguientes: Dr. Francisco M. Crespo, intendente en 1876; Dr. Francisco Antonio Barroetaveña, intendente en 1877; Dr. José María Pagola, intendente 1876/77-1878-1884-85.
En la sala contigua que lleva el nombre: Segundo Luis Gianello, hay una reproducción de otra obra de Secundino Salinas: “El domador argentino”, que fue expuesta en la Exposición Continental de 1882 en Buenos Aires. La obra fue realizada sobre un bosquejo, así trabajaba Salinas, hecho en la estancia Las Palmas, de su amigo Gregorio Morán. Se sabe también el nombre del domador que sirvió de modelo: Lino Godoy. Es una típica escena de doma, el caballo en el aire, también el rebenque; el domador es hombre barbado. Salinas vendió el original, pero nunca reclamó algún tipo de derecho sobre las copias que de él se hicieron, y que fueron usadas para publicidad de artículos, principalmente, de campo. Una minuciosa información sobre Salinas se encuentra en “Formas y colores de Gualeguay” de Nidya Rampoldi, Patricia Míguez Iñarra y Daniel Gabriel, donde se nombra al artista como: “El primer artista plástico del que se tienen noticias en Gualeguay”. Secundino Salinas nació en Gualeguay en 1840 y murió en Buenos Aires en 1912.
En la misma sala se puede ver una foto del frente de la talabartería “El Pingo”. Está a un lado del caballito blanco de metal que acompañaba el cartel del negocio. También dice presente la figura del caballo que había dentro del local y que servía para exposición de monturas y correajes. En una pared se exhibe un original del plástico Derlis Maddonni: un caballo echado (tinta sobre papel, 1963). En una vitrina se pueden observar bolas de boleadoras pertenecientes a los pueblos originarios. También se guardan allí ornamentos originales de la casa paterna del artista plástico Cesáreo Bernaldo de Quirós. A un lado de la vitrina: media polea del Molino Armelín.
En la sala bautizada Francisco Barroetaveña hay un sector dedicado a Giuseppe Garibaldi, el revolucionario italiano. Cuenta Iris: “El catalejo es una pieza documentada por el mismo Garibaldi en sus memorias, donde cuenta su estadía en Gualeguay, su intento de fuga, la tortura, lo colgaron durante dos horas de la cumbrera del rancho de la Comandancia (en la sala hay una parte de la misma). El catalejo se lo deja a su amigo Jacinto Andreu, que le dio hospedaje”. El rancho de la Comandancia estuvo ubicado en San Antonio (S) y Belgrano. Existe una duda con el ancla que presumiblemente perteneció a la goleta de Garibaldi. Objeto que está en el Museo desde su fundación. Su forma parece no coincidir con el modelo de ancla que llevaban las goletas, si bien el modelo sí pertenece a esos años. Garibaldi (1807-1882) llegó herido a Puerto Ruiz en 1837. Vivió seis meses en Gualeguay.
En el mismo sector se puede ver una foto enmarcada de David Vinelli, compañero de Garibaldi, y nacido en Génova en 1814. Se estableció en Gualeguay, y fue nombrado segundo maestro de la primera banda de música militar, creada en 1852.
En una vitrina de la sala es posible contemplar el manuscrito de “Historia de Gualeguay”, tomo I (editado en 1972) de Humberto Pedro Vico. Hay también escrituras originales de cesión de tierras en Gualeguay y zonas vecinas de los años 1776 al 79. Documentos de suma importancia, anteriores a la fundación de la ciudad en 1783.
En la sala denominada Fernando Pérez Tost se puede ver un piano de cola Mignón, fabricado por F. L. Sanne, en Hamburgo, Alemania. Iris cuenta detalles de su historia: “Urquiza contrató al maestro de música Narciso Narvarte, que era español, y le mandó en 1860 este piano de regalo, posiblemente el primer piano que hubo en Gualeguay. Tuvo tantos alumnos que Urquiza le mandó tres pianos de estudio, dos están acá (misma sala), del tercero se desconoce el destino. Los hijos de Narvarte fueron todos profesores de piano. La familia cuenta que Narvarte y Urquiza no se conocieron personalmente. Narvarte no le tenía simpatía”.
Piano obsequiado por Urquiza a Narvarte.
En cada rincón, en cada objeto, se guarda una o varias historias. Fragmentos de la vida que algunas veces saltan a escena de manera inesperada. Veo una foto de un coche fúnebre de la empresa Otegui Hnos. fechada en 1910. La foto puede muy bien pasar desapercibida entre tantos objetos, muchos de gran tamaño. Pero ahí está, a disposición de la mirada, enseñando un coche de decoración fastuosa. Cuesta imaginarlo en las calles empedradas del Gualeguay de ayer. Y en las de hoy también, es casi un elemento fantástico, surrealista. En la foto sólo se ve el coche, faltan los caballos negros, hay un hombre parado junto a una rueda trasera. Le señalo la foto a Iris, que en un segundo avisa: “Este coche lo quemaron, vinieron unas personas y me lo contaron, no les creí, pero eran nietos de Bernigaud. El abuelo había comprado la funeraria a Otegui. Ellos habían estado cuando el abuelo dio la orden de desarmarlo y quemarlo. Al cambiar los usos y costumbres, el coche se dejó de usar, y estaba en muy mal estado. Se le sacaron los cuatro titanes que sostenían el techo. Los titanes fueron entregados a una casa de antigüedades en Concordia o Concepción del Uruguay, no recuerdo con exactitud. Un día les dicen que les habían robado todo, así fue como se perdió el último rastro del coche. Pero uno de los nietos, tiempo después, mientras paseaba por San Telmo, vio en venta una lámpara cuya base era una de las cuatro figuras, quién iba a imaginarse de dónde provenía el motivo artístico”.
Sobre la misma pared hay un cuadro que guarda una foto (cercana al 1900) de Leonardo Salatino. Los Salatino fueron una familia de cocheros. Estuvieron al frente del negocio hasta el regreso a casa del último Mateo. La foto está muy cerca de la puerta que la Confitería El Águila tenía en la ochava, puerta vaivén que hoy habilita el paso a la sala que lleva el nombre: Jorge Míguez Iñarra, donde se realizan exposiciones temporarias.
En la misma sala hay una tuba que perteneciera a la banda de música del Regimiento 3 de Caballería Martín Rodríguez. Una guitarra fabricada en Gualeguay por el luthier Joaquín Dorrego, y que perteneciera al profesor Lorenzo Gorosito.
Un lugar destacado ocupa el armonio que perteneciera a la parroquia San José. Cuenta Iris que el instrumento salió de la parroquia cuando ya no hubo quien supiera tocarlo. Estaba en perfectas condiciones, una sucesión de mudanzas deterioraron su estructura, por ejemplo, le faltan los pedales. Fue fabricado por Alexandre Pere&Fils, París. Iris se contactó con restauradores de la marca en España, y ellos le informaron que al país habían entrado sólo tres armonios de este modelo, y sabían que uno estaba en la parroquia de Gualeguay.
Iris comenta que en el museo hay mucho trabajo por hacer. La mayor parte de los objetos no están investigados. En su momento Olga Massoni hizo un inventario detallado de las existencias, pero después se perdió el rastro de dicho documento. La museóloga se lamenta: “Una pena porque hubo gente que investigó las piezas, por ejemplo la colección de armas, y con el paso del tiempo, es lógico, se pierden datos de primera mano”.
El Museo tiene un archivo de documentos históricos interesante, por ejemplo, de aquellos años en que Puerto Ruiz tuvo su importancia. El historiador Humberto Vico consultó para sus libros sobre la historia de la ciudad muchos de los documentos que se conservan en el Ambrosetti.
La casa Museo tiene las puertas abiertas a la ciudad, no solo en lo referente a las visitas (con un horario muy amplio), sino también por estar a disposición para evaluar toda clase de objetos que, por distintas razones, los vecinos quieran donar al mismo para contribuir a la memoria.
En el patio espera un viejo buzón, otro vehículo para llevar y traer historias; y también dice presente la punta de madera y metal de uno de los pilotes que fueron hasta el corazón del lecho del río cuando se construyó el viejo puente Presidente Pellegrini, el que se cayó en 1959, tan distinto al que ahora se abisma sobre el Gualeguay. La punta de un pilote que sostenía un puente, otra máquina inventada por el hombre para llevar y traer historias. Invenciones a tono con la idea de fundar un museo para que la memoria misma se haga río.

Vicente Cúneo, artista plástico de Gualeguay (2da. entrega)

Influjo (tinta)
Vicente Cúneo admira en el terreno de las artes plásticas, además de los pintores gualeyos, a Castagnino, Berni, Soldi, Carlos Alonso, Quinquela Martin, Spilimbergo, entre otros. Y guarda memoria de pintores amigos en Gualeguay: “Carlos Montilla, de Rosario, vino a la ciudad como directivo de una empresa, pero su pasión era el dibujo y la pintura. Después se fue a Paraná, recibió premios. Fue muy amigo de Derlis Maddonni, y Eise Osman. Nos hicimos amigos. Sufrió lo que sufrimos todos: la falta de momentos, desatarnos de otras cosas para meternos más en el arte. Quizá lo haya sufrido más que ninguno. Hizo exposiciones, fue reconocido”. La emoción gana cuando pregunto por Antonio Castro: “Castro fue una persona jovial, alegre, vital, muy comprometida con lo que sentía. Lo expresaba hasta en la conversación, ejercía la libertad de decirte lo que se le ocurriera. Vivió desatado del materialismo. Llegó a pescar para sobrevivir, con eso apenas si seguía en pie. Tenía una fuerza, un impulso de trabajo que es un ejemplo para nosotros. Castro era fiel todos los días de su vida a dibujar y pintar, con lo que tuviera. Los amigos le llevaban material cuando no tenía, hubo sí otros que se aprovecharon y se quedaron con su obra con modos cercanos al arrebato. Pero muchos se conmovieron y lo ayudaron. Tenía muchos trabajos, porque pintaba todos los días. El día era para la pintura. Derlis Maddonni decía que de todos los que andábamos en “eso”, él era el que dejaba traslucir su riqueza pictórica, lo que él intuía estaba en su arte. Sus cuadros eran riquísimos en imágenes, no es que pintaba un pescador, pintaba la casa, la canoa, el perro, las personas que lo rodeaban, en donde fuera él seguía metiendo elementos. Y en la mayoría de sus papeles encontrás pinturas de los dos lados. Qué bueno sería tenerlos dentro de dos vidrios y así ver ambos. Era su necesidad de pintar, tendría que haber tenido dos veces el papel que tuvo. Nydia Rampoldi, que fue profesora mía, y que ayudó mucho a Castro, me contaba que había llegado a pintar sábanas. Uno quisiera a veces tener ese impulso. Cuando pasan días sin tocar nada, se sufre”.
Derlis Maddonni se lleva un lugar en esta memoria: “Qué fino dibujante, admirable. Y admirable la extensión de la línea para decir un montón de cosas en el trayecto. Fijate una obra, una cara y una mano, vos seguís la línea, no se corta. Él lo practicaba, hay maestría, fuerza y convicción. Yo veía cuando lo hacía. Empezaba a dibujar con una línea que iba y venía sin levantar el lápiz, el pincel, y aparecían mágicamente las cosas que tenía dentro de su cabeza, de su corazón. Con qué soltura, con qué osadía trabajaba, era un misterio. Algo fantástico. Nos frecuentamos, como con Castro, yo iba y venía, porque anduve trabajando en el departamento Gualeguay como maestro y andaba con mi familia a cuestas. Por ahí en los años de bohemia los habría visto más tiempo, pero de todas maneras el contacto me enriqueció mucho”.
En la obra de Cúneo aparece una y otra vez la figura de su amigo, el caballo. Le pido que me explique: “El caballo, si lo llevo al terreno de la razón: quiero, amo a este animal; de chico significó mucho en mi vida. Lo sigo disfrutando. Tengo imágenes de él durante todo mi aprendizaje, dentro o fuera de la escuela. Siempre me pareció una forma admirable. Si lo llevo al terreno de los sentimientos, es inexplicable. Si lo llevo al terreno de la plástica, es una maravilla la armonía, lo que se pone en juego en líneas, en formas. El caballo fue puesto ahí para que lo gocemos como belleza. Me dicen que es difícil dibujar caballos, no sé si es así. Sí, es un desafío inmenso abordarlo. Significa tiempo, te lleva a andar mucho entre sus patas para dibujarlo, conocerlo, para saber que las manos son distintas a las patas, detalles que hay que conocer para tratar de reflejar la libertad. Ese bien tan valioso, es lo primero que te dicen los que no lo tienen. Tuve taller de dibujo en una cárcel. Ellos saben del significado de la libertad. Para mí no hay mejor imagen de libertad, de fuerza, de ganas, que ver pasar una tropilla. Pintarla es un desafío. Desde la enseñanza y la actividad rural trabajé siempre en el campo. Tener la posibilidad de ver los pelajes de los caballos es un disfrute, porque la forma es un mundo, pero otro es el color de los pelajes bajo la luz cambiante”.
Caballos
Cúneo afirma que hoy el interior sigue sufriendo el aislamiento de siempre, pero que gracias a los adelantos técnicos se cuenta con otras herramientas para estar más informado. Tiene una postura abierta frente al arte. Dice que la sensibilidad del pintor está también presente cuando se para frente a la obra de otro. Le brillan los ojos cuando recuerda la vez que estuvo, en Córdoba, frente a obras de Carlos Alonso: “Estar ahí, ver cómo mete el color, la forma, y vos decís: mirá este tipo, cómo pudo hacer esto”. Afirma que es bueno conocer todas las posibilidades del arte, y que le gustaría estar más en contacto con corrientes distintas a las que él cultiva.
Lo consulto por la actividad plástica en Gualeguay: “Se sigue trabajando a partir de las ganas de hacer, un trabajo un tanto disperso, pero en total libertad. La tradición cultural se vive con alegría, no como un peso. Se sabe que detrás de uno hay una historia muy importante y rica. El entusiasmo no decrece. Faltaría entender la creación artística desde el poder, creo que no se ha entendido nunca. Debería pasar por sostener espacios de apoyo y fomento que no desaparecieran al final de la gestión. Se puede nacer artista, supongamos la presencia de talento, pero importa más su desarrollo en el tiempo, y para ello hace falta una absoluta libertad creativa”.
Pregunto cómo ve estos tiempos de “revuelto gramajo”: arte, tecnología, sociedad: “La necesidad expresiva en el ser humano es de siempre, quizás hoy la posibilidad tecnológica lleva a muchos a pensar que esa es la columna vertebral de la sociedad. No debería ser así. Lo pienso en función de los chicos, y tomo mis herramientas. Fui maestro de grado treinta años, y vuelvo a las aulas donde, con humildad y modestia, trabajo con un papel y una fibra para decir a los chicos que no todo es tan mágico, mi hacer tiene que ver con el esfuerzo, el tesón y el trabajo, y es bueno saber que se puede querer el trabajo. Este mundo está armado para hacernos creer lo contrario, no vale la pena trabajar, ni juntarse para ver qué hacen los demás. La imagen es: hay gente, en otro momento hubieran hablado entre ellos, están juntos, pero comunicándose con gente que está lejos. Sí, hemos progresado, pero desperdiciamos el contacto con el que tenemos enfrente”.
Treinta años de maestro, ¿dónde, cuándo, cómo?: “Fui maestro de primaria. El 1º de septiembre cumple 40 años nuestra radio. Mi inicio en la docencia tiene que ver con la radio. Me recibí de maestro, pero no ejercía. Estaba indeciso, se ve que también con la pintura, si no hubiera seguido arte. Me casé, tenía dos hijos chiquitos y me fui a trabajar a un campo de la familia. Ahí andaba hasta que escuché la radio. Me enteré que se pedía un maestro para una zona difícil de islas. Era tan diferente aquel mundo de fines de los 70, hoy no existe que anden buscando un maestro, hay muchos. Éramos pocos, y menos los varones. La insistencia del periodista Mario Alarcón Muñiz me movilizó. Lo consulté con mi familia y me presenté. Fui el maestro que pedían en las islas de Las Lechiguanas. Ahí empecé, después anduve por otros departamentos de la provincia. Así que la vocación la debo haber tenido y después, al trabajar en el aula con los chicos, me di cuenta de que sí, que valía la pena. Me fue bien, es decir, no llené los bolsillos de plata, pero sí llené el corazón de vida. La prueba está en que vuelvo a las aulas cada vez que puedo. Me invitan y, junto a la otra pasión que es el arte, puedo estar cerca de los chicos. Sentir en algún lado que fuiste el gestor, que dejaste la semillita en un chico, y ver que te lo devuelve con la mirada, es tan maravilloso como pasar por el momento de la creación que hablábamos antes”.
Meses atrás presencié una clase magistral para los alumnos de la escuela Marcos Sastre, en el marco de la semana del libro. Hacía tiempo que no veía pibes interesados en la música, la poesía y el dibujo. Los responsables de la fiesta que se realiza, desde hace seis años en distintas escuelas de la provincia, son Roberto Romani, Secretario de Cultura de Entre Ríos, y Vicente Cúneo: “A Roberto lo conozco de la radio, cuando pasó que encontraron maestro a través del medio, fue muy importante para los que trabajaban en ella, y él era uno de ellos. Nos acercamos enseguida, teníamos mucho en común, y a Roberto le gusta el aula tanto como a mí. Él no fue maestro, pero sí comunicador, qué mejor que hacerlo donde comienza lo social: la escuela. Me invitaba a una exposición en una escuelita, y yo llevaba mis trabajos. Vimos cómo los chicos se iban interesando, y nos salía transmitir el amor por lo nuestro. Yo llevaba temas de la tradición, los animales, Roberto decía sus palabras, sus poesías, y un día, en Rosario del Tala, yo llevaba mis láminas y hojas en blanco, por si surgía dar alguna explicación. Le digo: ¿te molesta si yo dibujo algo de lo que vos cantás? Me miró con los ojos desorbitados, y me dijo: sí, dale. Fue una respuesta extraordinaria. En la escuela yo era el que dibujaba lo que fuera, lo que hacía falta. Siempre presté atención al silencio que se generaba mientras lo hacía, y no era porque dibujaba yo, si no por ese misterio que se produce mientras el dibujo avanza, esa necesidad de ver si el dibujo es igual al dibujo imaginado. Pensé que si lo podía hacer con los chicos, y además una canción, abordábamos dos manifestaciones del arte. De ahí en más lo hicimos así, lo llamamos: La canción dibujada. Después Roberto le pide a los chicos que nombren departamentos de la provincia, y de cada lugar, él recita un poema o canta una canción de un autor que haya vivido en el departamento indicado por el chico. Su memoria es impresionante”.
Cúneo y Romani en la escuela.
Una percepción de Cúneo sobre su paisaje y la utilización de la acuarela: “Sigo pintando con acuarela, los colores son suaves, hay que ser cuidadoso, muy sutil, ¿por qué lo hago? Miro y me doy cuenta de que nuestro paisaje es así. Lo comparás. En Misiones, el rojo de la tierra, esos cielos bien azules de Córdoba. Nosotros tenemos esas ondulaciones suaves, las cuchillas, un cielo claro que a veces cruza una bandada de garzas que vuelan suave, esa música se pinta con acuarela, los colores ya están diluidos en esta naturaleza”.
Este el cuadro terminado de Vicente Cúneo, artista plástico de Gualeguay. Él mismo dio carnadura al esqueleto que anoté. Diría que ha hecho un jugoso autorretrato.
Los tobianos (tinta).